Recuerdo la primera vez que leí Ese dulce mal (This sweet sickness, 1960), durante un cálido verano en la finca de mis abuelos maternos. Lo hice a escondidas, por supuesto, un poco en la clandestina emoción de lo todavía proscrito, por mi entonces tempranísima edad. Tal vez eso explique que no la comprendiera bien, en toda su siniestra hondura, aunque puedo decir que, ya aquella vez, produjo en mí un cierto estremecimiento. Imaginemos, a los ojos de un recién llegado a la adolescencia, cómo pudo percibirse la historia de un joven, enamorado de alguien, Annabelle, que, a todas luces, parece rechazarle o, en cualquier caso, no demuestra interés alguno por él. Un joven que, por ello, decide inventar una realidad ficticia, compra una casa con un nombre falso fuera de la ciudad, entabla conversaciones imaginarias con una esposa inexistente y sigue escribiendo a Annabelle sin recibir respuesta. No hacía falta haber logrado la madurez que dan los años para pensar que todo aquello, tales las esperanzas infundadas, habría de convertirse en certeza delirante y estallaría la tragedia, de forma irremediable. Recuerdo cómo temblé al leer eso que David, el protagonista, llama, al principio de la novela, la Situación, un concepto que Highsmith introduce en tentadores párrafos iniciales: «Eran los celos lo que le impedía conciliar el sueño y lo que le obligó a abandonar la cama –sábanas y manta en confuso revoltijo- y la oscura y silenciosa pensión para salir a caminar por las calles. Sin embargo, llevaba tanto tiempo viviendo con aquellos celos que las imágenes y palabras habituales, con su impacto directo e innegable sobre el corazón, no ascendían nunca hasta el plano consciente. En aquellos últimos tiempos todo quedaba reducido a la Situación. La Situación reflejaba el actual estado de cosas que se prolongaba ya desde hacía dos años. No servía de nada molestarse en repasar los detalles. La Situación era como una piedra, pongamos una piedra de más de dos kilos, que David llevaba en el pecho día y noche. Durante las horas que no estaba trabajando, la Situación resultaba algo más pesada que durante el resto del tiempo, pero eso era todo»[1]HIGHSMITH, Patricia. 1978. This sweet sickness. Harmondsworth: Penguin, p. 7(en adelante, todas las citas, extraídas de esta edición, irán consignadas entre paréntesis). La trama continúa mostrándonos que, durante la semana, David vive en la habitación de una pensión, donde se defiende de las preguntas no deseadas y de la atención de otros habitantes, sobre todo de otra joven simpática que sí parece estar enamorada de él.
Sus fines de semana, sin embargo, los pasa en otra parte, en esa casa de la ciudad de Ballard que ha comprado con un nombre diferente, el de William Neumeister, un alias que David ha inventado. El apellido elegido, de ecos nietzscheanos, nos aterra: se trata de un nuevo maestro o campeón, nuevo experto o experto de otra forma, distinto. Mientras, en su casa de Ballard, David fantasea sobre su vida futura con la joven Annabelle. Ah, todos los nombres importan. El de la muchacha adquiere un rol no muy lejano de aquella protagonista del poema de Poe, de la que el narrador está tan enamorado que hasta los ángeles sienten envidia. En la imaginación de David, la pareja bebe martinis juntos, escucha música clásica y planea sus próximas vacaciones alrededor del mundo, todo ello en el entorno de la casa que David ha amueblado para su pareja. Aunque Annabelle está casada en verdad con Gerald, para David, empero, ese es un obstáculo trivial, tan trivial de hecho que persiste en creer que Annabelle pronto entrará en razón y dejará a Gerald por él (sic). Seguro que Annabelle no podrá resistirse, piensa, a su encanto y devoción, cualidades que David sigue expresándole en sus cartas y llamadas telefónicas. Al menos, así es como el joven ve las cosas. Sin embargo, el lector apreciará lo insensato que esto parece: «Su casa tenía el extraordinario poder de lograr que David nunca se sintiera solo. Notaba la presencia de Annabelle en todas las habitaciones. Se comportaba como si estuviese con ella, incluso cuando degustaba meditativamente comidas. No era como en la pensión, donde, rodeado de toda aquella humanidad, se sentía tan aislado como un átomo perdido en el espacio. En la bonita casa de Ballard, Annabelle estaba con él, cogiéndole la mano mientras escuchaban a Bach y Brahms y Bartok, y tomándole el pelo si se le olvidaban las cosas. David paseaba y respiraba por dentro de la casa envuelto en una especie de resplandor divino. La luz del sol era un regalo celestial, y también los fines de semana lluviosos tenían su especial encanto» (22). A medida que avanza la novela, dos personas en particular –Wes Carmichael, compañero de trabajo de David, y Effie Brennan, compañera de pensión- sienten cada vez más curiosidad por el comportamiento reservado de su amigo y deciden comprobar qué ocurre, realmente…
Aquí me detengo. Es mejor no saber nada más sobre los principales acontecimientos de la trama, y mucho menos por adelantado. La doble vida del protagonista, puede intuirse, habrá de volverse cada vez más confusa a medida que avanza la novela, con la existencia de Neumeister mezclándose con la de David de forma peligrosa e inquietante: «Volvió a la pensión a través del aguanieve, preguntándose cómo sería capaz de sobrevivir el resto de la tarde, preguntándose cómo había logrado sobrevivir las otras cuatrocientas o quinientas veladas que había pasado en su habitación. Era como si su mismo lastimoso cuarto hubiese sido víctima de una invasión. La parte Neumeister de su vida había entrado en la parte Kelsey, la de lunes a viernes, y, como ciertas sustancias químicas, había producido una explosión al mezclarse. David no estaba siquiera acostumbrado a pensar sobre su vida de los fines de semana durante los días y las noches en que trabajaba. Ahora, su existencia de los fines de semana había quedado destruida a todos los efectos. Mientras tanto, sus zapatos seguían haciendo un ruido como de chapoteo mientras avanzaban por las aceras cubiertas de sucia aguanieve. Y además Annabelle enfadada, odiándole; enfadada y equivocada» (94).
Supongo que el amor es cuestión de suerte, tengo que decir. Si la hemos tenido, sabemos qué es estar enamorados. Aunque ahora me pregunto, de todas formas, si el amor, aunque sea, en origen, cuestión de suerte, como digo, no puede ser también una especie de locura. Nos amamos, aunque tú no lo sabes. Como amapola y memoria, escribiría el más grande de los poetas del siglo XX. Así, la siempre poco convencional escritura de Highsmith, de cuya desaparición terrenal se cumple este mismo mes el treinta aniversario, se sirve del género para describir la angustia existencial de individuos profundamente dañados con una precisión que a menudo provoca náuseas. Esta poeta del desasosiego –como la llama, con sumo acierto, el genial Graham Greene[2]GREENE, Graham. 1970. «Introduction», en HIGHSMITH, Patricia. The snail-watcher and other stories. New York, Doubleday, p. xii-, cuya obra es un estudio sobre la obsesión sexual y la inseguridad más profundamente arraigadas, también explora sus preocupaciones características con las vidas secretas de los forasteros y el motivo del doppelgänger. David, en Ese dulce mal, está celoso. Aparentemente, sus celos son una reacción natural. Esto es lo que vemos primero, la parte de atrás de las cosas, que es lo que todo el mundo suele mostrar en primer lugar. Después, intuimos que lo que hay que ver está oculto, que todo queda por imaginar: las expresiones, los motivos, los objetivos… a lo mejor porque tenemos que adivinar y jugar con lo visible, lo verosímil y lo que queremos creer: el objeto amado es una alucinación, un delirio. Si lo que vemos primero es falso, entonces es que todavía no vemos nada ni a nadie. El ligerísimo sonido de la locura avanza poco a poco, ronronea, en su lúgubre insurrección. Esto, la Situación, lo todavía-no-dicho, acecha al lector con su avance lento e inquietante. Ni avivado ni ensordecedor, sino más bien sordo, regular, inquietante e ineludible. No hay palabras, solo escritura, y de esa forma los títulos de Patricia Highsmith son programáticos: Extraños en un tren (Strangers on a train, 1950), El cuchillo (The blunderer, 1954), Mar de fondo (Deep water, 1957), Las dos caras de enero (The two faces of January, 1961), El grito de la lechuza (The cry of the owl, 1962), Crímenes imaginarios (A suspension of mercy, 1965), La celda de cristal (The glass cell, 1964)… y, claro, Ese dulce mal.
Patricia, Pat, nos habla e interpela; nos deja entrar un poco en su obra, que es como decir su hogar. Embriagadora hasta límites que la colocan, pienso, entre lo mejor que le ha ocurrido a la literatura norteamericana del siglo pasado, su obra puede leerse rompiendo la cronología, prefiriendo los ecos, las recurrencias, los eternos retornos, a la vez que se nos ofrecen momentos y pistas de su biografía, tendencias y temas de su obra. Torbellino de jouissance, suspense, secretos, palabras no dichas, expectativas, apariciones y desapariciones… todo está ahí: es la sombra por delante de la luz. No sabremos más. No quería contárnoslo, contárselo a sí misma. O no había nada que contar. Yo cuento historias, solía decir. La vida es un bucle, una espiral eterna. Por eso tal vez El diario de Edith, otra de sus novelas, comienza con una pregunta que para mí es clave: «¿No es más seguro, e incluso más sabio, creer que la vida no tiene ningún sentido?»[3]HIGHSMITH, Patricia. 1977. Edith’s diary. New York: Simon and Schuster, p. 13. No puede decir por lo que está pasando Edith sin querer acabar con todo. Así que dice lo contrario, inventa lo más lejos posible. Igual que ocurre en Ese dulce mal. Será tiempo de saber, pero todavía no, o no del todo. Hay que estar lo más lejos posible de la verdad y llegar hasta el final, pase lo que pase. ¡Ah, pero el amor no es, entonces, sólo cuestión de suerte! Más bien parece ser un sufrimiento unido a una lucha, por lo que un final feliz es imposible. Sus novelas, que yo mismo he leído enamorado –y también en los paisajes baldíos que sobrevienen después del amor-, reabren la herida, inventan personajes, fustigan a la sociedad americana que había abandonado la propia Patricia y socava a la familia que nunca había apreciado. Quizá podríamos salvar, como excepción, Carol y la antedicha El diario de Edith. Sin asesinato, sin villano, sin casi trama ni giros argumentales, con pocos personajes, sólo monólogo interior. Pero yo sé que digo siempre la verdad si escribo que Patricia Highsmith es ambigua e indefinible, que no escribe novelas de suspense ni género negro; que escapa de eso y simplemente escribe novelas. El truco es ir hasta el final. Hasta el punto de implosión. Cuando pensamos que un cielo es maravillosamente azul, Patricia nos dice, como si fuera Bataille, que es demasiado azul, cegador; que la noche amenaza, definitivamente.
Quizá es que sus personajes han estado siempre cerca de ella misma, por ejemplo la inocente Annabelle, inspirada en realidad por la primera amante de una antigua novia de Highsmith, tal como nos recuerda Joan Schenkar, en su monumental biografía sobre la escritora[4]SCHENKAR, Joan. 2010. Patricia Highsmith. Barcelona: Circe, pp. 588-589. No es que se parezcan a ella, sino que el desdoblamiento tan caro a la escritora ya no necesita proyectarse en otro personaje; está dentro, es fundacional, inevitable. Patricia Highsmith escribe en el otro extremo de sí misma. La ficción, trocada con la realidad, forja a sus personajes y prevalece. Sus personajes se encierran. Ella se encierra. El encierro es doble. Todo es doble. Doble por dentro, ya no se puede jugar a lo contrario. Quizás el terror siempre ha estado ahí, escondido dentro. En Ese dulce mal, Neumeister, el prometido imaginario de Annabelle (y doble de David), espera a su amada en una casa a la que nunca llegará. Cuando Highsmith juega con la idea del doble, no sólo no salva a sus personajes del terror, sino que se trata de fundar uno nuevo. Un terror de origen desconocido, arraigado en el inconsciente. La escritora entra y sale, junta a la gente, la separa, juega. Sus personajes son actores –Tom Ripley el primero- a quienes les encanta ponerse en el lugar de otros, jóvenes o viejos, chicos de buena familia o gamberros despistados, artistas o criminales, hombres o mujeres, vivos o muertos. Tom-Patricia, en terrible simbiosis, siente un placer secreto al ser otra persona. Ella, Highsmith, que ya de niña devoraba libros para evadirse de su soledad y la tristeza de su vida familiar. Porque de eso se trata, de engañar al desamor, a la depresión, a la soledad y a la muerte. Engañar o ser engañado. Vencer o ser vencido. Las soluciones más locas existen en la literatura, mientras que, en la vida, escribir puede ser, después de todo, una ocupación bastante razonable. Pero hay lugares a los que ir cuando se escribe. Todo tipo de lugares. Mil vidas por vivir. Patricia está deseando conocer gente nueva. Nunca conocemos a nadie tan bien como cuando se escribe, cuando se le escribe, me digo. El otro es el yo, no el yo biográfico, sino el posible, proyectado, fantaseado, soñado y pesadillesco. Patricia le dedica toda su atención y todo comienza con la silueta que ve, y así lo refiere en sus diarios, desde la terraza de su hotel: un joven solo en la playa de Positano por la mañana, a principios de los años cincuenta. Nada más. Lo que Patricia vio (y supo, si se me permitiera aquí el exergo jamesiano), lo vio dentro de sí misma, y la figura se convirtió en un héroe cínico, más diablo que Dios.
Tom Ripley, que burla todas las trampas, se atreve con todas las inverosimilitudes, mata sin reparos, ignora la culpa (el punto ciego del resto de la obra de Patricia Highsmith). Ella escribe a dos voces: en cuanto son dos, todo es posible, el aburrimiento desaparece y el juego puede comenzar. Dos voces para ver a través, ir más allá de las apariencias, traspasar la frontera de la civilidad, radiografiar pensamientos y emociones, positivos y negativos, cara y cruz. La intriga, la verosimilitud y el suspense no son el objeto de esta búsqueda. Patricia Highsmith no escribe novela detectivesca, sus temas no son el bien y el mal, sus personajes no son asesinos, ni siquiera pervertidos en el sentido psiquiátrico del término. Lo que yo sentí inmediatamente, la primera vez que leí a Highsmith, fue la intensa emoción de ir, como aquella Alicia que idease un matemático de Cheshire, al otro lado del espejo, donde la llamada vida real no se marcha nunca. La leemos para probar lo imposible. Es la lalengua de Highsmith, equívoco que impone la ambigüedad. Coquetear con lo desconocido, lo nuevo, lo prohibido, lo extremo, la felicidad o la desgracia, el peligro o la muerte. Queremos jugar y ganar, todos nosotros, hombres y mujeres corrientes, como los personajes de Highsmith. Como jugamos en nuestros sueños. Al principio, sus historias no tienen nada de excepcional o irracional. Las situaciones son banales, plagadas de pequeños bloqueos y perturbaciones familiares. Personas más ansiosas que la media. Y entonces surge una situación en la que el protagonista no se encuentra a gusto, y, de súbito, se viene todo abajo. Basta con que el individuo sea algo cobarde, o simplemente falto de confianza, para que se deje arrastrar por una cascada de fingimientos, mentiras y actos que le superan. La identidad está siempre en el centro de la espiral, junto con la opresión. Ahí está, en Extraños en un tren, por ejemplo, la fijación de Bruno por Guy, que puede interpretarse como una atracción homosexual, aunque el asesinato fetichista de Miriam sugiera que Bruno es, posiblemente y en verdad, bisexual. Todo es una alegoría sobre los deseos subconscientes. Estos son los verdaderos temas de Highsmith. Identidad: sus personajes quieren existir a sus propios ojos y no tener que justificarse ante los demás, empezando por sus familias. No hay precio que pagar, desde la mentira hasta el asesinato. El otro gran tema, claro, es la represión.
De lo contrario, sus vidas les son robadas, se sienten alienados de sí mismos. Y en su debilidad moral, en su dificultad para ser-en-el-mundo, desde el sentimiento de ser un extraño hasta la sensación de que el mundo les es hostil, dan rápidamente el paso. La solución, la única solución, es dividirse. Las personas, los sentimientos, todo es doble. Uno mismo y alguien que es exactamente lo opuesto a él, como un doppelgänger invisible que espera en algún lugar, parece decirnos Highsmith. Para ella, la emboscada será la literatura. En lo más profundo de su ser hay un doble deseo de muerte y redención. Ella también conjuga lo imposible. Apunto otra frase ahora, a modo de aforismo: amar es tratar de conjugar lo imposible. Ella lo hace al describirlo libro tras libro. Es una aventura estimulante, pero volver de ella es difícil. Tras la vida onírica de los libros, se cierne sobre lo cotidiano una desesperación difícil de conjurar. Dado que los sueños se hacen realidad en la literatura, todo lo que hay que hacer es escribir, y escribir más. La adicción es la máquina de escribir y, por comparación, el tabaco y el alcohol son una broma. Ahí va todo el amor, junto con la melancolía de los exiliados, los inadaptados y los insatisfechos. Algo se nos escapa siempre con esta escritora, algo que escapa a todos, a las épocas, los géneros y las categorías. Misógina, pero amante irredenta de otras mujeres; antisemita hasta lo indecible, pero con predilección por las amantes judías; homófoba, pero lesbiana… ¡cómo no va a haber algo más deseable que la evasión! Patricia Highsmith es doble, sí. Oculta y secreta. Frágil y conmovedora. Irritable y desconfiada. Preocupada, hermética, aterradora. El mundo de Highsmith es un mundo de sensaciones agudas, hipersensibilidad emocional, pero también ironía despiadada y control absoluto a través de la ficción y las palabras. Ripley no confía en sí mismo, pero sí en los personajes que interpreta. «Si se pintaran más falsificaciones que lienzos personales, ¿no resultarían estas falsificaciones más naturales, más reales, más auténticas incluso a los ojos de su autor que los otros cuadros?», se pregunta en una de sus novelas[5]HIGHSMITH, Patricia. 1989. Ripley under ground. Oxford: Clio Press, p. 21. ¿Qué hay, entonces, de real en Patricia Highsmith? La arena se mueve bajo nuestros pies, la agitación es muy grande, la seducción total, la incertidumbre absoluta. ¿Y quiénes somos nosotros, los lectores de Patricia Highsmith? ¿Qué buscamos? ¿Qué deseamos? ¿Con qué soñamos?
Se ha dicho que Ese dulce mal, como tantas otras novelas suyas, explora, desde el final de la era Eisenhower, hasta qué punto el ideal conservador de la familia nuclear está, por extensión, construido sobre una ficción. No niego tal afirmación, pero dudo que esta sea la base primordial de su escritura. O no tan rotundamente. Es (más) otra cosa, por mucho que sepa que esta dulce enfermedad, esta delicada dolencia sin destinación, se da en medio de los años cincuenta, «centrados en el matrimonio como meta deseada por los heterosexuales», como nos ha recordado Fiona Peters, en un notable, aunque discutible, ensayo sobre Highsmith[6]PETERS, Fiona. 2011. Anxiety and Evil in the writings of Patricia Highsmith. Farnham and Burlington: Ashgate, p. 88. Pero es algo más, incluso, que esa otra cosa. Los temas gemelos de la doble identidad y el acecho nos acercan, de hecho, a la erotomanía, al síndrome de Clérambault. Luego volveremos sobre ello. Sobre esto de lo que ya hay ecos en El talento de Mr. Ripley y los habrá, después, en la extraordinaria El grito de la lechuza, obra maestra absoluta de la literatura norteamericana de los sesenta. Highsmith nunca se desvía del punto de vista de David, de modo que su obsesión por Annabelle se vuelve casi insoportablemente intensa, angustiosa, pasando de las frecuentes cartas a las visitas no deseadas y, más tarde, al desafuero de la violencia. Una y otra vez, Annabelle trata de decepcionar a David con amabilidad –aunque de la manera torpe en que lo hace, Highsmith sugiere que ella también, hasta cierto punto, lo está engañando- y cada vez, una y otra, David tergiversa sus palabras para adaptarlas a su propio propósito. David se verá atrapado en una trampa de su propia creación, ya que su otra vida como William Neumeister (tal vez no era sólo Nietzsche, sino que se trata del Wilhelm Meister goethiano), a quien llega a identificar como una persona separada, tanto más segura de sí misma cuanto que más afortunada, se estrella contra la suya, dejándole sin salida de su pesadilla autoinducida. Son personajes angustiados los de Highsmith, cuya angustia no es una respuesta a la pérdida de un objeto, sino que surge cuando, precisamente, es la carencia, la falta, lo que no aparece. En su célebre seminario sobre la angustia, Lacan afirmará que ésta es inducida por y a través de la falta de reciprocidad del Otro: «Es esto la angustia. El deseo del Otro no me reconoce. […] Lo cual lo hace todo fácil, porque si me reconoce, como nunca me reconoce suficientemente, no tengo más que recurrir a la violencia»[7]LACAN, Jacques. 2006. El Seminario. Libro X. La angustia. Buenos Aires: Paidós, p. 167. En otras palabras, la angustia frustra el deseo y, haciéndose eco de la afirmación de Lacan más arriba, la violencia se convierte en una posibilidad a través del fracaso del reconocimiento del Otro. Por eso los personajes de Patricia Highsmith son capaces de asesinar a sus objetos de deseo, y tal asesinato abre las compuertas a infinitas repeticiones de este acto, acto sin palabra que constituye un intento de salir de una situación de angustia insoportable.
Amar es transgredirlo todo hasta el goce, hasta el dolor, ya sin placer. Así lo escribo. Y mis palabras y las de Highsmith me llevan, otra vez, hasta las enseñanzas de Lacan: «Las viejas palabras, las que ya sirven, hay que pensar para qué sirven. […] Se sabe para qué sirven: para que haya el goce que falta. Solo que –y aquí juega el equívoco- el goce que falta debe traducirse el goce que hace falta que no haya. […] Lo necesario –lo que les propongo acentuar con ese modo– es lo que no cesa, ¿de qué? –de escribirse. […] Lo de no cesa de no escribirse es una categoría modal que no es lo que hubieran esperado oponer a lo necesario, que hubiera sido más bien lo contingente. Imaginen que lo necesario está conjugado con lo imposible, y que ese no cesa de no escribirse es su articulación. Se produce el goce que haría falta que no fuese»[8]LACAN, Jacques. 2006. El Seminario. Libro XX. Aun. Buenos Aires: Paidós, p. 74. Si hay goce, no hay relación. Se trunca, es imposible, se enferma su posibilidad. Amar es también amar lo que no es posible. Si hay goce, todo está perdido. Oh Rosa, estás enferma. Así tendremos que decirlo, con vertiginosidad. Porque el gusano del delirio es invisible. El amor es como un vértigo invisible, escribo ahora. Si hay deseo es porque hay goce. O viceversa. El deseo viene del Otro, y el goce está del lado de la Cosa. El deseo viene del Otro, lo que significa al menos una cosa, y es que el deseo es un efecto del habla, es decir, no sólo del significante, sino un efecto del habla articulado en un discurso, y que, como efecto del habla, es también un significado del habla, está significado por el habla. Y en psicoanálisis, el deseo sólo es accesible a través del discurso que puede ser enunciado. El goce es algo un poco más informe, está en singular y tiene, según Lacan, una especie de forma oblonga (¿otra vez Poe?). El goce no exige el vacío. Basta con que haya lenguaje. Es una resistencia al deseo. Está enfrente, lo confronta. Pero no hay deseo que no apunte a una ganancia de goce. Sólo que, cuando decimos ganancia de goce, lo que Lacan describe no es goce en singular, informe, real, es goce ya especificado –Annabelle no me desea, pero yo sí, y en su rechazo encuentro el goce-, ya limitado y organizado. Hay un goce que se inserta en el discurso delirante de David/William y el hecho de que sea un goce especificado y limitado nos indica que el deseo es un menos que goce, se funda en un menos que goce pero siempre está correlacionado con una búsqueda. Entonces, el deseo es no sin goce.
En sus diarios, cuando está pergeñando Ese dulce mal, Patricia Highsmith escribe: «Ayer me llamó cariño en dos ocasiones […]. He sido elegida para tener estatus de cariño. ¿Fue el jueves lo que lo propició, ahora hace ya cinco días? ¿O fueron mis dos cartas? Las dos tenemos sensaciones insólitas de la presencia de la otra. ¡El libro [Ese dulce mal] está medio terminado. […] Sin ella, habría sido un libro muy diferente»[9]HIGHSMITH, Patricia. 2022. Diarios y cuadernos 1941-1995. Barcelona: Anagrama, p. 868. ¿Patricia escribe novelas sobre sí misma? ¡Cómo nos inquieta ese las dos tenemos sensaciones insólitas de la presencia de la otra, sobre todo si pensamos que podrían ser las palabras de alguno de sus protagonistas! De todas formas, no hay mucho tiempo para la hermenéutica (¿acaso lo hay del todo alguna vez?), y yo quisiera relacionar esto, como apuntaba antes, con la erotomanía, el síndrome de Clérambault. Estábamos tratando de hacer un diagnóstico de David, a lo mejor porque el amor requiere, siempre y primero que nada, de un diagnóstico. Además de la cuestión del goce, o precisamente por ella, está la conclusión de que David padece una manifestación del síndrome de Clérambault: a saber, un delirio paranoico con elemento amoroso de por medio. La persona que lo padece tiene la creencia de que un desconocido está enamorado de ella. No es ya un «te deseo, aunque no lo sepa», como dice Lacan[10]LACAN, El Seminario. Libro X…, Op. Cit., p. 37, sino me deseas, aunque no lo sepas. Uno podría pensar que los personajes de Patricia Highsmith actúan como experimentos totalmente formados sobre los que realizar estudios psiquiátricos. Esto sugeriría una confianza descarada en la coherencia de la construcción de sus personajes. Si leemos Ese dulce mal teniendo esto en cuenta, se nos aparece como una pieza de ficción especulativa, que impone un novum (el síndrome de Clérambault) a un personaje y observa cómo progresa la situación y qué impacto tiene en otros personajes de la novela. Los afectados por el síndrome de Clérambault suelen leer señales que no existen. El enfermo sufre un delirio en el que percibe acciones, como la disposición de objetos, cambios de rutina, movimientos físicos, como señales de afecto, incluso cuando no ha recibido ningún estímulo aparente. He aquí la tesis obrante del delirio: se trata de una idea falsa, con un alto nivel de convicción en su certeza e irreductible a la argumentación lógica. El psicótico ama a su delirio como a sí mismo, decía Lacan[11]LACAN, Jacques. 1998. El Seminario. Libro III. Las psicosis. Buenos Aires: Paidós, p. 365.
La obsesión puede desarrollarse con poco o ningún contacto entre el enfermo y el objeto de su afecto, aunque progresa con llamadas telefónicas y cartas. Annabelle, felizmente casada y sorprendida por la determinación de David, lo rechaza, se queda perpleja ante el comportamiento irracional de David, aunque éste no se inmute. Los afectados por la enfermedad de Clérambault no se inmutan ante la vergüenza y la negación del sujeto deseado, ya que creen que es una señal de que aquel intenta ocultar sus sentimientos. De todas formas, aunque esta va a ser, lo adelanto, una conclusión de todo punto inconclusa, me pregunto si no es posible que haya elementos de amor delirante y erotomaníaco mezclados con amor verdadero en ciertas relaciones románticas más comúnmente de lo que se imagina. Por ejemplo, ¿cuántos maridos o esposas, cuántos matrimonios cariñosos, amados, pero ligeramente insatisfechos, se convencen a sí mismos de que, por ejemplo, su cónyuge es más asombroso de lo que en verdad es, o de que este asombroso cónyuge les ama de forma más apasionada de lo que realmente lo hace? Pero, ¿cómo saber si esto está ocurriendo? ¿Cómo podría alguien saber que se estaban produciendo estas exageraciones delirantes? ¿Y por qué querrían/querríamos saberlo? En este escenario, es poco probable que el marido, como persona que ha desarrollado las exageraciones delirantes en primer lugar, las reconozca como tales, ya que satisfarían un deseo (principalmente) inconsciente. Su mujer podría darse cuenta de que el marido estaba sobrevalorando su amor por él, pero seguramente no haría ningún comentario correctivo, sobre todo si la diferencia fuera cuantitativa y no cualitativa, y si las exageraciones delirantes sirvieran para mejorar la relación.
En última instancia, ninguna de las partes podría ser plenamente consciente del elemento delirante en la relación, y una situación de delirio compartido, o folie à deux, bien podría desarrollarse y persistir, desapercibida y felizmente, para siempre. Esto, al final, nos lleva a la controvertida cuestión de si todo amor romántico es delirante hasta cierto punto. ¿Es posible, o incluso probable, que exista un elemento delirante en nuestra comprensión del amor romántico y que este elemento sea importante para mantener estructuras interindividuales y sociales estables? Sugiero que el amor puede ser tanto una obsesión o una compulsión como cualquier otra cosa. Patricia Highsmith nos ha mostrado, y no una sola vez, que la idea del amor como delirio también apunta a la ubicuidad y utilidad más general de los delirios, especialmente los delirios de amor romántico, y a la intrigante idea de que un cierto grado de erotomanía, lejos de ser la excepción, bien podría ser la norma en muchas relaciones románticas, de una forma u otra, posiblemente mezclada con el amor verdadero en ciertos casos. Tal conclusión sugeriría que la aparente distinción entre amor y delirio de amor no es tan clara como cabría imaginar. Y, aunque los casos de erotomanía diagnosticada requieren sin duda una gestión y un tratamiento activos para reducir el riesgo y minimizar el sufrimiento, quizá haya elementos de erotomanía en más relaciones románticas de lo que comúnmente se imagina. Tal vez eso, ese dulce mal. Al fin y al cabo, aunque el amor muera, los delirios persisten. O lo que es lo mismo, existe un amor que hace falta que no.
Título: Ese dulce mal |
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Referencias
↑1 | HIGHSMITH, Patricia. 1978. This sweet sickness. Harmondsworth: Penguin, p. 7(en adelante, todas las citas, extraídas de esta edición, irán consignadas entre paréntesis) |
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↑2 | GREENE, Graham. 1970. «Introduction», en HIGHSMITH, Patricia. The snail-watcher and other stories. New York, Doubleday, p. xii |
↑3 | HIGHSMITH, Patricia. 1977. Edith’s diary. New York: Simon and Schuster, p. 13 |
↑4 | SCHENKAR, Joan. 2010. Patricia Highsmith. Barcelona: Circe, pp. 588-589 |
↑5 | HIGHSMITH, Patricia. 1989. Ripley under ground. Oxford: Clio Press, p. 21 |
↑6 | PETERS, Fiona. 2011. Anxiety and Evil in the writings of Patricia Highsmith. Farnham and Burlington: Ashgate, p. 88 |
↑7 | LACAN, Jacques. 2006. El Seminario. Libro X. La angustia. Buenos Aires: Paidós, p. 167 |
↑8 | LACAN, Jacques. 2006. El Seminario. Libro XX. Aun. Buenos Aires: Paidós, p. 74 |
↑9 | HIGHSMITH, Patricia. 2022. Diarios y cuadernos 1941-1995. Barcelona: Anagrama, p. 868 |
↑10 | LACAN, El Seminario. Libro X…, Op. Cit., p. 37 |
↑11 | LACAN, Jacques. 1998. El Seminario. Libro III. Las psicosis. Buenos Aires: Paidós, p. 365 |