Reseña de PAU, Antonio: Rilke y la música. Trotta, Madrid, 2016
No es fácil oír lo que nos quiere decir un poeta. Son muchas otras las cosas que nos solicitan la escucha, también la de aquellos que nos cuentan sus experiencias. Vivimos en un mundo que parece un gran escaparate abarrotado de experiencias. Igual que antes hubo un filósofo que tal vez no escuchó demasiado a Rainer Maria Rilke, no tanto como todos los demás hubiéramos deseado con callada expectación, que de alguna manera se lamentaba de vivir junto a un escaparate plagado de concepciones del mundo, de weltanschauungen. A pesar de todo, una concepción del mundo es bastante más valiosa que una experiencia, al menos que una en ese sentido literario y mercantil al que apuntaba. La prueba es que ese pensador, Martin Heidegger, aunque relativamente sordo al encantamiento de Rilke, todavía le dedicaría uno de sus escritos más hermosos, perdidos en esos caminos de leñador de pensar, y lo haría en forma de pregunta, puede que hoy todavía más urgente que entonces: ¿Para qué poetas en tiempos de indigencia? No es singularmente generoso Heidegger con él, de hecho advierte que la única poesía rilkeana valedera es la que incluye las Elegías del Duino y los Sonetos a Orfeo.[1]HEIDEGGER, Martin: ¿Para qué ser poeta?, en Sendas perdidas. Losada, Buenos Aires, 1979, p. 226. De hecho, el título de esta reseña está inspirado en un verso del primer soneto. Y no es por casualidad, ya que plantea una enigmática paradoja, que es la de un poeta que dedica una de sus obras más duraderas a Orfeo, y que sin embargo se considera por lo general bastante impermeable a lo musical mismo.
A lo mejor no hay nada circunstancial en dicha sordera, la de Rilke según el lugar común, o la de nosotros mismos hacia él. Puede que haya algo esencialmente inaudible en este asunto, tal vez en un sentido no del todo ajenos a lo que el poeta denominaba lo invisible, y a lo que sin embargo se acomodaba el pasaje de los ángeles. Porque lo angélico, sea cuál sea la fuente tradicional de la que haya decidido beber el poeta (judía, cristiana o musulmana) es, de un modo sustantivo, mediación, paso o pasaje. Y eso es fundamental para establecer una reflexión antropológica, una antropología literaria si se quiere, a partir de Rilke, como la que plantea entre nosotros Jacinto Choza.[2]CHOZA, Jacinto: Al otro lado de la muerte. Las elegías de Rilke. Eunsa, Pamplona, 1991. Pero esto no es óbice, antes al contrario, para omitir la imposibilidad de una antropología teológica en él, al menos si nos referimos a alguna confesión específica, y desde luego, en absoluto a una confesión cristiana, como no deja de apuntar el mismo Antonio Pau en su magistral biografía,[3]PAU, Antonio: Rainer Maria Rilke. La belleza y el espanto. Trotta, Madrid, 2019. y que, siendo una obra de mayor ambición, en realidad la usaremos nosotros como coda del breve ensayo que intentamos comentar. Sobre ese lugar común, ese tópico de la sordera de Rilke, contamos con otra biografía importante, la de Mauricio Wiesenthal, que opera en cierto modo como un ejercicio de seducción del viajero y dandi que es el propio Wiesenthal, así que, sin mayores interrogaciones, examina la torpeza musical de Rilke, no sólo desde el punto de vista de su historial académico, sino también por lo que se refiere a sus inclinaciones o habilidades personales.[4]WIESENTHAL, Mauricio: Rainer Maria Rilke (El vidente y lo oculto). Acantilado, Barcelona, 2015. Ahora bien, un lugar común no es falso. En realidad lo malo del lugar común es que resulta demasiado verdadero, en virtud de lo que dentro de él permanece impensado. Antonio Pau adelanta una conjetura, que nosotros no rechazamos sino que intentaremos llevar un paso más allá. Me refiero a la de la música como tentación: «La mayor amenaza a ese silencio creador que tan afanosamente buscaba el poeta era la música. Porque la música atrae, hechiza seduce. A la tentación de la música sólo puede responder con un enérgico vade retro! Porque la música empieza siendo para Rilke solo eso: una tentación de abandonar el silencio, con el riesgo de que, abandonando el silencio, quedara también abandonada la obra. Y no se puede olvidar que Rilke tuvo, a lo largo de su vida una sola meta: culminar la obra que se sentía llamado a hacer».[5]PAU, Antonio: Rilke y la música. Trotta, Madrid, 2016, p. 11.
En este sentido, puede decirse que el poeta se aleja de la música como lo hace de las numerosas mujeres que han comprometido su soledad creadora.En realidad, sus epifanías musicales, que son abundantes, suelen tener a una mujer como iniciadora o acompañante. Magda, Alma o Wanda. Y es otra mujer, y no cualquiera entre muchas, sino Lou-Andreas Von Salomé, tal vez la más importante, quien muestra hasta qué punto es precisa la retirada para el equilibrio del creador: «Resulta sobremanera claro por qué hubo de costarle eso la armonía de su personalidad. Visto en profundidad, no cabe duda de que todo proceso artístico entraña un fragmento de semejante peligro, de rivalidad semejante hacia la vida: incalculablemente más peligroso aún para Rainer, porque su disposición propendía a cumplir líricamente lo casi impronunciable, a preparar alguna vez, con el poder de su lírica, la palabra para lo «indecible». Por eso, puede que en su caso ocurriera más tarde que el despliegue de la plenitud de la vida, por una parte, y el de la genialidad artística por la otra, no se fomentaran mutuamente, sino que crecieran casi el uno contra el otro; que las exigencias del arte y de una humanidad plena entraran en conflicto.»[6]ANDREAS SALOMÉ, Lou: Mirada retrospectiva. Alianza, Madrid, 1980, p. 102.
Este desfase entre lo personal y lo estético no tiene nada de extraño, parece que es casi el signo de la genialidad. En todo caso lo que llama la atención en el poeta es la autoconciencia de tal proceso de separación. Hay, no obstante, un aspecto esencial en el que coinciden el juicio de Pau y el de Lou Andreas, la mujer que acaso le conoció mejor. Me refiero a la importancia del silencio, de lo indecible y lo impronunciable, desde ambas perspectivas. Y es que carece de la menor importancia si a Rilke le gustaba o no la música, o si estaba dotado o no para ella, porque no estamos hablando de una cuestión circunstancial o subsidiaria. Un lugar común es demasiado verdadero, y esa demasía es la del resto impensado que descansa sobre él. No tenía problema el poeta con la pintura o la escultura, antes al contrario, como se deduce de su frecuentación de Rodin, de su matrimonio con una escultora, o de las muy vívidas cartas que refieren el impacto que produciría sobre él la obra de Cezanne, y de las que David Cerdá dará una imagen teñida por lo emocional: «La aproximación pletórica del poeta es la de un profano entusiasmado; la de un amante de la expresión que no hace concesión alguna a lo académico; la de un rastreador de belleza que descarta los tecnicismos y deja que las telas de viejo maestro francés tiñan sus términos. Del mismo modo viviría y poetizaría Rilke; saltándose todos los intermediarios. (…) De modo que sus luminosas y cromáticas misivas se dirigen al corazón de las obras y al alma del pintor; leyéndolas tomamos prestados por un instante los entrenados y conmovedores ojos de Rilke, que paladea cada cuadro con profundidad y alcance, con recogimiento ascético y esmero singular.»[7]RILKE, Rainer Maria: Cartas sobre Cézanne. Rialp, Madrid, 2017, p. 11. ¿Por qué la pintura y la escultura y no la música? Pues porque el lenguaje poético y el lenguaje musical están demasiado cerca. Ambos se toman en serio el decir, a diferencia del Man heideggeriano, de «se dice». El decir se alza sobre esos dichos, habladurías o Gerede. El decir, esto que toman de la mano el lenguaje del poeta y el del músico, es lo más claro pero también lo más elusivo. Porque el decir está atravesado por el silencio y lo indecible. Es lo que Amador Vega, en un ensayo de gran perspicacia sobre la Novena Elegía, que firma con José Manuel Cuesta Abad, llamará, con un brillante oxímoron, la «lógica del silencio».[8]CUESTA ABAD, José Manuel y VEGA, Amador: La Novena Elegía. Lo decible y lo indecible en Rilke. Siruela, Madrid, 2018. Porque hay esta necesidad de transformar lo indecible en silencio, de pasarlo a otro lado, de tal manera que el acallamiento no tenga neutralidad alguna, en ese respecto en el que son neutrales las habladurías. Ahora lo que se acalla es lo divino mismo. Romano Guardini fue el primero que se empeñó en rastrear las huellas de una espiritualidad, que está en la frontera, en el borde del ocaso. Dios está rodeado de silencio, si al menos una vez se hiciera un gran silencio, nos lo recuerda Antonio Pau en Rilke y la música, tocaríamos como toca Dios en todo lo que hay, en todo lo que ocurre, se duele o es (p. 25). Y cada poema queda gestado con la seda del silencio, puesto que quien calla toca la raíz de las palabras (p. 31).
El autor sigue con atento pormenor ese camino, esa vía recorrida por el propio Rilke, en la que fue de no poca importancia el encuentro con un músico, con Ferruccio Busoni. Le llega antes que nada con su pensamiento, con sus palabras. Sobre todo cuando Busoni señala que la música es la mediadora entre el tiempo y el no-tiempo, la eternidad (p.54). Como que gracias a eso el poeta puede reconocer lo angélico de la música y, por lo tanto, lo que hay de elevado y de abismático en la misma, es decir, de mostración de lo bello y de insinuación de lo horrendo. Puede que no sea casualidad el hecho de que el pensador con más oído entre nosotros tomase lo angélico de las Elegías del Duino, como pretexto y ocasión para el que sin duda es el más atractivo de sus ensayos, y que presentó para nosotros en el aula por invitación de Jacobo Muñoz, aunque ni éste ni Eugenio Trías vivan ya, porque casi todo fue hace demasiado tiempo.[9]TRÍAS. Eugenio: Lo bello y lo siniestro. Seix Barral, Barcelona, 1982. Por otro lado Busoni es perfecto para Rilke en dos direcciones. Por un lado, sus meditaciones estéticas son esclarecedoras y coexisten con una sentida admiración hacia Rilke, quien le dedica sus reflexiones, al músico en palabras (Dem Musiker in Wortem Rainer Maria Rilke) (p. 54). Ahora se entiende mejor, se escucha de verdad, la dureza de oído del poeta. Como que la música es, para él, lo siniestro esencial, aquello unheimlich, que está en el centro de la casa, por así decir, y que al mismo tiempo la pone en peligro o amenaza.
Porque la música está en Rilke, por más que él se aparte de ella o la omita o la ignore. Desde luego Busoni lo sabe, le basta con leer La canción de amor y muerte del alférez Christoph Rilke, una obra juvenil, un extraordinario éxito, que a veces el propio poeta parece detestar, y que incluso hoy nos parece un verdadero milagro de musicalidad, algo que Jesús Munárriz intenta proteger con pura intuición lírica cuando, por ejemplo, traduce: «La hora del vino oscuro y de mil rosas se lanza con estrépito al sueño de la noche.»[10]RILKE, Rainer Maria: La canción de amor y muerte del alférez Christoph Rilke. Hiperión, Madrid, 1988, p. 41.
Va siendo hora de callar. Y la música nos lleva hasta Orfeo. Son los animales de silencio los que forman un círculo para escuchar al hijo de Apolo y Calíope. ¿Acaso no da qué pensar que el anti musical Rilke dedique la que tal vez sea su última gran obra a Orfeo? Tampoco habría que ignorar que estos sonetos están dedicados a la memoria de una joven y bella bailarina muerta, Wera Ouckama- Knoop. Así que también el último giro espiritual de Rilke estaría en esta revisión de los misterios órficos, y en su promesa de vida dibujada contra la muerte, como escribe en el vigésimo segundo soneto: «Nosotros somos los errantes./Pero el paso del tiempo/no lo toméis en cuenta/frente a lo que perdura.»[11]RILKE, Rainer Maria: Sonetos a Orfeo. Visor, Madrid, 2004. Ahora me pregunto si el anticristiano Rilke no seguiría el mismo sendero que aquellos alejandrinos que se acercaron a Cristo a través de la rica mitología órfica del dormir y del despertar, del morir y del resurgir. Los sonetos son ein grab-mal, un epitafio, pero también una suerte de remoción musical del sepulcro.
Antonio Pau nos ha permitido recorrer con su elegancia y sabiduría esta distancia entre la poesía y la música, que tal vez es demasiado corta, tanto como aquella en la que Aquiles se fatiga tras la tortuga. En su biografía grande me reservo para el final una escena sobre la sordera de Rilke; una que en cierto modo nos deja un poco sordos a todos los españoles, a pesar de la importancia del viaje a Toledo y a Ronda en la vida del poeta. En la primavera de 1903 entró en el estudio parisino de Zuloaga, y todavía volvería a hacerlo para el bautizo del hijo del pintor. En la celebración tocó un pianista, en una actuación que imaginamos gloriosa, aunque no parece llamar en absoluto la atención del escritor. Se trataba de Isaac Albéniz. Así se cruzan mundos en el mundo, sin apenas rozarse.
Título: Rilke y la música |
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Referencias
↑1 | HEIDEGGER, Martin: ¿Para qué ser poeta?, en Sendas perdidas. Losada, Buenos Aires, 1979, p. 226. |
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↑2 | CHOZA, Jacinto: Al otro lado de la muerte. Las elegías de Rilke. Eunsa, Pamplona, 1991. |
↑3 | PAU, Antonio: Rainer Maria Rilke. La belleza y el espanto. Trotta, Madrid, 2019. |
↑4 | WIESENTHAL, Mauricio: Rainer Maria Rilke (El vidente y lo oculto). Acantilado, Barcelona, 2015. |
↑5 | PAU, Antonio: Rilke y la música. Trotta, Madrid, 2016, p. 11. |
↑6 | ANDREAS SALOMÉ, Lou: Mirada retrospectiva. Alianza, Madrid, 1980, p. 102. |
↑7 | RILKE, Rainer Maria: Cartas sobre Cézanne. Rialp, Madrid, 2017, p. 11. |
↑8 | CUESTA ABAD, José Manuel y VEGA, Amador: La Novena Elegía. Lo decible y lo indecible en Rilke. Siruela, Madrid, 2018. |
↑9 | TRÍAS. Eugenio: Lo bello y lo siniestro. Seix Barral, Barcelona, 1982. |
↑10 | RILKE, Rainer Maria: La canción de amor y muerte del alférez Christoph Rilke. Hiperión, Madrid, 1988, p. 41. |
↑11 | RILKE, Rainer Maria: Sonetos a Orfeo. Visor, Madrid, 2004. |