No fue por su extraño atuendo; a partir del segundo día no les llamaba la atención que fuera tapada hasta los tobillos con aquellos decimonónicos pichis de lana, amén de los jerséis de cuello vuelto. Ni por ser bajita, casi diminuta, y tuviera que ir con un cojín a todas partes de silla en silla para llegar a los sitios altos. Se burlaban de ella porque en aquella funeraria era la primera empleada que, mientras los maquillaba, hablaba a los finados: les preguntaba de qué color preferían las uñas, el pelo a qué lado, si iban a echar algo de menos…
Nadie la tomaba en serio. Ni cuando dos días después del entierro de una reputada pastelera del pueblo trajo un bollo que estaba para chuparse los dedos. Ni tras el sepelio del cerrajero, que fue capaz de abrir el armario del que se habían perdido las llaves. Ni siquiera tras el fallecimiento del agente de viajes, cuando se pasó toda la semana voceando cuáles eran los mejores lugares para ver las puestas de sol en Kuala Lumpur.
Todo cobró sentido esa mañana, la de la noticia del robo: por la noche habían entrado en la entidad financiera introduciendo el código de la alarma, desconectado las cámaras y, usando luego la numeración de la caja fuerte, la habían abierto y “limpiado”. Tenía que haber sido alguien de dentro, decía la policía. Arremolinados junto a la lápida del recién enterrado director del banco, todos allí ataron cabos; y ella ya no volvió al trabajo, claro.
SOMBRA AQUÍ, SOMBRA ALLÁ
19 julio, 2024
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