La irrupción de Donald Trump I, a modo de emperador de unos nuevos EE.UU., con sus imposiciones arancelarias, sus grotescas exigencias y turbadoras amenazas está sacudiendo los cimientos de todo el planeta.
Su expresa renuncia a la empatía, apartando a la nación norteamericana de los foros internacionales, está poniendo en suma dificultades de manera más particular a una Unión Europea que, hasta ahora y tras la II Guerra Mundial, había tenido como mejor socio y aliado a los EE.UU. tanto desde el punto de vista comercial como en materia de seguridad.
En el aspecto militar la OTAN, desde su fundación en 1949 y tras lograr un compromiso de mutua defensa entre países aliados, ha acabado constituyendo el principal paraguas europeo en cuestiones de defensa pero con la clara subordinación al gigante americano al soportar este la mayor parte de su presupuesto; aunque no es menos cierto que esto último pueda verse compensado con las multimillonarias compras de material bélico que realizan el resto de los integrantes de la coalición a los propios EE.UU.
En cualquier caso, en lo que toca a la Unión Europea, las actitudes de Trump I reclamando a esta un sensible incremento de sus aportaciones a la OTAN, con sus consabidas bravatas, –lo que viene a constituir igualmente un aumento de las compras a la pujante industria militar estadounidense-, vienen a poner en evidencia el principal y repetido error que viene cometiendo la U.E. en cuanto a la falta de una unión política cierta que, entre otras cosas, magnifique su posición en el tablero internacional.

Por ello, el poner sobre la mesa 800.000 millones de euros, casi de la noche a la mañana –cuando la austeridad en otras muchas materias viene siendo una seña de identidad de la propia U.E. desde hace décadas, que ha llevado a episodios tan dramáticos como los de las pasadas crisis financieras y por los que tuvieron que acabar pidiendo públicas disculpas el que fuera por entonces presidente de la Comisión Jean-Claude Juncker y una redimida Ángela Merkel después de haber sido la principal adalid de la misma-, no deja más que un mar de dudas ante el destino y consecuencias de semejante inversión.
Sin saber el cómo y para qué –a menos que se diga a la ciudadanía de manera expresa la existencia de una amenaza inmediata-, es difícil justificar tan ingente gasto, con indudables repercusiones en otras partidas y menos aún ante la falta de unas fuerzas armadas comunes bajo un mando unificado, algo que queda muy lejos de la realidad actual.
Que Europa debe abandonar su híper dependencia militar de los EE.UU. es algo más que evidente desde hace décadas pero es de la más pura lógica que se trata de una cuestión que no se puede subsanar a bote pronto y sin que se ofrezcan mayores garantías. Sobre todo cuando, desde que Trump I accediera por primera vez a su reinado y vista la deriva tanto de los EE.UU. como en el resto del mundo a favor de políticas cada vez más reaccionarias, la U.E. ni se apercibiera lo suficiente de ello ni tomara ninguna medida a pesar de las reiteradas advertencias al respecto.
Lo que pone una vez más sobre la mesa la falta de una política común decidida, prescindiendo de una vez y de paso de reglas tan absurdas como la unanimidad a la hora de la toma decisiones o el que ni siquiera sea posible expulsar a algún país miembro díscolo de la propia organización.
O lo que es lo mismo, que como resultado de una feroz ortodoxia económica y una deplorable política fiscal, la Comisión Europea y el resto de sus instituciones han quedado atrapadas por un capitalismo cada vez más despiadado.
Por eso, en semejante marco, pretender sensibilizar a los ciudadanos europeos con la propuesta de un irrisorio kit de supervivencia de 72 horas -en una vuelta de tuerca más para escarnio de Temu o Amazon- ante las presuntas amenazas que se barruntan, no deja de resultar ridículo ante los extraordinarios retos que afrontar por parte de unos próceres ensimismados durante tanto tiempo desde lo más alto de sus atalayas y al margen de la realidad diaria de los ciudadanos.