
Un viaje extraordinario es mucho más que un paisaje y su panorama. Es un acto de libertad, una elección de ideal, la renuncia a algunos hitos conocidos, a ciertas balizas, y el rodearse de una fuerza infantil sublimante. Esta libertad, para describir otros lugares, apelará, pues, tanto a la geografía como a la maquinaria. El lugar y el método para llegar a él son las dos caras de una misma visión del viaje. El cómo y el por qué de una exploración parecen ingredientes y vectores de una ensoñación sabia y compleja, una alquimia fina y preciosa que coopera entre la fantasía y la reliquia, del mito inaccesible a la función más carnal de los objetos, una dosificación precisa. Es verdad que, antiguamente, la gente completaba sus humanidades con un viaje a Europa. Y a menudo se piensa en la formación, en hacerse adulto, humano por completo, como un viaje. Si, por una parte, la existencia humana se proyecta más allá de sí misma en el tiempo, el viaje la expone también, por otra, en el espacio. El viaje lleva al extremo este estar fuera de uno mismo que nos constituye. Es el vínculo entre viaje, educación y existencia humana lo que legitima hoy nuestro preguntar por el humanismo de Jules Julio Verne, este maestro del viaje, de cuya muerte se cumple este año el ciento veinte aniversario. Así pues, tendremos que empezar con una pregunta: ¿qué tipo de fe en el hombre se expresa en sus Viajes Extraordinarios, que se reduce quizás demasiado rápidamente al culto del progreso para edificación de la juventud?[1]Vid., a este respecto: BECKER, Beril. 1974. Jules Verne: il viaggiatore della fantasia. Milano: Mursia; CHESNEAUX, Jean. 1976. Una lettura politica di Jules Verne. Milano: Moizzi
Verne homo est, humani nihil… ¡claro que nada de lo humano es ajeno a Verne! Pero esto tendremos que explorarlo. En apariencia, uno podría pensar que sus viajes a mundos conocidos y desconocidos forman un universo narrativo estructurado por leyes básicas: la del agotamiento, la foliación y la condensación. De hecho, sus Viajes Extraordinarios están impulsados por una apuesta fantástica: dar la vuelta al mundo. Las máquinas son tan extrañas y fascinantes como los mundos que visitan. El universo de Verne es profundamente mitológico, pero muy concreto, como un boticario de paraísos e infiernos perdidos, la tienda del anciano siempre está repleta de suministros expresivos, productos raros, colecciones arriesgadas, herramientas de ensueño, instrumentos de pesadilla, rastros del destino (recuerdos): la chatarra y el taller, en definitiva, de un viajero onírico. La época de Verne es profundamente enciclopedista. Es el universo lleno de todas las plantas venenosas, fósiles marinos y mariposas exóticas. Las diversas colecciones siguen siendo acumulaciones dispersas que aún deben reunirse, la exposición de las Artes no sigue la tendencia despojada y minimalista. El Museo de Historia Natural sigue siendo un auténtico cajón de sastre en el que los monstruos casi reconstruidos del pasado conviven con especies vivas reales y donde lo inverosímil y lo banal se yuxtaponen con urgencia hasta el límite de la confusión. Había que entrecruzar el mundo natural y cultural con paralelos y meridianos de racionalidad, rodearlo en círculos de círculos, hacer de la naturaleza dueña y señora, y colonizar el mundo. Toda una vida escribiendo no será suficiente. Muchos manuscritos inéditos e incluso inacabados dan fe de ello. Pero también es necesario agotar los materiales, en una poética de los elementos que puede acercarnos incluso a Bachelard. Porque estamos hechos de agua y de fuego, de aire y de tierra. Y esta naturaleza, que intentamos dominar, al mismo tiempo nos engloba. Por lo tanto, necesitamos mantener unidas dos tradiciones de la Modernidad, la del desarrollo tecnocientífico y la del romanticismo.
Verne homo est, humani nihil… esta es una interpretación, claro está. Partiendo de la base de que toda investigación historiográfica –y, por tanto, también esa forma particular de historiografía que es la historia de la literatura- no puede ser sino obra de interpretación (tanto es así que cada civilización literaria ha expresado su propia valoración sobre corrientes y autores, por lo general revisando y modificando la de la civilización anterior), el caso de Verne me resulta especialmente representativo de los errores y equívocos en los que puede caer la crítica, cada vez que se acomoda en sus tranquilizadores lugares comunes. ¿Verne, cantor de la ciencia y la técnica? ¿Verne, profeta positivista, un poco ingenuo, de la magnífica suerte y el progreso? ¿O, incluso, Verne, novelista cómodo, fiable y sin sombras, caso emblemático de escritor para la juventud? ¿Verne, un escritor sin problemas filosóficos, sin implicaciones sociopolíticas, sin fermentos de inquietud existencial, abierto y lineal en su escritura como en su mensaje? Esta es una investigación que solo puede hacerse abriéndonos a la polisemia de un mundo estratificado. De este modo, el viaje, que es por donde habíamos empezado este texto, es a la vez desplazamiento, aventura, conocimiento y búsqueda. Estos son los cuatro sentidos de la escritura verniana. Los héroes (Lidenbrock, Hatteras, Nemo, Fogg, Barbicane, Cyrus Smith, Fergusson, etcétera) son la suma total de esta experiencia. Su sabiduría consiste en vivir todas las dimensiones de la existencia. De ahí su escritura maximalista, expresada ante todo en una geografía de los extremos: distancias gigantescas, focalización en puntos notables (polos, centros, ecuador, antípodas), entornos hostiles y catástrofes de todo tipo. Pero también a través de una retórica de la dramatización que sustituye a la psicología y hace que los personajes vernianos estén más cerca de la tragedia antigua que de la novela burguesa. Los héroes de los Viajes son superhombres. Su generosidad es nietzscheana, sale directamente del bestiario de Zaratustra. Son leones que se despojan de su manada de camellos y se esfuerzan por convertirse en niños. Es fácil ver por qué los Viajes pueden leerse como novelas formativas, pues «así es el corazón del hombre. El deseo de ejecutar obras de duración que le sobrevivan es la señal de su superioridad sobre todo lo que existe en este mundo»[2]VERNE, Jules. 1982. «La isla misteriosa», en Obras II. Barcelona: Plaza & Janés, p. 1014 (de este tomo, que incluye Veinte mil leguas de viaje submarino, serán, en adelante, extraídas todas las citas y consignadas entre paréntesis).
¿Pero cómo conciliar extensión e intensidad en estas formas de superexistencia? Por la ley de la condensación, que define una multitud de microcosmos naturales o culturales. Por ejemplo, la isla-volcán o el volcán-polo condensan todas las fuerzas cósmicas. El barco o el avión condensan todos los conocimientos. Y Cyrus Smith y sus compañeros desembarcan en La isla misteriosa, encapsulando lo mejor de la humanidad. ¿Qué es una novela para Verne? La definición de un microcosmos inestable y problemático. Un punto de condensación natural, un volcán-isla-polo, un punto de condensación cultural; una isla-barco-arco de Noé, un punto de condensación humano, ¡un marinero-ingeniero-luchador! Si se juntan todas estas series, pronto se obtiene una multitud de desequilibrios e interferencias. A través de estas leyes, el mundo puede representarse: en su totalidad, en su espesor, en su grandeza, en su intensidad. Cada microcosmos define un aislamiento, un espacio controlable física, intelectual y moralmente. Es un centro político de independencia e incluso de autarquía. Un espacio cerrado, a la vez tranquilizador y amenazado, incluso amenazador: un caparazón y un volcán. Todas estas características hacen del microcosmos un modelo reducido, una miniatura, un laboratorio-ficción del ser humano.
Es evidente que muchas de las novelas de Verne son (en un sentido diferente al de las de Zola, claro está) experimentos tecnológicos, morales y educativos.
¿Qué pasaría si decidiéramos enviar una bala de cañón a la Luna? ¿Si los Robinson colonizaran una isla o si todo el mundo se entregara a la fiebre del oro? En el fondo, como cualquier humanista, Verne se pregunta qué puede hacer un hombre, que es algo similar a preguntarse qué puede hacer un niño. Una pregunta desde el fondo de los tiempos. Por eso retoma temas antiguos: la Odisea, los Trabajos de Hércules, la audacia prometeica, las tribulaciones de Edipo. Pero los sumerge en la tecnología moderna, en la Ge-stell heideggeriana. En este mundo de máquinas complejas, la difícil tarea del héroe ya no es inmediatamente legible. Tiene que enunciarse un problema, primero, que hay que plantear, construir y resolver. La astucia se convierte en racionalidad tecnológica. El problema puede verse como un proyecto, cuando el objetivo es circunnavegar el globo o conquistar los polos o la luna. O un acontecimiento, cuando se produce una catástrofe. Pero esto es solo el lado racional de la experiencia.
La ordalía, en cambio, se refiere a ese componente existencial del problema por el que el héroe se ve afectado por la difícil tarea que le obliga a cuestionarse a sí mismo. Las novelas vernianas presentan las dos caras de la experiencia, tal como las distingue claramente Gadamer: su anverso experimental y su reverso vivencial[3]Vid., GADAMER, Hans-Georg. 1999. Verdad y método. Salamanca: Sígueme. El héroe, que no se contenta con resolver problemas, acepta la prueba, lleva a cabo una experiencia que nadie más puede hacer por él. Aprende a través del sufrimiento, en palabras de Esquilo. Lo que le convierte en algo más que un erudito, un sabio, un hombre de experiencia cuya principal virtud es estar disponible para otras experiencias. Podemos establecer así una tipología de los personajes vernianos según estos criterios. Los que no aceptan la prueba pueden realizar proezas, pero no son más que marionetas sin alma, como los miembros del Gun-Club de Baltimore, en De la tierra a la luna, cuyo viaje lunar les deja psicológica y moralmente intactos. Por el contrario, Miguel Strogoff aprende a través del sufrimiento: crece.
En eso consiste viajar. Se puede viajar sin viajar realmente. A la inversa, el viaje y la aventura pueden conducir al conocimiento y a la sabiduría. A través de sus relatos, Verne no cesa de plantear la cuestión del cambio. Sus personajes se caracterizan tanto por la permanencia de un carácter (obstinación, idea fija) como por su evolución dinámica (conversión, expresión, llegar a ser uno mismo). Y necesita no menos de tres vocabularios para describir esta dialéctica de permanencia y cambio. En primer lugar, el héroe se ve envuelto en una novela familiar que despliega toda una lógica de sustitución entre padres reales (a menudo ausentes o fallecidos), padres adoptivos y padres sublimes o iniciadores. Pero Verne tampoco es reacio al lenguaje educativo. Y tenía una idea muy poco moderna de la infancia. El sentido de la infancia es precisamente salir de ella lo antes posible: ¡de ahí el elogio de la precocidad! Pero el mito va aún más lejos. La historia de la familia y el lenguaje de la educación forman parte de una puesta en escena iniciática que recurre a la poética de los elementos: el bautismo de fuego, la inmersión, el descenso al centro de la tierra, el ascenso y la caída. Una imagen se repite con insistencia, la del volcán que condensa todas las fuerzas de la naturaleza y metamorfosea las rocas. El volcán es, en efecto, la figura de la formación.
Los héroes de Verne evolucionan en microcosmos que constituyen entornos naturales e históricos. Estos microcosmos están a su vez en movimiento. ¿Hasta qué punto podemos creer en el hombre embarcado en la Modernidad? Verne ha sido aclamado como paladín del progreso, pero en realidad sus Viajes son una partitura a varias voces en la que siempre se oye, más o menos claramente, un trasfondo irónico y crítico. Desde el descubrimiento, a mediados de los años noventa, del manuscrito inédito de París en el siglo XX[4]VERNE, Julio. 2018. París en el siglo XX. Madrid: Akal, la segunda novela de Verne, hay que admitir que la posición del escritor era reservada desde el principio. Fue su editor, Hetzel, quien obligó a Verne a transformar el romanticismo nostálgico del principio en un romanticismo de progreso. ¿Cómo cambiar el espíritu burgués por un espíritu de aventura? ¿Cómo navegar entre la audacia prometeica y el exceso fáustico? Los Viajes son una mezcla de generosidad y electricidad, una electricidad que «no es la de todo el mundo» e impulsa el Nautilus, como en Veinte mil leguas de viaje submarino (94).
Es América, la América emprendedora y generosa que permite a los caballeros modernos montar sus caballos de vapor. En La isla misteriosa, Verne rehace la Modernidad y la torna en ideal, como debería haber sido. Pero América se rindió a la fiebre del oro, a la tiranía de las comunicaciones y a la locura tecnológica. La lista de científicos locos es interminable. ¿Acaso no quiere ahora el Gun-Club cambiar el eje de la tierra para obtener beneficios? Así pues, hay una Modernidad buena y mala en el dualismo –Verne deviene, ante nuestros ojos, un bergsoniano antes de tiempo- de lo mecánico y lo vivo. Los quinientos millones de la Begún enfrentarán a Stalhstadt, la Ciudad del Acero alemana, el orden mecánico y destructivo, con la utópica France-Ville de Oregón, la ciudad saint-simoniana, la ciudad de la higiene, la armonía y la gracia francesas. Harán falta muchos constructores de puentes (como Bruckmann, el hombre entre dos culturas, el ingeniero alsaciano de corazón francés) para arrancarle a la Modernidad sus viejos demonios.
El desarrollo no es progreso, y Verne no cesa de reflexionar sobre el futuro de la civilización, de la que propone al menos tres modelos. La isla misteriosa presenta una historia natural de la Modernidad bajo la égida de ese Nemo-providencia: la Modernidad sin mal. En un entorno así, la presión civilizadora conduce al progreso: el joven Harbert crece, el pirata Ayrton vuelve a ser humano, ¡e incluso el orangután Jup asume rasgos humanos, fumando en pipa! (788-789). Por otro lado, basta con mirar la decadencia del Segundo Imperio desde Sedán y el naufragio de Napoleón III. Fue la aventura del Chancellor[5]VERNE, Julio. 1966. «El Chancellor», en Obras III. Barcelona: Plaza & Janés, pp. 1259-1437, a la deriva, incendiándose y hundiéndose. En situaciones extremas, el barniz de la civilización se desmorona y el hombre retrocede hasta el salvajismo y el canibalismo. En situaciones extremas, el barniz de la civilización se desmorona y el hombre retrocede hasta el salvajismo y el canibalismo. Pero el secreto de Dios sigue con ellos, a bordo (653).
Pero el optimismo de La isla misteriosa y el pesimismo de El Chancellor deben sin duda matizarse. Los avances y retrocesos individuales y colectivos pueden no ser, al final, más que fragmentos de ciclos cósmicos. Aquí es donde la idea del microcosmos alcanza su límite. El mito del eterno retorno fascina a Verne y alimenta su pesimismo fundamental. ¿Acaso la destrucción periódica de los mundos no hace inútil la civilización? ¿Podría haber otra salida? El cielo permanece vacío. Nemo no es un dios. Muere justo cuando los colonos vienen a darle las gracias. Precisamente por eso la iniciación no puede alcanzar lo sagrado, por eso permanece, por así decirlo, en suspenso. La Modernidad desencanta el mundo. Queda, pues, la formación, como secularización nostálgica de la iniciación. ¿Cuáles son sus principios? La metapsicología verniana contrapone la concha y el volcán como poderes de territorialización o desterritorialización. Para Barthes, el proyecto de la Modernidad consiste en convertir el mundo en la concha del hombre. Y la empresa colonizadora termina, en efecto, en el confort burgués: fumando en pipa junto al fuego de Granite-house, mientras la tormenta ruge fuera. Pero en la obra de Verne, siempre hay un volcán que se despierta para hacer añicos las cáscaras. Los microcosmos siempre están minados. El barco es a la vez hogar y aventura. La erupción del volcán traza líneas de fuga, líneas de horizonte. Desafía las racionalidades burguesas. Transforma el problema en una prueba y hace estallar las islas.
Verne, que no es un filósofo, sino un novelista de viajes, del cambio, pone en imágenes el humanismo. Yo lo pienso todavía como un contemporáneo, en el sentido que le otorga Agamben, para el que la contemporaneidad no significa una perfecta adhesión al espíritu de la época, sino que «nuestro tiempo, el presente, […] no puede alcanzarnos de ninguna manera. Tiene la columna quebrada y nosotros nos hallamos exactamente en el punto de la fractura. Por eso somos, a pesar de todo, sus contemporáneos. […] Es, en el tiempo cronológico, algo que urge dentro de este y lo transforma. Esa urgencia es lo intempestivo»[6]AGAMBEN, Giorgio. 2011. Desnudez. Buenos Aires: Adriana Hidalgo, pp. 23-24. O tal vez es que el verdadero contemporáneo sería en realidad, como Finkielkraut ha dicho de Péguy, y con acierto, un incontemporáneo[7]FINKIELKRAUT, Alain. 1992. Le Mécontemporain. Péguy, lecteur du monde moderne. Paris: Gallimard. Al fin y al cabo, la celebración de las hazañas tecnológicas de la Modernidad por parte de Verne (la exploración geográfica, la conquista de la Luna, la invención de aviones o submarinos, el hada de la electricidad, etcétera) va siempre acompañada, en sus Viajes, de una voz irónica y crítica que denuncia los daños causados por el progreso, llegando a describir, por ejemplo, en El secreto de Maston, el carácter suicida del capitalismo industrial. Nacimiento del humanismo ante el horror. Quizá porque, como indica de nuevo Finkielkraut, «lo que inclina el pensamiento hacia el humanismo no es la complacencia por los grandes logros humanos o por los prodigios de la técnica, sino el estupor y el pánico ante la tentación de lo inhumano»[8]FINKIELKRAUT, Alain. 1998. La humanidad perdida. Ensayo sobre el siglo XX. Barcelona: Anagrama, p. 43.
¿Qué es, pues, un viaje extraordinario, sino la improbable alianza de la caballería y la tecnología? Se trata de vencer a lo inhumano de la tecnificación, oponiéndole la ética humana del honor. Estamos lo mismo ante un universo homérico, como ha dicho Michel Serres: «Los Viajes Extraordinarios son nuestra Odisea, […] círculos de círculos, una multiplicidad de mapas donde nos perdemos, anticipada y retrospectivamente, donde levantamos una cartografía. Estos viajes hablan de la tierra, de la historia, del conocimiento, del mito, de lo que sea, como Homero. Así que, para hablar de ellos, tienes que convertirte en Penélope. Hay que rehacer el tapiz, atar y desatar los nudos, pasar el hilo, atar el cabo suelto y deshacer el cabo fijo, cruzar los colores una y otra vez. Son viajes a través de una multiplicidad de espacios, viajes a través de una multiplicidad exfoliada de mapas. Hay que perderse de espacio en espacio, de círculo en círculo, de mapamundi en mapamundi. Al azar, sobre el hilo, por la urdimbre y por la trama»[9]SERRES, Michel. 1991. Jouvences sur Jules Verne. Paris: Minuit, p. 150; o ante unos personajes dotados de la psicología básica de los caballeros medievales. Caballeros o traidores, todos sus héroes se rigen por dicha ética del honor: generosidad, sentido del honor, voluntad inquebrantable y valor ante las dificultades. Pero la aventura moderna y sus proezas técnicas solo son posibles en el contexto de una civilización industrial, financiera y mediática. Aunque Verne crea también encontrar esta síntesis de los caballeros de la Tabla Redonda en esa América generosa de la Guerra de Secesión, que se evoca en La isla misteriosa y Norte contra Sur.
Las dos caras de América, soleada y oscura, que reflejan las ambigüedades de la Modernidad, solo sirven para exacerbar la mezcla de sabiduría y locura que recorre toda la obra de Verne. Es el otro humanismo, más que el humanismo del otro. Según Rosalind Williams, «en los relatos de Verne, los héroes humanos representan el dilema del individualismo en un mundo intensamente humanizado. Se resisten obsesivamente al cierre de la frontera mundial explorando lo aún desconocido, pero guardan con la misma obsesión su autonomía como si pudieran seguir viviendo más allá de los límites de la civilización. Las historias de Verne son epopeyas de la circulación y para ellas ha creado un nuevo héroe épico: el capitán supremamente racional que también está obsesionado hasta la locura por desafiar a la humanidad organizada y al propio universo»[10]WILLIAMS, Rosalind. 2013. The triumph of human empire: Verne, Morris, and Stevenson at the end of the world. Chicago: The University of Chicago Press, p. 107. Quizá por eso también, en términos morales, aunque Verne retrata a varias figuras heroicas, su obra está llena de personajes malsanos, científicos locos y terroristas. Sabía que el invento técnico más ingenioso siempre podía volverse contra la humanidad.
En Robur el Conquistador, el intrépido ingeniero consigue que su avión, el Albatros, vuele más rápido que los globos. Pero en El amo del mundo, el incomprendido Robur se convierte en terrorista a bordo del Espantapájaros, su vehículo terrestre, aéreo y anfibio. La civilización siempre está amenazada por el dinero, el poder, el odio y el desorden que provocan. Por eso, tal vez, La isla misteriosa es la utopía de la Modernidad, lo que debería haber sido, como decíamos antes, esto es, la Modernidad sin maldad. Verne considera que el progreso de la humanidad en el siglo XIX, del que se burlaban autores como Baudelaire o Flaubert, es, como dice Timothy Unwin, «responsabilidad tanto de la ficción y la literatura como de cualquier otro ámbito del quehacer humano»[11]UNWIN, Timothy. 2005. Jules Verne: journeys in writing. Liverpool: Liverpool University Press, p. 83. El mundo todo es un texto. Humanismo único, por eso otro. El humanismotro (también) del texto. Un rayo verde que une a los amantes, como también supo después el gran Éric Rohmer.
La ambigüedad de la Modernidad en Verne se arraiga así en la oposición de la concha y el volcán. Esta cosmología casi esotérica, marcada por el nacimiento, el florecimiento y la decadencia de civilizaciones sucesivas sin comunicación alguna, y la necesidad para cada una de volver a empezar desde cero. Aquí, el gesto de encerrar y asentar sólo acaba en el vacío. Incluso la isla de La Isla Misteriosa, que resume todos los rasgos de la utopía verniana, un mundo de progreso técnico y moral que no conoce el mal, perecerá en la explosión del monte Franklin. Afortunadamente, el editor Hetzel, que también simboliza, según Smyth, «valores seculares y humanistas»[12]SMYTH, Edmund J. 2000. «Verne, SF, and Modernity: an introduction», en SMYTH, Edmund J. (Ed.). Jules Verne: narratives of Modernity. Liverpool: Liverpool University Press, p. 4, está al acecho: todo volverá a empezar en una granja de Iowa (1072) gracias al capitán Nemo, que reaparece, felizmente, en el libro.
En sus Viajes se trata siempre de conchas-volcanes, de involución y explosión. Estos dos esquemas dinamizan la imagen de la Modernidad y sus ambigüedades. Animan los resortes narrativos y simbólicos de la obra. Podría ser, pues, que la Modernidad no fuera tan viril como la pintan, sino que en realidad estuviera impulsada por la nostalgia del vientre materno. Pero toda cáscara explota al calor del volcán. La voluntad de dominar el mundo choca siempre con poderes naturales que la superan, con su potencial autodestructivo. Y en el volcán (y en el rayo, su homólogo aéreo), la arrogancia de la Modernidad se enfrenta a algo más fuerte que ella misma. La transgresión siempre es castigada, ora por la naturaleza, ora por Dios.
La crítica de Verne a la Modernidad, ya sea una voz apagada o una denuncia atronadora, se enraíza así en los esquemas de la concha y el volcán, que dan lugar a tres preguntas que subyacen a toda la obra a través de sus tramas y temas, e incluso de sus figuras mitológicas. El propio Verne las hace explícitas en ocasiones, y pueden reconstruirse a partir de una serie de observaciones dispersas: ¿Y si el progreso no fuera más que una ilusión regresiva? ¿Y si la Modernidad no fuera más que una transgresión expuesta a la venganza de la naturaleza y a la cólera de Dios? ¿Y si el proyecto de dominar la naturaleza no fuera más que un suicidio disfrazado? La actualidad de Verne, escribe Butcher, reside en una conclusión que tiene validez para el conjunto de los Viajes: el ciclo también puede girar en espiral hacia el exterior, que el futuro es irreductible, que el propio tiempo evoluciona, y que la humanidad puede ser a la vez la elaboración de un diseño inicial y autogenerativo[13]BUTCHER, William. 1991. Verne’s journey to the centre of the self. Space and time in the Voyages Extraordinaires. London: Palgrave Macmillan, p. 93.
¿Humanismo verniano?, se preguntarán quienes han llegado hasta aquí. Quizá es el enfoque el que ha fallado hasta ahora. Siempre hemos partido de un lugar común: que Verne es un escritor de fácil comprensión, interesado en el mundo fantástico de sus héroes, sus aventuras y sus prodigiosas máquinas… hasta que, un día, descubrimos que si siempre permanece actual es porque nos dice mucho más sobre nosotros mismos de lo que dice sobre las máquinas. ¿Y no es acaso esta la característica fundamental de los clásicos: la de no haber terminado nunca de decir lo que tienen que decir? Ese decir es como un poliedro maravillosamente facetado, le damos vueltas y vueltas entre los dedos, lo admiramos, lo contemplamos sin cansarnos nunca; y, cuando creemos haber captado su esencia, un movimiento imperceptible movimiento de nuestra mano hace que la luz ilumine sus caras en un ángulo diferente. Entonces, con gran asombro, nos encontramos en la palma de la mano un objeto nuevo, un prodigio inesperado que nos obliga a reconsiderar todo lo que creíamos saber, incluida nuestra capacidad de comprensión y nuestro propio yo. ¿Humanismo verniano? Necesariamente sí. «Die Wissenschaft denkt nicht», ha escrito Heidegger[14]HEIDEGGER, Martin. 2002. Was heißt Denken? (GA 8). Frankfurt am Main: Vittorio Klostermann, p. 9. Una expresión abrumadora que se traduce como la ciencia no piensa y que no es una simple crítica a la ciencia ni una negación de su valor, sino una reflexión profunda sobre la naturaleza del pensamiento y sus límites. La ciencia clasifica, mide y predice, pero no se interroga radicalmente sobre el ser, el sentido o el fundamento de lo que estudia. Es decir, la ciencia no piensa en el sentido filosófico: no cuestiona sus propios presupuestos ni la esencia de lo que investiga, sino que da por sentado su método y su enfoque instrumental. Para Heidegger, el verdadero pensar es un acto que va más allá del conocimiento acumulativo y la lógica operativa de la ciencia. Es una apertura al misterio del ser, una actitud de cuestionamiento radical que no se conforma con respuestas funcionales o técnicas. La ciencia, aunque poderosa en su dominio, se mueve dentro de un horizonte ya trazado y, en ese sentido, no piensa porque no se detiene a interrogar la existencia misma en su totalidad.
Sin embargo, aunque el mundo verniano parece –y así lo mantengo- una especie de enciclopedia patas arriba, un florilegio de archivos sacudidos como una bola de nieve, uno puede vislumbrar el choque y el disgusto en este rechazo de una época obsesionada con la conservación fragmentaria. Como acumulador de imágenes, efectos y pensamientos, uno se imagina fácilmente, en el espacio museístico de su propia vida, un lugar de peregrinación diaria, el tesoro íntimo de Verne rodeándolo en su envoltura creativa. Objetos, herramientas, instrumentos, modelos, réplicas, el rico cofre de todas sus pasiones, relicarios, abecedarios, bestiarios, estanterías de libros polvorientos, gafas preciosas, las que miran a los astros o las que espían a los vecinos, una colección de mapas y mapamundis, compases de navegante y lujosos sextantes. ¡Pero el objeto es el sueño! Estamos lejos de los conceptos de valor comercial, el objeto bello no solo es raro, es único y, de hecho, no siempre se compra. A veces se regala, se gana o se encuentra y se pierde como un secreto, como un tesoro pirata. Verne no es, o no sólo, en todo caso, un escritor de ciencia ficción. Se limita a perfeccionar máquinas que ya existían (el globo, el avión, el submarino) o técnicas aún incipientes (la electricidad, el teléfono). Su genio reside en la socioficción. Su narrativa anticipa la crítica de la Modernidad que desarrollarían filosóficamente Benjamin, Heidegger o Anders. Es, en todo caso, un incontemporáneo, a la vez plenamente de su tiempo y extremadamente lúcido sobre los daños causados por el progreso.
Su importancia, según Günther Anders, es enorme, y estriba, sobre todo, en la gran pregunta: el desvelamiento del «mundo de mañana y el tipo de nuestros nietos, siempre que lleguen a existir»[15]ANDERS, Günther. 2011. La obsolescencia del hombre II. Sobre la destrucción de la vida en la época de la tercera revolución industrial. Valencia: Pre-Textos, p. 424. He aquí, pues, el humanismo de Verne. Para él, ser humanista significa esforzarse por creer –a pesar de todo o precisamente por ello- en los poderes positivos y formativos del volcán (Hatteras se precipita, no lo olvidemos, por uno, y solo salvan el cuerpo de Hatteras, no su alma[16]VERNE, Julio. 1985. Aventuras del capitán Hatteras. Barcelona: Orbis, p. 266). El hombre solo es humano a través de los problemas y las pruebas. Pero, ¿en qué consisten las diferencias evolutivas? ¿Cuándo y cómo lo extremo nos hace progresar, cuándo y cómo nos hace retroceder? ¿Estamos lejos de ese progreso occidental, puesto que lo que importa ya no consiste en depurar el pensar de los aluviones de las culturas?[17]LÉVINAS, Emmanuel. 2009. Humanismo del otro hombre. México: Siglo XXI, p. 69. Estas son las preguntas fundamentales del humanismo de Verne y, a partir de aquí, dejando abierta la cuestión, habrá quizás que volver a leerlo. ¿Humanismo verniano? Definitivamente, sí. Tal vez porque el misterio de la vida que debe ser descifrado por los científicos, igual que el misterio del comportamiento humano, no se puede reducir a mera ciencia. No es natural. Menos aún posible.
Título: La isla misteriosa |
---|
|

Referencias
↑1 | Vid., a este respecto: BECKER, Beril. 1974. Jules Verne: il viaggiatore della fantasia. Milano: Mursia; CHESNEAUX, Jean. 1976. Una lettura politica di Jules Verne. Milano: Moizzi |
---|---|
↑2 | VERNE, Jules. 1982. «La isla misteriosa», en Obras II. Barcelona: Plaza & Janés, p. 1014 (de este tomo, que incluye Veinte mil leguas de viaje submarino, serán, en adelante, extraídas todas las citas y consignadas entre paréntesis) |
↑3 | Vid., GADAMER, Hans-Georg. 1999. Verdad y método. Salamanca: Sígueme |
↑4 | VERNE, Julio. 2018. París en el siglo XX. Madrid: Akal |
↑5 | VERNE, Julio. 1966. «El Chancellor», en Obras III. Barcelona: Plaza & Janés, pp. 1259-1437 |
↑6 | AGAMBEN, Giorgio. 2011. Desnudez. Buenos Aires: Adriana Hidalgo, pp. 23-24 |
↑7 | FINKIELKRAUT, Alain. 1992. Le Mécontemporain. Péguy, lecteur du monde moderne. Paris: Gallimard |
↑8 | FINKIELKRAUT, Alain. 1998. La humanidad perdida. Ensayo sobre el siglo XX. Barcelona: Anagrama, p. 43 |
↑9 | SERRES, Michel. 1991. Jouvences sur Jules Verne. Paris: Minuit, p. 150 |
↑10 | WILLIAMS, Rosalind. 2013. The triumph of human empire: Verne, Morris, and Stevenson at the end of the world. Chicago: The University of Chicago Press, p. 107 |
↑11 | UNWIN, Timothy. 2005. Jules Verne: journeys in writing. Liverpool: Liverpool University Press, p. 83 |
↑12 | SMYTH, Edmund J. 2000. «Verne, SF, and Modernity: an introduction», en SMYTH, Edmund J. (Ed.). Jules Verne: narratives of Modernity. Liverpool: Liverpool University Press, p. 4 |
↑13 | BUTCHER, William. 1991. Verne’s journey to the centre of the self. Space and time in the Voyages Extraordinaires. London: Palgrave Macmillan, p. 93 |
↑14 | HEIDEGGER, Martin. 2002. Was heißt Denken? (GA 8). Frankfurt am Main: Vittorio Klostermann, p. 9 |
↑15 | ANDERS, Günther. 2011. La obsolescencia del hombre II. Sobre la destrucción de la vida en la época de la tercera revolución industrial. Valencia: Pre-Textos, p. 424 |
↑16 | VERNE, Julio. 1985. Aventuras del capitán Hatteras. Barcelona: Orbis, p. 266 |
↑17 | LÉVINAS, Emmanuel. 2009. Humanismo del otro hombre. México: Siglo XXI, p. 69 |