La letra está siempre a la mira y pide ser interrogada en su nombre. El nombre de la letra nos condena a ello, a ese proceso, a esa metamorfosis con los nombres propios. Georg tiene tantas letras como Franz, o como Bende, el primer nombre de Bendemann, antes del hombre [Mann] que le dará la fuerza necesaria; tantas letras como Kafka y con ambas vocales en el mismo lugar. Odrad(ek), Samsa, Klamm… la escritura permanece bajo el hechizo, el amor de la letra, y por ella se nos convoca a no dejar nunca de especular sobre esta cábala de nombres, de deletrear su pentagrama, de trazar este pentáculo prodigioso, estrella de cinco puntas. La ficción se firma bajo el sello ontológico del secreto, perseguida por esta pasión por el nombre, sembrada por el injerto de la inicial, transformada en esta epopeya única de la K. Una metamorfosis repulsiva, si tenemos en cuenta que, en una nota de su diario fechada en mayo de 1914, dice encontrar feas las K y, sin embargo, las escribe[1]KAFKA, Franz. 1974. Obras Completas II. Escritos íntimos. Barcelona: Planeta, p. 999 (en adelante, todas las citas, extraídas de esta edición, serán consignadas entre paréntesis). La obscenidad de la inicial, del nombre que la sustenta, sugiere lo que está en juego aquí: Joseph K., Kiemann, Klamm, Kalmus, Kosel, Kleipe, Kriehuber… ¿pero quién y por qué todo esto?
Hablemos, entonces, en el nombre de K. Como si tuviéramos que responder ante la literatura, algo que ocurre escribiendo el nombre de Franz Kafka, porque se cumple este mes el primer siglo de su muerte y la sola mención de su nombre continúa evocándole al lector imágenes de una ley demente que persigue siempre a aquellos que son sin esperanza. Estos son los mundos de Kafka, que Lorenzo Silva ha descrito, y con acierto, como «manifestaciones de prolijos órdenes normativos, que sus protagonistas se afanan (normalmente en vano) por desentrañar y comprender»[2]SILVA, Lorenzo. 2008. El Derecho en la obra de Kafka. Una aproximación fragmentaria. Barcelona: Rey Lear, p. 24. Así, El proceso, su obra más conocida, se ha convertido en el paradigma de un existencialismo triste y cruel, reflejo de los tiempos modernos. A este trasfondo cultural, que ha pasado a formar parte de un extraño hábito lingüístico, situado bajo el término kafkiano, se añade lo que conocemos de una historia, una personalidad, incluso sus síntomas. Franz Kafka se convierte entonces en un caso a partir del cual interpretar sus escritos. El caso K, llamémoslo así, es un caso azaroso y singular, y he aquí, por tanto, lo que nos concierne: como Deleuze, pienso que, más que hacer de Kafka la víctima del πάθος familiar o social, deberíamos mostrar, antes con antes, cómo fue el propio escritor capaz de encajar en una época concreta sin ceder al deseo. No creo que sea inútil volver sobre algunos de estos puntos, ya que tengo para mí que van directos al corazón de lo que Lacan reelabora a través de la cuestión de los Nombres del Padre. En dicha cuestión está implícita, por cierto, la disputa entre Deleuze y Lacan.
Pero debemos seguir. Estoy hablando en el nombre de K… así he empezado. Claro que habría que decir que su escritura, la de este hombre nacido apenas a unos metros de la iglesia de San Nicolás –en cuya puerta me detuve, hace ya algunos años- no es el signo de un impedimento neurótico a la père-version[3]Término intraducible (Padre–versión, versión del padre, versión hacia el padre, perversión del padre) que aparece, por primera vez, en R.S.I., el seminario de 1975, aún inédito, de Lacan (Vid., LACAN, Jacques. 1975. «Le Séminaire XXII: R.S.I.», en Ornicar? 2, pp. 89-97, 100-105; Ornicar? 3, pp. 96-110; Ornicar? 4, pp. 92-106; Ornicar? 5, pp. 16-66). común a los judíos de la Mitteleuropa de principios del siglo XX, aunque se vea acentuado por una relación ambigua con el lenguaje y el nombre propio. Sabemos que Freud, Benjamin y, más tarde, Hannah Arendt, entre otros, tuvieron que responder por ello. Kafka, por su parte, hizo una elección singular de la existencia, constituyendo una línea de fuga, por utilizar el término de Deleuze: a través de su obra, que a diferencia de lo que ocurre, por ejemplo, con la de James Joyce, no le creó un yo, sino que, en palabras de Blanchot, puso en juego lo neutro, bajo la custodia del él, haciendo que los portadores de palabras como Kafka caigan en una relación de no identificación consigo mismos, desprendiéndose de su capacidad de decir yo: «eso que les ocurre siempre les ha ocurrido […] solo podrían explicarlo de un modo indirecto como olvido de sí mismos, ese olvido que los introduce en el presente sin memoria que es el de la palabra narrativa»[4]BLANCHOT, Maurice. 2006. De Kafka a Kafka. México: Fondo de Cultura Económica, pp. 234-235. No tiene sentido buscar en sus escritos la metáfora y Reiner Stach, en su monumental biografía sobre Kafka, demuestra que es imposible realizar un estudio biográfico del escritor, pues éste «enseña humildad. Quien se atreve con él tiene que contar con fracasar. Son innumerables los textos secundarios en los que el desnivel entre lo expuesto por el autor y las citas dispersas de Kafka es tan abrupto que el lector siente escalofríos. Incluso las mejores síntesis […] contienen pasajes cuya precisión verbal y material queda claramente por detrás de la de Kafka. Esto es inevitable, y el biógrafo debe tener claro que entra en una competencia que no puede ganar»[5]STACH, Reiner. 2016. Kafka. Los primeros años y los años de las decisiones. Barcelona: Acantilado, p. 31.
Así es que, diremos desde ahora, el nombre de Kafka es la falta de yo. Por ejemplo, si uno toma la muy discutida Carta al padre, no dejará de toparse con una refutación irónica de la cómoda interpretación según la cual el padre es la causa de la inhibición enfermiza del hijo. Kafka no se aferra al patetismo de la alienación filial, y sus relatos, cuentos, cartas, su diario o sus manuscritos se entienden, pienso, como lo que son: un conjunto de futuros posibles que nunca se cierran. Este lienzo cambiante lleva voluntariamente la letra K. Por su parte, Kafka no se representa a sí mismo en las biografías, sino que ex/siste en ellas. Vive una vida cotidiana diferente, que no siempre es tan desventurada y estrecha como cabría imaginarse. El hecho de haber sido publicado en vida, muy pronto; de haber sido amado por al menos tres mujeres y de haber mantenido amistades leales no parece un signo de introversión patológica. Por último, cumplir el sueño de ir a Berlín, con una mujer, cuando se carece de recursos económicos, se tiene tuberculosis y se está cerca del final de la vida es un signo de gran vitalidad. Aunque Kafka prefería escribirlo todo, en el momento de su muerte exigió a su amigo Max Brod que quemara toda su obra y todos sus documentos, tal como nos recuerda Judith Butler[6]BUTLER, Judith. 2014. ¿A quién le pertenece Kafka? Chile: Palinodia, pp. 7-31. Felizmente, gracias a que Brod no cumplió su palabra, y aquí me es imposible concordar con el texto de Butler, los manuscritos de la obra se encuentran, desde hace unos años, en la Biblioteca Nacional de Israel. Quizá fuera esta, de todas formas, la última muestra de humor de Kafka, sabedor de que su amigo no iba a obedecerle en esto.
Como punto de partida, tenemos, pues, una relación más que particular con la identidad, el Otro y la transmisión. Lo que no dejará de situarnos entre la biografía y la palabra escrita. Para mantenerme en la frontera entre los elementos biográficos y la palabra escrita, he optado por citar dos breves extractos de su Diario y algunos puntos relativos a la famosa Carta al Padre. El 24 de octubre de 1911, Kafka escribía: «Ayer se me ocurrió que tal vez yo no hubiera querido nunca a mi madre como se merecía, y como hubiera podido quererla, porque el idioma alemán me lo impedía. La madre judía no es nunca una Madre[7]Kafka utiliza la palabra alemana Mutter, en el original (Vid., KAFKA, Franz. 1990. Tagebücher. Kritische Ausgabe. Frankfurt a.M.: Fischer, p. 102) […], es para los judíos algo netamente alemán […], encierra junto al esplendor cristiano la frialdad cristiana; no nos parece por lo tanto solamente cómica, sino también fuera de lugar» (767). Por otra parte, el 24 de enero de 1922 leemos: «No quiero desarrollarme en una dirección determinada, quiero cambiar de lugar […]. Mi evolución fue sencilla. Cuando todavía estaba satisfecho, quería estar insatisfecho y me impelía hacia la insatisfacción con todos los medios de la época y de la tradición que me eran accesibles; luego quería volver. […]. Es notable cómo la realidad puede surgir de la comedia» (1170-1171). Estas líneas, que enmarcan la redacción de la Carta al Padre en 1919, dan una buena idea de lo que la motivó.
En primer lugar, Kafka se enfrentó al callejón sin salida que impedía a los judíos de Praga acceder a una literatura arraigada en el saber europeo. Como él mismo dijo en una carta a Brod en junio de 1921: «La imposibilidad de no escribir, la imposibilidad de escribir en alemán, la imposibilidad de escribir de otra manera. También se podría añadir una cuarta imposibilidad, la imposibilidad de escribir»[8]KAFKA, Franz. 1958. Briefe 1902–1924. Ed. Max Brod. Frankfurt a.M.: Fischer, pp. 337–38. Esta dificultad para utilizar una lengua que ocupa un país (el alemán en Checoslovaquia), cuando además se forma parte de otra minoría (la judía), obliga a renovar el principio de una literatura menor en la que cada enunciado individual es signo de una identidad problemática. La cuestión del padre para Kafka se disuelve así en diáspora, con sus expectativas políticas y sociales. Además, está en juego una estrategia subjetiva, pues «la rebelión contra el padre es una comedia, no una tragedia»[9]JANOUCH, Gustav. 1969. Conversaciones con Kafka. Barcelona: Fontanella, p. 106. Kafka se refirió a esta carta –que probablemente nunca llegó al padre, no siendo aquel el destinatario- como la propia de un abogado[10]STACH, Kafka…, Op. Cit., p. 476. Una carta de abogado que inscribe, a su vez, la penúltima palabra, como archivo de confesión[11]DERRIDA, Jacques. 2003. Papel Máquina. La cinta de máquina de escribir y otras respuestas. Madrid: Trotta, p. 31, y, por ende, en tanto que maquinaria de la escritura sin fin se convierte en un monumento seguro[12]Ibíd., p. 59, no es en modo alguno una carta de un hijo a un padre. Kafka sabe perfectamente, nos dicen Deleuze y Guattari, que su fascinación por un mundo desierto, su inadaptación al matrimonio, su misma escritura tienen «motivaciones perfectamente o positivas desde el punto de vista de la libido, y no son reacciones que deriven de una relación con el padre»[13]DELEUZE, Gilles, Felix Guattari. 1990. Kafka. Por una literatura menor. México: Era, p. 19.
En esta Carta, Kafka da una imagen exagerada del padre, al tiempo que lo exonera (43-44). Esto resta todo mérito, claro, a la función paterna, ya que el Nombre-del-Padre (que escribo deliberadamente como tal) sobredimensiona de forma algo tosca los nombres de la historia judía, checa, alemana y praguense, así como los de las relaciones ciudad-campo y hombre-mujer. El padre es el que agacha la cabeza y cede a la necesidad de integrarse. En resumen, el padre judío de la Mitteleuropa es un marrano que aparentemente ha triunfado, al precio de perder parte de su historia y de su nombre. No podemos ignorar el recuerdo de Freud del padre zarandeado que recoge en silencio su sombrero caído en el barro, ni tampoco la lúcida frase de Kafka, subrayada en una nota por Hannah Arendt: «Kafka, cuya opinión sobre estas cuestiones era mucho más realista que la de cualquiera de sus contemporáneos, dijo que el complejo del padre que es el alimento intelectual de muchos […] abarca el judaísmo de los padres […] el vago consentimiento de los padres (esta vaguedad era la atrocidad) de que los jóvenes vivieran del rebaño judío: con las patas traseras seguían pegados al judaísmo de sus padres y con las delanteras no encontraban un nuevo terreno donde apoyarse»[14]ARENDT, Hannah. 1990. Hombres en tiempos de oscuridad. Barcelona: Gedisa, p. 165.
Utilizando esta dificultad de identidad como pretexto, Kafka se niega a seguir el camino del matrimonio y, además, rechaza cualquier forma de transmisión que evoque la impostura del padre. En la Carta, escribe: «me parece entonces que sólo puedo tomar en consideración los lugares que tú no cubres o que no están a tu alcance» (58). No se trata aquí de evitar neuróticamente al padre, sino de deconstruir un universal en el que se ha hecho imposible fundar una existencia singular en nombre propio en tanto que judío. Así, la escritura recompone territorios dignos de los cuentos infantiles, reencarna al hombre en animal –un devenir animal, à la Deleuze- y deshace el nombre. La palabra ya no es el asesinato de la cosa: está en continuidad con la vida. Kafka odia las metáforas, y su estilo lo confirma. Como sugieren Deleuze y Guattari, «para eso era necesario amplificar a Edipo hasta el absurdo, hasta lo cómico, escribir la Carta al padre»[15]DELEUZE, GUATTARI, Kafka…, Op. Cit., p. 21, pues la fuerza de Kafka reside en poner al padre en su lugar. El de Praga no niega que su progenitor influyera en él, pero añade: «los primeros comienzos de mi desdicha […] íntimamente necesarios, se acercaban revoloteando como moscas, y hubiera podido alejarlos tan fácilmente como se aleja a las moscas» (1171). Kafka no se engaña al utilizar al padre, o al menos al padre imaginario. Sean cuales sean los tintes de la Carta al padre, la pienso organizada según una lógica que solo se revelará en un falso diálogo final: «O mucho me equivoco, o también con tu carta actúas como parásito mío. A esto contesto que todas las objeciones que haces pueden también volverse contra ti en su mayoría, y que no se originan en ti, sino en mí» (62-63).
K. busca der Bau, la salida o madriguera, allí donde el padre no ha sabido encontrar su camino. De este modo, el padre, agrandado hasta el extremo, recargado con el acreditado humor de Kafka, caerá en el olvido al disolverse en los territorios de la escritura. Atrás quedará la angustia de tener que conmemorar, en nombre del Padre, un absurdo sacrificio de la vida y de la existencia. El tiempo de la escritura constituirá la única salida otro mundo, otro planeta, según sus propias palabras. Y es aquí donde se pone de manifiesto la complejidad de los dispositivos que componen esta elección. Excepto en las cartas con destinatario, que tienen un estatus especial, el nombre propio de Kafka desaparece. Lo que queda son nombres de pila codificados y, la mayoría de las veces, una letra, K, que subraya un simulacro de metáfora autobiográfica. Pero esta K es un señuelo, demasiado cercano al patronímico para ser honesto. K es también la primera letra de kavka, grajo en checo; signo, pues, de otros territorios: un gueto rural y una lengua menor (el checo) que la familia Kafka han dejado atrás. Su padre había hecho del grajo el escudo de armas de su primera empresa en Praga. Sin embargo, este tótem familiar no se convirtió en un arquetipo fóbico para Franz. Más bien, entre otras cosas, se convirtió en la letra del nombre de un animal, de un devenir-animal. Debe entenderse que la letra K no tiene ninguna relación con el origen, sino que es, más bien, una especie de marca registrada de historias y devenires. Kafka mantuvo un cierto nivel de placer en la vida cotidiana, a costa de las insatisfacciones y los síntomas mencionados en sus breviarios, pero, sobre todo, lo instrumentalizó para conseguir lo que más deseaba: escribir. Como cuenta en su Diario, pero también en Preparativos de boda en el campo (¡qué humor excelso el de este título, dado su rechazo al matrimonio, su crítica a la negación de la tradición por parte de su padre y su huida hacia la escritura!): «Mando a mi cuerpo vestido. […] Porque yo, yo estoy acostado entretanto en mi cama, lisamente cubierto por la colcha castaño amarillento» (75).
Salvo que yo es otro planeta. Babel ha fracasado, por la deficiencia inherente a la propia humanidad, afirma con justicia Stéphane Mosès[16]MOSÈS, Stéphane. 1997. El Ángel de la historia. Rosenzweig, Benjamin, Scholem. Madrid: Cátedra, p. 13. El planeta es K. Las cartas escritas en el nombre de K., múltiples canales que actúan como conductos de inspiración y como fuerza de escritura. Para él, las mujeres eran el mayor catalizador de energía, y las epístolas a Felice y Milena marcan el ritmo. Tomando prestada otra imagen de Deleuze y Guattari, Kafka vampiriza[17]Vid., DELEUZE, GUATTARI, Kafka…, Op. Cit., p. 47 sus escasos encuentros femeninos en la escritura para conservar la fuerza de crear un mundo. Convierte lo imposible del sexo –tomado como objeto- en tinta (¿un ancla?) para lograr una especie de transfusión de vitalidad. Es como un pacto demoníaco en su perfecta inocencia, como señala en su Diario (1029). La inocencia, ya compartida con el padre en la Carta, llega a implicar incluso al diablo (sic). Kafka sabe perfectamente lo que está en juego para él. Este contrato –más parecido a las exigencias éticas de Fausto a Mefisto- muestra que Kafka jamás entraría en el más mínimo tipo de compromiso con una mujer: este hecho axiomático es la piedra angular de toda la construcción del Schloss kafkiano, así como el punto en el que se producen los acontecimientos. Depende de cada uno interpretar, o no, esta constante. Kafka se sirve de las condiciones de la fantasía y no de la fantasía misma. No se convierte ni en objeto ni en fetiche del Otro. Si es posible, como le pregunta a Brod, «encariñar a las chicas escribiéndoles»[18]KAFKA, Briefe…, Op. Cit., p. 97, no es como estrategia para realizar la fantasía, sino para crear, y siempre en otro lugar distinto a aquel donde pudiera haber una conexión sexual. No es irrelevante que sus principales periodos de producción literaria coincidieran con estos ciclos de intercambio epistolar. Por supuesto, esta estrategia se contradice en el mundo real con un retorno no de la culpa, sino de la angustia; una angustia por estar encerrado, por hacerse el muerto o incluso por caer enfermo.
Es este riesgo de colapso lo que compensan en parte los relatos cortos y las narraciones. Para muchos, su función es revitalizar la escritura y fijar la angustia, esencialmente (pero no solo) en el devenir-animal deleuziano. No por nada, su novela más conocida lleva el nombre mismo de lo que en ella se programa: La metamorfosis. La cucaracha que se agita en la cama no es una imagen paranoica del sujeto, porque ya no es sujeto. El insecto Samsa existe como tal una mañana, desde el momento en que se despierta fuera del capullo de una neurosis anunciada. Muchos otros relatos contienen esta dimensión. Al título de su último texto, Josefine, die Sängerin [Josefina, la cantora], Kafka añadió, antes de morir, oder Das Volk der Mäuse [o el pueblo de los ratones][19]KAFKA, Franz. 2017. Cuentos completos. Madrid: Valdemar, pp. 622-644. Josefina es una cantante que silba. La vida fluye en esta indiscutible singularidad, y es igualmente indiscutible que llegamos a escucharla sin sorpresa. Hasta que muere y seguimos adelante. Josefina silba para un pueblo de ratones. Eso es todo. Si la palabra testamento fuera válida para Kafka, es este último destino animal del nombre el que mejor indicaría por qué no quería realmente que una obra sobreviviera después de él: porque sus escritos no son para ser leídos. Al menos, no deben ser leídos más que como literatura menor. En otras palabras, hay que acogerlos, por ejemplo, como quien espera cada tarde el silbido múrido de Josefina. Sería demasiado largo detallar aquí los numerosos avatares animales atribuidos a la humanidad, o incluso las opciones antropomórficas adoptadas por los animales (véase Informe para una Academia o Investigaciones de un perro). Una vez más, no se trata en absoluto de metáforas o parábolas (como en las fábulas de La Fontaine o ciertas ficciones sociopolíticas como las de Orwell). Aquí el animal es una solución para el hombre, en un darwinismo de lo más paradójico. Si volvemos a La metamorfosis, podremos recordar cómo Gregor Samsa se despierta convertido devenido insecto, escapando del código familiar. Pero esta línea de fuga, aunque indique una voluntad, un deseo, será finalmente un callejón sin salida: el regreso a la humanización, al seno familiar, conducirá a Gregor Samsa a la muerte. Es un fracaso del movimiento, la obstinada insistencia de lo real.
Es difícil no pensar aquí, a propósito de la angustia y sus desenlaces, en lo que Lacan sostuvo en la única lección que dio sobre Los nombres del padre: «No es verdad que en la fobia el animal aparezca como metáfora del padre. La fobia es solo el retorno de algo anterior, según decía Freud refiriéndose al tótem»[20]LACAN, Jacques. 2005. De los Nombres del Padre. Buenos Aires: Paidós, p. 98. Algo anterior, es decir, el retorno de un goce anterior al amor del padre. El comentario de Lacan se basa en el sacrificio exigido a Abraham por El Shaddai, antiguo recuerdo de Yahvé. El Carnero que se precipita al lugar del sacrificio es él mismo un Elohim, la criatura anterior al hombre. Es un dios original, lujurioso y oscuro, que viene a deleitarse con el sacrificio sangriento. Como ídolo, es el antepasado tutelar del clan de Abraham. El Shaddai (asistido por el ángel que detiene el brazo de Abraham) ordena al Carnero que se convierta en el objeto mismo del sacrificio. Al subtitular un tótem vivo con la sangre de un hijo, se separan definitivamente el deseo de Dios y el placer animal. Esta separación definitiva afectará al Pueblo Elegido, sometido a la condición de un simbolismo conmemorativo inmutable. Porque para alcanzar el deseo, el deseo de Dios, debemos doblar el cuello como Abraham. Quien rechace el rito será excomulgado. Este episodio del Antiguo Testamento instaura en nuestra cultura el mito fundador del origen violento del deseo y de la ley. Mi idea es que Kafka, lector fenomenal de Kierkegaard, habría dotado a su devenir-animal de una lectura irónica de la Biblia: por ejemplo, en su tratamiento de la angustia y el deseo, arrebata lo metafórico a la función del sacrificio del Carnero. Para Kafka, este intento de volver a una vitalidad animal nunca sucede sin rechazar antes la función del Nombre-del-Padre. Kafka, y así lo deja caer en algunos momentos de su Diario, pretende utilizar todos los medios de la época y de la tradición para lanzarse a la insatisfacción e instrumentalizarla en sus relatos. Al hacerlo, logra una forma de singularidad, a costa de disolver su nombre en líneas de fuga.
No estoy del todo de acuerdo con la crítica de Deleuze a la interpretación de Brod, cuando insiste el primero en el problema de la identidad religiosa de Kafka, que en su opinión es más importante que el padre edípico para explicar su obra. Es cierto que esta cuestión es sin duda un síntoma del propio Max Brod, pero yo pienso que Kafka utiliza la tradición –más que al padre- para escribir. El paradigma de esto sería la escena de pesadilla que solemos leer como final de El Proceso, y que fue escrita mucho antes que el resto del manuscrito: K. es sacrificado por dos esbirros en una posición que recuerda a la de Isaac en el célebre cuadro de Caravaggio. La ejecución, sin verdugos ni condenados reales, termina con las palabras «como un perro»[21]KAFKA, Franz. 1983. Obras escogidas. Barcelona: Círculo de Lectores, p. 228. A pesar de que el abuelo paterno de Kafka era carnicero, lo que escuchamos aquí es algo así como una tentativa casi perversa condenada al fracaso: K. se presta a un sacrificio demencial para unirse al perro no metafórico que es. Aquí no hay ángel de la nominación para humanizar el deseo. Y si digo que se trata de una tentativa casi perversa es porque Kafka no está dispuesto a hacerse, como escribe Lacan en Subversión del sueño y dialéctica del deseo, «instrumento del goce del Otro»[22]LACAN, Jacques. 2003. Escritos. México: Siglo XXI, p. 803.
Es como si se apoyara únicamente en el deseo, con el lenguaje como un medio para dar forma a ese deseo, igual que ocurre con sus célebres y enigmáticos aforismos[23]GRAY, Richard T. 1987. Constructive Destruction. Kafka’s aphorisms: literary tradition and literary transformation. Tübingen: Max Niemeyer Verlag, pp. 175-176, resignándose a que el goce siga su propio flujo incontrolable. He incluido deliberadamente ese fragmento final de El Proceso, puesto que nada hace pensar que Kafka pretendiera que fuera la conclusión, sino más bien como una escena onírica en la que K. se une al placer animal que Kafka le asigna mientras se mueve. Lo que define las novelas de Kafka, su función, es precisamente que no tienen fin. Como sabemos, siempre van precedidas de borradores en forma de cuentos. Fue cuando éstos no funcionaron, cuando no le parecieron más que representaciones estériles, o cuando fracasaron (como en el devenir-animal) cuando surgió la necesidad de una tercera forma de arreglo: manuscritos más largos, novelados. Constituyen una maquinaria laberíntica de rostros dislocados, de figuras torcidas, asociaciones extrañas, consideraciones ingenuas o metafísicas y complejos, a veces esperpénticos, funcionamientos individuales y sociales. Es un deambular que no se detiene, siempre en camino y sin saber, sin esperar siquiera, si se arribará, al final, a buen puerto[24]Vid., AUSTER, Paul. 1992. «Apuntes sobre Kafka», en El arte del hambre. Barcelona: Edhasa, pp. 24-26; ORTIZ ALBERO, Miguel Ángel. 2024. Por el camino de Kafka. Deambulaciones de K. Madrid: Fórcola, casi como quien visitara un país extranjero con una sensación cercana al concepto freudiano de Umheimliche, lo inhóspito o siniestro.
Pero, quizá por todo lo anterior, es verdad que en El proceso, En la colonia penitenciaria o El castillo resulta imposible llegar a una conclusión definitiva. Los finales adoptan la forma de pseudometáforas inciertas, que apuntan a otras disposiciones y líneas de pensamiento. La huida de Kafka de la realidad. Es sin duda este tipo de producción el que más se aleja de la realidad de la angustia, precisamente porque nunca se plantea una conclusión. Los manuscritos forman una combinación múltiple de entradas y salidas, una madriguera donde al final lo único que queda es una máquina cuyo papel se olvidaría si se dejara tal cual. Si las novelas forman parte de un arreglo existencial, en mi opinión también constituyen lo que podría llamarse el cuerpo glorioso de Kafka. Salvo que este cuerpo es anónimo. Los manuscritos sólo pueden funcionar, so pena de desvitalización y colapso, en su interacción con las cartas y otras noticias en curso. Se trata de una transfusión incesante de vida, siempre desterritorializada, irrepresentable. A riesgo de agotamiento, fenómeno que marcó la vida de Kafka en varias ocasiones. Es probable que no todos sus quebrantos físicos y mentales puedan atribuirse a una fragilidad constitutiva o a una enfermedad.
En cuanto a la relación de su literatura con la ley, sería arduo enumerar las numerosas consideraciones relativas. Eso requeriría varias tesis que, además, ya existen. En su lugar, creo justo limitarme al modo en que el praguense fue capaz de responder al deseo. A este respecto, refuto una interpretación de Kafka basada únicamente en una incapacidad estructural para hacerlo, en razón de la exclusión del Nombre del Padre. Me parece que Kafka quiso cuestionar este punto y trató de encontrar una respuesta que le fuera propia. Podríamos debatir indefinidamente si no seguir el camino del padre fue o no una elección forzada para él, pero lo que es, en verdad, indiscutible, es que ha deconstruido radicalmente el contexto universal en el que se produjo este rechazo, y que este acto es suyo por derecho. Para apoyar esto, voy a recurrir al pensamiento de un casi contemporáneo de Kafka, Walter Benjamin, presentado como filósofo del lenguaje y del arte (si es que eso significa algo). Benjamin contrapone esencialmente dos tipos de violencia: una fundacional y otra representacional. Para él, y sin entrar en los entresijos de su elaboración, nadie puede sostener una verdadera legitimidad como tal. La justicia pura es del orden de un acto cuyo significado sólo puede darse a posteriori. Por supuesto, esta idea está apuntalada por la cuestión del advenimiento de la Ley judía y su interpretación cristiana. Se trata de la concepción de la autoridad mística de la ley.
Para aclararnos, creo que sería útil referirnos aquí a Moisés –recordemos que incluso el propio Northrop Frye, en su Anatomía de la Crítica, nos ha dicho que la obra de Kafka podría suponer una serie de comentarios sobre el Libro de Job[25]FRYE, Northrop. 1973. Anatomy of Criticism. New Jersey: Princeton University Press, p. 42-, pero no al de Freud y el monoteísmo, sino al evocado por Lacan en la lección sobre Los nombres del Padre que he mencionado antes. Este Moisés, muy vivo, desciende del Sinaí y reinterpreta en acción para su pueblo lo que fue el escenario del sacrificio de Abraham. Antes se había encontrado, solo y angustiado, con la realidad de una voz sin nombre: אהיה אשר אהיה, yo soy el que soy. Esta voz es la que ya había hablado a los patriarcas a través de El Shaddai. Cuando regresa a la humanidad, armado con las Tablas de la Ley, se da cuenta de que la Escritura aún no es suficiente para separarlos del placer idólatra. Así que rompe el símbolo y se levanta en respuesta al deseo de Dios: quema el Becerro de Oro. Para su pueblo, Moisés se convierte en el agente de un deseo violento provocado por un Dios de nombre impronunciable. Quedamos, como dice Pietro Citati de K., en un extraordinario ensayo, extenuados por la fatiga de adentrar en el espacio divino[26]CITATI, Pietro. 1993. Kafka. Madrid: Versal, p. 249, porque lo divino es también lo mísero e informe, o lo que se oculta[27]Ibíd., p. 217, y nos convertimos, como sus personajes, en víctimas de aquello que pretendíamos desafiar. Dejo de lado la difícil cuestión del estatuto de la letra de la Ley en relación con la voz fundamental. Queda por saber si el deseo es el locus de una teología negativa, de un ateísmo o de un nombre de Dios. La respuesta es indescifrable, salvo para cada uno.
Para Benjamin, el problema no es uno de violencia divina fundamental. Más bien radica en las interpretaciones estatales de la justicia. Para él, el riesgo es el de un uso perverso de la autoridad legitimada. Destaca el hecho de que los organismos reguladores (como la policía) caen en la trampa de hacer la ley. Esto le lleva a criticar los regímenes parlamentarios, e incluso la noción de democracia. Hay que entender que, más allá de sus usos políticos (muy ambiguos), la cuestión de la violencia de la ley está ligada a la del origen del lenguaje y del nombre, que informa toda su obra. En este sentido, no es sorprendente que Walter Benjamin inspirase algunas de las meditaciones de Agamben, citado a menudo en las comunidades psicoanalíticas. Intentaré demostrar que lo que parece –y hay que decir parece, porque el pensamiento de Benjamin es muy complejo- subyacer a su crítica de la violencia le llevó sin duda, impulsado por la lógica nazi, a concluir en la acción trágica. Para situar en el tiempo el diálogo que estoy estableciendo entre Kafka y Benjamin, digamos que cuando se publicó en Alemania Crítica de la violencia, Kafka pudo haberlo leído. Sabía, estaba enterado, y por eso lo escribió, de que fuerzas terribles estaban listas para llamar a su puerta, aunque aún no pudiera nombrarlas como estalinismo y nazismo. No es casualidad que la burocracia y la eliminación casi técnica del hombre sean materiales esenciales en su obra. Benjamin se suicidó, como es sabido, cerca de la frontera española en 1940, en el umbral de la Endlösung. Lo que puede parecernos una entrega a una angustia injustificada, es más bien una forma de salvarse. Esta angustia mortal no es otra cosa que la contrapartida lógica de un signo de gran significación, que él había dejado al firmar este texto sobre la violencia con su nombre de pila únicamente: Walter.
Debo esta incisión a la extraordinaria aclaración de Derrida sobre los ambiguos vínculos de Benjamin y Heidegger con la noción de destrucción, que puede encontrarse en Fuerza de ley[28]DERRIDA, Jacques. 2008. Fuerza de ley. El «fundamento místico de la autoridad». Madrid: Tecnos, pp. 69-151. Para decirlo claramente, el hecho de que Walter Benjamin borre el nombre en su propio texto no guarda ninguna relación con el uso de la K en la obra de Kafka. El primero deja implícitamente en manos de Dios la firma del posible sacrificio del nombre y del cuerpo, mientras que el segundo rechaza esta ocurrencia, al menos en este modo. El primero, mediante un espacio en blanco y el equívoco sugerido al final del texto entre Walter y die waltende[29]Ibíd., p. 77, deja que sea la justicia divina la que firme la violencia. El otro opta por emigrar, o más bien por emigrar a sus propios territorios de escritura. Resulta extraño cómo el término desterritorialización, tan apreciado por Deleuze a propósito de Kafka, puede connotar, en un sentido negativo, la angustia absoluta que se apoderó de Benjamin cuando se vio obligado a cruzar una frontera, una frontera muy real. Pero en ese momento, ¿no era lo real para él precisamente su ambigua y neurótica relación con el lenguaje, con la ley y con el nombre, que se hizo añicos? Esta vez, cabe preguntarse, aquel pequeño jorobado de la canción infantil alemana que le cantaba su madre, el pequeño jorobado que hasta entonces había dado nombre a sus meteduras de pata y causado su torpeza, ¿era Dios o una tecnología sin nombre? Una lectura algo superficial podría equiparar las posiciones de ambos hombres.
En El Proceso, donde hay ley hay, sin duda, deseo. La justicia es deseo, deseo violento y, como amante de la literatura de Flaubert que era, es precisamente la ley lo que se desea proclamar, asegurar al fin. Leemos en Canetti: «si esta vez se trata de Flaubert, para Kafka es como si fuera la ley de Dios, y él su profeta»[30]CANETTI, Elias. 2023. Sobre Kafka. El otro Proceso. Barcelona: Galaxia Gutenberg, p. 230. Ese deseo de la ley es algo que Walter Benjamin no negaría. Es más, para Kafka, la ley solo existe en la disposición mecanicista de la justicia, algo que Benjamin encontró con horror en la realidad del nazismo. Pero es importante comprender que Kafka, a diferencia de Benjamin, no permite que el Otro firme el deseo en su lugar. El borrado del nombre tiene un significado opuesto para cada uno de ellos. Para Benjamin, se trata probablemente de una evitación neurótica del deseo del Otro, dejando a Dios la última palabra sobre la violencia. Pero, como señala Derrida, ¿qué podría haber dicho sobre la solución final si no se hubiera eliminado a sí mismo de antemano? Por su parte, Kafka se retira de la cuestión de la transmisión del deseo, aunque a veces parezca hacer un uso perverso del Otro. Sin embargo, podemos, y debemos, evocar posiciones éticas diferentes para Kafka y Benjamin en relación con el nombre de judío (a riesgo de utilizar una categoría que se ha vuelto casi genérica por estar tan manida). Corresponde a cada lector no correr el riesgo insensato de intentar interpretar estas soluciones singulares universalizándolas en la interpretación de un ser-judío. Dejaré pues de lado todo el debate actual sobre esta fascinante cuestión. Hay que subrayar, sin embargo, que las opciones éticas de estos dos escritores se sitúan en niveles diferentes, como se sitúan, igualmente lejos, uno de otro, Kakfa y Joyce. Recordemos lo que Hélène Cixous ha dicho, comparándolos: «muy al contrario que Kafka, Joyce, como católico, nunca acaba con la ley. Su inconsciente se adentra por completo en el espacio cristiano de la falta. El debate se desarrolla de un modo muy distinto al de Kafka, que quería estar fuera del espacio de la ley»[31]CIXOUS, Hélène. 1991. Readings: the poetics of Blanchot, Joyce, Kafka, Kleist, Lispector, and Tsvetayeva. Minneapolis: University of Minnesota Press, p. 7.
Benjamin, por su parte, se mantiene en la línea de la inversión kantiana de la concepción griega de la ley a la concepción judeocristiana de la ley. En otras palabras, mantiene el horizonte de una trascendencia absoluta. Su preocupación por la interpretación perversa de la justicia anticipa a nivel institucional lo que Jacques Lacan desarrollará en su texto Kant con Sade[32]LACAN, Escritos…, Op. Cit., pp. 744-770. Kafka parece formar parte de este renacimiento kantiano, marcando su escisión de este saber en tanto que judío. De hecho, no le importa: utiliza la imagen de la ley, su funcionamiento, para alcanzar sus fines creativos hasta el punto de que, como afirma Lida Kirchberger, «la justicia solo puede triunfar sobre los que cortejan la derrota»[33]KIRCHBERGER, Lida. 1986. Franz Kafka’s use of Law in fiction. A new interpretation of In der Strafkolonie, Der Prozess, and Das Schloss. New York: Peter Lang, p. 86. Con ella y con Deleuze sabemos que Kafka elige un campo ilimitado de inmanencia (el del deseo), en lugar de una trascendencia infinita (la de la ley), quedando la ley reducida a su agencia maquínica y justiciera: sirve de plataforma o caldo de cultivo al deseo, aunque mate.
Me pregunto, ahora que hemos llegado hasta aquí, si es posible, si es necesario, entonces, llegar a una conclusión sobre Franz Kafka. Seguimos recurriendo a sus páginas, como escribe Costas Despiniadis, porque nos preguntamos, una y otra vez, por nuestro propio destino[34]DESPINIADIS, Costas. 2022. Franz Kafka. El anatomista del poder. Madrid y Aranjuez: Milvus, El Garaje, FAL Aranjuez y Cuadernos de Contrahistoria, p. 65. ¿Conclusión, entonces? ¿Es que no se trata, apenas, de un final y no del final? Porque, ¿qué significa interpretar? Al fin y al cabo, K. siempre revolotea entre sus significados: pájaro disfrazado de hombre, hombre de nuevo animal, sombra de un sueño… lo extraño es hasta qué punto, cien años después de su desaparición terrenal, K. nos persigue, como un nombre que todos tenemos de alguna forma. Permitidme proclamar una vez más el nombre de K., pero hacerlo en secreto, ya que la muy ambivalente clam significa, como bien sabía Plutarco[35]PLUTARCO. 1989. «Cuestiones Romanas», en Obras morales y de costumbres (Moralia) Vol. V. Madrid: Gredos, p. 39, a escondidas, en privado, clandestinamente, mientras que clamare significa gritar, proclamar. Imagino entonces la proclamación de K. como ese convocatoria pública, reunido el pueblo amenazado, convocado al son del shofar, ante la inminencia de algún pogromo. Exigir la escritura: el cálamo del escriba. Que el toque de difuntos de Franz Kafka resuene en este nombre que pronto será borrado, el clamor sordo de la letra que se escapa en lugar de una firma que él habrá tachado, un siglo después de reunirse con el Altísimo. Porque este nombre despojado de todo apego, nombre de la deconstrucción del Otro, esta letra en cuyo nombre he empezado hablando aquí… ¿no es acaso la marca, el cuño de lo vivo?
Título: Carta al padre / Diarios |
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Referencias
↑1 | KAFKA, Franz. 1974. Obras Completas II. Escritos íntimos. Barcelona: Planeta, p. 999 (en adelante, todas las citas, extraídas de esta edición, serán consignadas entre paréntesis) |
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↑2 | SILVA, Lorenzo. 2008. El Derecho en la obra de Kafka. Una aproximación fragmentaria. Barcelona: Rey Lear, p. 24 |
↑3 | Término intraducible (Padre–versión, versión del padre, versión hacia el padre, perversión del padre) que aparece, por primera vez, en R.S.I., el seminario de 1975, aún inédito, de Lacan (Vid., LACAN, Jacques. 1975. «Le Séminaire XXII: R.S.I.», en Ornicar? 2, pp. 89-97, 100-105; Ornicar? 3, pp. 96-110; Ornicar? 4, pp. 92-106; Ornicar? 5, pp. 16-66). |
↑4 | BLANCHOT, Maurice. 2006. De Kafka a Kafka. México: Fondo de Cultura Económica, pp. 234-235 |
↑5 | STACH, Reiner. 2016. Kafka. Los primeros años y los años de las decisiones. Barcelona: Acantilado, p. 31 |
↑6 | BUTLER, Judith. 2014. ¿A quién le pertenece Kafka? Chile: Palinodia, pp. 7-31 |
↑7 | Kafka utiliza la palabra alemana Mutter, en el original (Vid., KAFKA, Franz. 1990. Tagebücher. Kritische Ausgabe. Frankfurt a.M.: Fischer, p. 102) |
↑8 | KAFKA, Franz. 1958. Briefe 1902–1924. Ed. Max Brod. Frankfurt a.M.: Fischer, pp. 337–38 |
↑9 | JANOUCH, Gustav. 1969. Conversaciones con Kafka. Barcelona: Fontanella, p. 106 |
↑10 | STACH, Kafka…, Op. Cit., p. 476 |
↑11 | DERRIDA, Jacques. 2003. Papel Máquina. La cinta de máquina de escribir y otras respuestas. Madrid: Trotta, p. 31 |
↑12 | Ibíd., p. 59 |
↑13 | DELEUZE, Gilles, Felix Guattari. 1990. Kafka. Por una literatura menor. México: Era, p. 19 |
↑14 | ARENDT, Hannah. 1990. Hombres en tiempos de oscuridad. Barcelona: Gedisa, p. 165 |
↑15 | DELEUZE, GUATTARI, Kafka…, Op. Cit., p. 21 |
↑16 | MOSÈS, Stéphane. 1997. El Ángel de la historia. Rosenzweig, Benjamin, Scholem. Madrid: Cátedra, p. 13 |
↑17 | Vid., DELEUZE, GUATTARI, Kafka…, Op. Cit., p. 47 |
↑18 | KAFKA, Briefe…, Op. Cit., p. 97 |
↑19 | KAFKA, Franz. 2017. Cuentos completos. Madrid: Valdemar, pp. 622-644 |
↑20 | LACAN, Jacques. 2005. De los Nombres del Padre. Buenos Aires: Paidós, p. 98 |
↑21 | KAFKA, Franz. 1983. Obras escogidas. Barcelona: Círculo de Lectores, p. 228 |
↑22 | LACAN, Jacques. 2003. Escritos. México: Siglo XXI, p. 803 |
↑23 | GRAY, Richard T. 1987. Constructive Destruction. Kafka’s aphorisms: literary tradition and literary transformation. Tübingen: Max Niemeyer Verlag, pp. 175-176 |
↑24 | Vid., AUSTER, Paul. 1992. «Apuntes sobre Kafka», en El arte del hambre. Barcelona: Edhasa, pp. 24-26; ORTIZ ALBERO, Miguel Ángel. 2024. Por el camino de Kafka. Deambulaciones de K. Madrid: Fórcola |
↑25 | FRYE, Northrop. 1973. Anatomy of Criticism. New Jersey: Princeton University Press, p. 42 |
↑26 | CITATI, Pietro. 1993. Kafka. Madrid: Versal, p. 249 |
↑27 | Ibíd., p. 217 |
↑28 | DERRIDA, Jacques. 2008. Fuerza de ley. El «fundamento místico de la autoridad». Madrid: Tecnos, pp. 69-151 |
↑29 | Ibíd., p. 77 |
↑30 | CANETTI, Elias. 2023. Sobre Kafka. El otro Proceso. Barcelona: Galaxia Gutenberg, p. 230 |
↑31 | CIXOUS, Hélène. 1991. Readings: the poetics of Blanchot, Joyce, Kafka, Kleist, Lispector, and Tsvetayeva. Minneapolis: University of Minnesota Press, p. 7 |
↑32 | LACAN, Escritos…, Op. Cit., pp. 744-770 |
↑33 | KIRCHBERGER, Lida. 1986. Franz Kafka’s use of Law in fiction. A new interpretation of In der Strafkolonie, Der Prozess, and Das Schloss. New York: Peter Lang, p. 86 |
↑34 | DESPINIADIS, Costas. 2022. Franz Kafka. El anatomista del poder. Madrid y Aranjuez: Milvus, El Garaje, FAL Aranjuez y Cuadernos de Contrahistoria, p. 65 |
↑35 | PLUTARCO. 1989. «Cuestiones Romanas», en Obras morales y de costumbres (Moralia) Vol. V. Madrid: Gredos, p. 39 |