
Sobre mi bicicleta pedaleaba yo sin manos, erguido, con la vista puesta en las estrellas… cuando un perro me miró desde el camino. Pasé de largo. Mas, durante unos segundos, yo también retuve en mi mente su perfil altivo. Me pregunté por qué, de entre todos los miembros de la manada, él había levantado a mi paso la mirada; y esto pese a que, segundos antes, otro ciclista había cruzado por la misma senda (aunque, esta vez sí, agachado).
De pronto lo comprendí: a este perro, yo le había parecido un centauro.
Liderada por el can que desde entonces llamé Ceneo, la jauría me persiguió durante años. Los perros atravesaron mares, selvas y riscos, y pronto me llegaron noticias de que competían con las águilas de las estepas por comerse los sapos que croaban en los estanques dormidos. Después, cuando accedieron al altiplano, transitaron por él como un millón de años antes lo hicieron los primeros humanos: con la mirada desencajada por la luz de un sol que ya no parapetaban las ramas. Igual que a ellos, también los sedujeron los atardeceres eternos, las futuras hazañas no menos que los pavorosos castigos que los perros olfatearon en el horizonte, mucho antes de que los narraran sus libros.
Cautivos de la libertad a la que recién había accedido su especie, los perros soñaban despiertos, mas pasaban las noches en vilo. Y es que era tan grande el cielo, tan extenso su arco y carente de soportes, que tenían miedo a que las estrellas se desplomaran sobre ellos. Creían que el universo fue creado cuando el aullido de cachorro rompió la bóveda del cielo y sus fragmentos de cristal cayeron sobre una capa de tierra, inerte y fina. El mundo nació de esa mixtura. Sin embargo, con cada perro que nacía y emitía su primer ladrido, el cristal de otro cuerpo celeste se rompía. Y descendía.
Pasaron los años. Un día vi ascender sus antorchas. Yo ya no era aquel centauro en el que me convertí cuando me miró Ceneo y pasé a verme, yo también, a través de sus ojos caninos. Aquel día me desvié de la senda recta; a lomos de mi bicicleta galopé y galopé lejos del trabajo, la amistad y la familia. Desde entonces, también los perros habían cambiado mucho, tanto que conformaban una especie nueva. Ya no se apareaban unos con otros, por ejemplo, como lo hacían el resto de los animales; ni siquiera se enamoraban de sus cuerpos enteros, sino que era una boca, un ojo, una mano lo que ahora les atraía. Y mientras esa pestaña, ese hoyuelo, esa uña permaneciese en el sitio, entonces sí, se perseguían hasta el fin del mundo, con la misma ansia que otrora les infundiera el cazador cuando les inculcaba, a cada paso, el odio a su presa. Pero ahora el cazador era una quimera que vivía en sus cabezas, y se disolvía con el más leve susurro.
Cuando por fin me encontraron, yo tenía mi refugio enclavado en el monte Olimpo, de donde había expulsado a Zeus y a Hera. Para alcanzarme, tuvieron que cruzar un largo puente y, después, la inacabable fila de hijos (cada uno de una especie diferente) que aguardaban sentados sobre los infinitos peldaños de mis escaleras. Cuando les pregunté a los perros cuál había sido mi culpa, me dijeron que mi silueta había inspirado su cambio. «¡Pero si yo sólo quise tener aventuras!», les dije. Además, como pago por mi osadía, tuve que perder mi cuerpo, obligado como lo fui a desperdigar mis goces por la faz de la tierra. Si yo era algo, apenas era ya mi bicicleta.
Así que la miraron, la cogieron y cerraron la puerta. Era suya. El mundo les pertenecía.
16 de marzo de 2024
