
Existe un fenómeno óptico atmosférico que dura apenas unos segundos y que ocurre justo después de la puesta de sol y antes de la salida de la luna. Se conoce como «el rayo verde», aunque también es una novela de Julio Verne (1882) y un film de Rohmer (1986). Y acerca de este último escribí en un verano de hace un par de años, imaginando lo emocionante que sería estar sentada frente al mar, contemplando su inmensidad, en espera de ese instante casi mágico. En las películas de Rohmer nunca sucede nada extraordinario. Tienen la simplicidad de lo cotidiano y la herida de los sueños aparcados. Delphine, la protagonista de éste, se queda perpleja ante las señales repetitivas que encuentra en su camino. Cartas en la calle, que no sabe cómo interpretar, y un color que la persigue. Sola. Algo triste. Su amiga no la acompañará en vacaciones. Está decidida a viajar, pero ningún plan parece adecuarse a lo que ella ansía. Coge un tren, se baja en una estación, trata de conocer gente, huye a otro destino y vuelta a empezar. Es una chica normal, no una heroína, ni una belleza singular. No ambiciona la riqueza, ni el poder, ni lucha contra la injusticia, sólo se deja llevar. Busca, aguarda, observa, pero nada cambia. Puede que sólo precise mirar el horizonte y no parpadear hasta hallar ese destello que, como escribió Verne, se presente como «un verde que ningún artista podría jamás obtener en su paleta».
Inicialmente, la novela –una de las más desconocidas del autor francés- se publicó por entregas en Le Temps y puede que sea el más romántico de sus viajes extraordinarios. Si nos centramos en ella, también su personaje principal, Helena Campbell, se abandona a aquello que le acontece; aunque necesite con urgencia un cambio, algo que la desvincule de la senda trazada por otros: su compromiso matrimonial con Aristobulus Ursiclos, el muchacho que sus tíos han escogido como candidato perfecto. Sabe cuáles son las expectativas que los demás tienen hacia ella, pero no admitirá renunciar a la locura que la arrolla y chispea en su interior. El rayo verde, el color del paraíso, el de la esperanza, será visible en el ocaso de la tarde, en una isla oculta o en mitad de una ruta marítima. No importa que dure poco. Está dispuesta a dar la vuelta al mundo, con tal de hallarlo y guardarlo para siempre en su memoria.
No es extraño que la narración se detenga en descripciones minuciosas de paisajes y costas, pues el mismo Julio Verne se consideraba un devoto del mar y, como tal, entre 1879 y 1884, navegó hacia Inglaterra y Escocia, a Irlanda, Noruega, Países Bajos, Alemania, Dinamarca e, incluso, al Mediterráneo. Es este el escenario idóneo para que la señorita Campbell, amante de las historias maravillosas, fantasee por la cubierta del vapor, contemplando aldeas, pueblos y ciudades. Su actitud hacia la vida no se basa en lo demostrable, ni en lo físico y tangible, sino en la nebulosa de la superstición y de la mitología. Nada que ver con el pensamiento racional y científico de su pretendiente, cuyo único fin en las conversaciones es argumentar premisas sustentadas en teorías reconocidas. La joven anhela el riesgo de la aventura, ni siquiera pretende una respuesta. Acaso, ¿no confronta Verne dos posturas bien diferenciadas a lo largo de los siglos? Él, que fue condecorado con la Legión de Honor (1892) por sus aportes a la educación y a los avances científicos, y aún hoy se le señala como uno de los padres de la ciencia ficción, impregna estas páginas con tintes autobiográficos. “De la Tierra a la Luna” (1865), “Veinte mil leguas de viaje submarino” (1870), “La vuelta al mundo en ochenta días” (1872) y “Viaje al centro de la Tierra” (1864) también son un claro ejemplo de ello.
Pero, ¿qué simboliza el rayo verde, lejos de leyendas y explicaciones naturales? Durante su lectura, lo perseguimos entusiasmados, nos sentimos cercanos a él y, fastidiados, cuando parece imposible atraparlo. Resulta escurridizo, como todas esas grandes metas a las que aspiramos a lo largo de la vida, a las que dedicamos tiempo y esfuerzo; incluso, llegando a sacrificar pedacitos de luz y parcelas personales en esa carrera de fondo, que se antoja lenta e inestable. A veces, esos objetivos a medio o largo plazo se muestran insaciables, demandan más y más; eclipsan otras rutas alternativas, haciéndonos creer que es ahora o nunca, o que no existe otra opción. Antes o después, se consiguen… o no. ¿Y qué pasa? Nada. Por suerte, los días se concatenan y siempre cuentan con veinticuatro horas, con sus minutos correspondientes, preparados para cualquier pensamiento o idea que nos propongamos. Lo realmente valioso es que, tras ese peregrinaje, ya no somos los mismos. Decepciones y triunfos nos forjan, nos transforman; porque nada puede definirse como inocuo, ni banal, cuando se trata de vivir. Puede que, además, lo más importante no sea el puerto al que se arriba, sino el trayecto recorrido.
El rayo verde es la felicidad o la promesa de la misma.
Helena y Delphine, Rohmer y Verne, tú y yo, la hemos implorado alguna vez; cada uno, a través de nuestros medios, influidos por deseos y vínculos, pulidos por una cultura y una época, pero con brillo en los ojos y suspiros entrecortados. Ese bien tan preciado no es más que un estado de ánimo, una emoción subjetiva y sujeta a un concepto propio. No es un fin, tampoco un lugar.
¿Logrará su pretensión la señorita Campbell? Esto se revelará al final, después de una obstinada persecución de días y semanas, sobrellevando contratiempos y hasta peligros allende el mar. A esas alturas, el lector, dependiendo de su itinerario particular, lo verá o, simplemente, quedará perplejo y confundido ante los hechos.
Atentos y buena suerte.
Título: El rayo verde |
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