Comentario a SLOTERDIJK, Peter: La herencia del Dios perdido. Siruela, Madrid, 2019.
A más de uno podría sorprenderle que haya escogido este título para comentar un libro de Peter Sloterdijk, quien no creo que sea exagerado describir como el último gran pensador antirreligioso del siglo, toda vez que el gnosticismo es una religión. Incluso una cuyas cenizas hicieron posible el cristianismo, como se dice que surge de las suyas el ave fénix, bien renacido, o como tal vez prefiriese el propio Sloterdijk, reloaded, recargado. Es como si se le hiciese confesar así algo que jamás ha confesado, pero tampoco sería una novedad que esta confesión religiosa, si es que lo es, se revelase como inconfesable. Título por lo tanto tentativo, casi como una provocación: candidato gnóstico, pero oculto, según una dinámica de lo exotérico y lo esotérico, que él mismo ha estudiado en Theodor W. Adorno, y en la criptoteología que es capaz de aislar dentro de la llamada teoría crítica (la de la primera escuela de Frankfurt). Pero oculto a quién, a qué ojos invisible, son preguntas que nos llevan a una complicación mayor. De hecho no ignoraré que en la elección del título hay otra resonancia. Me refiero a la extraordinaria película de John Frankenheimer, The Manchurian Candidate, del año 1962. Dentro del abundante género del cine anticomunista, este film puede considerarse una obra maestra, digna de un gran maestro como el propio Sloterdijk. Lo que la singulariza es que el agente del terror rojo es un agente dormido en el sentido literal del término, poseído por una madre implacable, nada menos que Angela Lansbury en el más perturbador de sus empeños. El lavado de cerebro, los sueños y pesadillas, tan entrecortados como recurrentes, el disparador del juego del solitario, todo ello nos conduce a una atmósfera surreal, nerviosa, y hasta cierto punto como si se tratase de un comentario del más oscuro Lewis Carroll en el contexto de la Guerra Fría. Comunistas sin saberlo, gnósticos cuando entramos en trance. Los muchos otros que podemos ser cualquiera de nosotros. En el film, el disparador del trance se activa con la reina de diamantes en la baraja del solitario, que es incluso el disfraz que lleva la novia (Leslie Parrish) del falso héroe brainwashed, en un baile por completo onírico. Todos entendemos que es la Reina Roja, lo que admite una fuerte conexión edípica en las cadenas inconscientes de las que es reo el sargento laureado Raymond Shaw.
Pues bien, el disparadero del libro que comentamos, después de dos capítulos que más bien pueden considerarse una suerte de propedéutica de la increencia, nos aguarda en el tercero, con esa exquisita introducción en la que se describe a la gnosis como «la verdadera doctrina errónea».[1]SLOTERDIJK, Peter: La herencia del Dios perdido. Siruela, Madrid, 2019, p. 55. Este trueque entre el error y la verdad, el velamiento o la errancia, y lo desvelado, posee un sabor inequívocamente heideggeriano, quien puede que sea, sobre cualquier otro, el pensador que más inspira a Sloterdijk dentro del canon occidental. De hecho, y después de contextualizar en qué sentido la noticia gnóstica sobre el siglo XX habría de ser la de que el mal es más que la ausencia de bien (p. 57), afirmaría que lo más sobresaliente en torno a la gnosis es anterior al descubrimiento de la biblioteca perdida de Nag Hammadi (p. 58). Esa tesis es discutible, planteada casi en términos de provocación, pues aunque es obvio que las actualizaciones filosóficas del gnosticismo a cuenta de la llamada escuela de Princeton, por ejemplo de la muy estimable Elaine Pagels, pueden resultar incompatibles con la negatividad exaltada de Sloterdijk, no creo que sean mera filología. En cualquier caso, el marco conceptual y el chasis fenomenológico para una comprensión de la ontología gnóstica se debe a Hans Jonas y a su tesis dirigida por Martin Heidegger[2]JONAS, Hans: La religión gnóstica. El mensaje del Dios Extraño y los comienzos del cristianismo. Siruela, Madrid, 2000., que hace eco hasta en el título del libro que comentamos, pues el Dios gnóstico o extraño podría ser una desambiguación del Dios perdido, una vez que nos hemos desembarazado de la historia de la secularización, perspectiva que resulta bastante ajena a los objetivos de Sloterdijk, puesto que son, lo quiera él o no, metafísicos. Hay gnosis cuando se hace un desmentido de la totalidad del mundo y se nos aparece como inmejorable, es decir, sin perspectiva alguna de redención para lo que hay. Que la realidad es inmejorable nos puede llevar, de hecho así lo hace en la gnosis, tanto a los extremos del entusiasmo afirmativo y orgiástico como a los de la ascesis más negativa y concentrada. Digamos que en este caso nos hallamos ante una afirmación turbada, no natural sino más bien reactiva, como la que se sigue de la defensa del funcionalismo de sistemas de Niklas Luhmann en uno de los libros más importantes del filósofo, uno que se titula precisamente Sin salvación, con un comentario apenas disimulado a la entrevista póstuma de Heidegger a Der Spiegel, en la que apuntaba a una confianza difícil, al fiarse de lo impensable mismo, que vendría a concentrarse, por así decir, en la pequeña estrella solitaria de una tumba en el cementerio municipal de Messkirch. Y aun habría qué enfatizar cómo el sin de la traducción española del título, que ornaba de alguna manera lo no salvado (Nicht gerettet) del original alemán, fue acomodándose, mientras escribía estas líneas, a un senza muy italiano y con ribetes trágicos. Por ejemplo senza redenzione, o menos connotado desde su apertura neutra como senza religione. Porque ambas preposiciones apuntan al espectro que atormenta a Sloterdijk, que no es sino el de la secularización comprendida en clave interna. Pues, por más que nuestro filósofo proteste el inocentismo fundamental de Luhmann, éste último se erguiría como el defensor de una normalidad social caracterizada de manera compleja.[3]SLOTERDIJK, Peter: Sin salvación. Tras las huellas de Heidegger. Akal, Madrid, 2019, p. 77. Supongo que para muchos lectores más jóvenes será difícil comprender con exactitud algo que resultaba todavía muy cercano y urgente al joven estudiante que firma ahora estas líneas, en el llamado debate del positivismo, en el que el propio Luhmann tuvo un papel no pequeño. Y no lo digo porque Sloterdijk lo omita o lo elida, sino porque lo devuelve en una especie de metáfora esencialista en torno a la culpa o a la inocencia del mundo. Y es éste, en tanto que inmejorable, como la torpe y turbia materia de la gnosis, el que ahora resulta absuelto.
Después de esta activación, recordemos que el extinto gnosticismo es la Reina Roja de nuestro candidato oculto, digamos que Sloterdijk deja uno de los instantes más cómodos en su libro. Lo hace a partir de Agustín y de lo que Juan Damasceno llamará perichoresis, esa especie de danza entre las personas divinas (p, 129), pues esa danza hace que el lugar de las personas sea por entero, y no tenga otra sustantividad, la relación misma (p. 131). Ahora bien, el gnóstico no se arredra ante la belleza de esta coreografía, y la va derivando hacia una comunidad fuerte, de la que está exenta la ligereza, pues «quien reconozca esto (la identidad divina de las tres personas) se adherirá a una fe en cuyo centro actúa un fantasma comunional de inseparabilidad. La formulación del fantasma se hace al precio de que todos los que no observen las mismas creencias son expulsados de la communio.» (p. 136). No hay esplendor alguno que resulte gratuito, ni victoria sobre la gravedad que no deje un resto más gravoso todavía.
Estamos hablando, según Sloterdijk, de la genealogía de la separación. De la herejía como contradanza oscura.
Muy lejos, desde luego, de esa edad del espíritu, que Gianni Vattimo retoma de Joaquín da Fiore, ese visionario milenarista calabrés al que dedicamos parcialmente la segunda de estas regresiones. Eso sí, lo hace desde una perspectiva postmetafísica y liberada de excrecencias proféticas. Del tal manera que, en el futuro, el único límite habría de ser el de la caridad, y no el imperium de una comunidad sobre lo humano. Aunque esa asunción del amor como único designio nace, no me canso de repetirlo, de la lectura que hace Vattimo de la secularización como un proceso de debilitación metafísica (en el sentido nada blando del pensiero debole). Por ejemplo en Después de la cristiandad.[4]VATTIMO, Gianni: Después de la cristiandad. Por un cristianismo sin religión. Paidós, Barcelona, 2021. Podría decirse que Vattimo extrae las consecuencias exactamente contrarias de la comunidad del espíritu que Sloterdijk, pero porque parte de una conciencia interna que, en lugar de la agustiniana, no devuelve certeza, sino una especie de creencia de segundo grado que desarticula las certidumbres. No os llamo ya siervos, sino amigos. Esto es lo que queda cuando a la rudeza y a la evidencia de la fe la precedemos con una titubeante creencia.[5]VATTIMO, Gianni: Creer que se cree. Paidós, Barcelona, 1996, p. 97. En el ápice de lo irredento se sitúa Vincenzo Vitiello, quien interpreta la secularización a partir del capítulo sobre el Gran Inquisidor de Dostoievsky. Ese que termina con Cristo que se pierde entre la multitud, como que su kérigma, su anuncio más tardío, fuese apenas el de ser uno junto a los otros. Que el mundo sea inmejorable es, para Vitiello, sin embargo, la ocasión para la piedad y un acicate contra la indiferencia: «El Cristo retornado no va a la hoguera. No vuelve a subir el Calvario de la Cruz. Desaparece por los meandros de la ciudad, porque no ha venido a redimir. El Cristo retornado, no el resucitado, sabe que el mal del mundo es irredimible, y que ninguna redención ni en el cielo ni en la tierra, ni cristiana ni pagana es posible. Sabe que el mal sigue siendo el mal. Este conocimiento no es sin embargo indiferencia. Todo lo contrario. Es comprensión del sufrimiento, del propio y del de los otros. Comprensión del universal dolor.»[6]VITIELLO, Vincenzo: Cristianismo sin redención. Nihilismo y religión. Trotta, Madrid, 1999, p. 99. Vitiello sabe que la secularización es la opción más exacta del nihilismo, pero porque Cristo, como a veces se atreve a formular incluso Nietszche, ha dejado al mundo vacío de lo divino. No en vano el último Buda, el escatológico, que cierra y anuda la sucesión de iluminados, se llama también Maitreya, el que está pletórico de maitri o compasión.
El antepenúltimo capítulo de La herencia del Dios perdido, en su necesidad de contrarrestar la matriz cristiana del ocaso de lo cristiano, contiene algo así como la verdadera cápsula de tiempo de la perspectiva filosófica de Sloterdijk con respecto a la religión, aunque yazga enterrada, y no es por casualidad, entre los escombros del romanticismo, esto es, de la preservación, como dice su amigo Rüdiger Safranski, de la religión por medios estéticos (p. 240). Contra toda impostación romántica, Sloterdijk argüirá, de acuerdo en esto con Heiner Mühlmann, que la trascendencia surge no por ignorancia en sentido estricto, sino por desconocimiento, es decir, por juicios erróneos en buena parte librados por un ejercicio de resistencia. Resumiendo, podríamos decir que la trascendencia tiene su origen en: a) una mala comprensión de lo lento (por ejemplo, en el creacionismo biológico), b) una mala comprensión de la violencia y el estrés (por ejemplo en raptos, entusiasmos y posesiones atribuidos a lo santo), c) una mala comprensión de la autonomía del otro (como una sobreinterpretación de la falta de resonancia, por ejemplo en la mística negativa o apofática), y d) una mala comprensión de las funciones de inmunidad (que transforma una medicina psicosemántica y dadora de sentido en una imagen del mundo cerrada y con una arquitectura simbólica sin ambigüedad). (pp. 244-249). Si a eso añadimos la idea, no menos humeana que las anteriores, de que la metafísica, de que la ontoteología en términos heideggerianos, subyacentes a la revelación, es la de un remitente fuerte (de un señor a un vasallo), que resulta consustancial a la concepción del mundo del homo hierarchicus (p. 251), tenemos los principales ingredientes para desmontar toda pretensión religiosa. Y, de hecho, vemos que hace uso de ellos, aunque con fortuna variable, a la hora de explicar funcionalmente lo más disfuncional de nuestros miedos de hoy. Que son los vinculados a la violencia de los tres monoteísmos abrahámicos, como plantea en Celo de Dios, un ensayo bien bello dedicado a un obstáculo bien feo de nuestro presente. La conclusión resulta sin embargo llamativamente un frágil diminuendo hasta el silencio: «Globalización significa que las culturas se civilizan mutuamente. El Juicio Final desemboca en el trabajo diario. La revelación se convierte en informe sobre el medio ambiente y en protocolo sobre la situación de los derechos humanos. Con ello retorno al leitmotiv de estas reflexiones, que se funda en el ethos de la Ciencia General de la Cultura. Lo repito como un credo y le deseo fuerza para propagarse con lenguas de fuego: sólo queda abierto el camino civilizatorio.»[7]SLOTERDIJK, Peter: Celo de Dios. Sobre la lucha de los tres monoteísmos. Siruela, Madrid, 2011, p. 162.
Es difícil articular un manifesto más complejo que el aquí propone Sloterdijk. Por un lado, esta acumulación de banalidades, de lo politically correct, por parte de alguien bastante impermeable en general a lo banal y a lo correcto. Parece casi una llamada de atención inversa, entre otras cosas si la comparamos con la dureza a menudo furibunda de su diatriba antirreligiosa. Y, por otro lado, esa enumeración de conceptos tranquilizadores se nos ofrece dentro de una recia hibridación con la retórica apocalíptica (Juicio Final, fuerza, lenguas de fuego). Ningún incendio y todos, juntos en el mismo texto. Nada de revelación, y todo puesto al desnudo junto a una llama que devora nuestras creencias, nuestros hábitos y nuestras promesas. El gnóstico ni siquiera reconoce una debilitación de la verdad o un enseñorearse hermenéutico de la misma. Y de dónde podría surgir semejante potencia sino de una convicción y saber que yacen ocultos a nuestra vista, como no iniciados que somos. Puede que la cláusula de blasfemia que nos propone Sloterdijk no sea otra cosa que esa autentificación de arrogancia, en cierto modo casi estatutaria, a la que debemos lo peor de los mejores profesores alemanes de filosofía. Y es verdad que él no engaña. No lo hace cuando lo mejor, ni tampoco por lo peor. Y todo parece una suerte de tentativa sobreactuada, incluida esa suerte de ontología estereométrica, que desarrolla con brillantez la indecibilidad entre el mapa y el territorio. O tal vez es que el territorio sólo consista en un paradójico parque formalmente high tech, aunque su materialidad sea la de cierto despojamiento zen y, tal vez, posthumano.
Título: La herencia del Dios perdido |
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Referencias
↑1 | SLOTERDIJK, Peter: La herencia del Dios perdido. Siruela, Madrid, 2019, p. 55. |
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↑2 | JONAS, Hans: La religión gnóstica. El mensaje del Dios Extraño y los comienzos del cristianismo. Siruela, Madrid, 2000. |
↑3 | SLOTERDIJK, Peter: Sin salvación. Tras las huellas de Heidegger. Akal, Madrid, 2019, p. 77. |
↑4 | VATTIMO, Gianni: Después de la cristiandad. Por un cristianismo sin religión. Paidós, Barcelona, 2021. |
↑5 | VATTIMO, Gianni: Creer que se cree. Paidós, Barcelona, 1996, p. 97. |
↑6 | VITIELLO, Vincenzo: Cristianismo sin redención. Nihilismo y religión. Trotta, Madrid, 1999, p. 99. |
↑7 | SLOTERDIJK, Peter: Celo de Dios. Sobre la lucha de los tres monoteísmos. Siruela, Madrid, 2011, p. 162. |