
Ensayo sobre VERNE, Jules: La esfinge de los hielos. Akal, Madrid, 2008.
Cada uno tiene su Verne particular. De hecho, para los de mayor edad, el escritor francés se llamó siempre Julio, aunque mucho más tarde comprendimos que los nombres propios no se traducen, que no pueden expropiarse a otra lengua. Jacques Derrida, que estaba obsesionado con el nombre, público o secreto, con la firma, incorporated o no, alguna vez afirmó que los nombres propios están ya traducidos, traicionados en origen. No son cosas ni sustantivos, sino aerolitos caídos del más silencioso de los cielos, entre la palabra y la causa, ni con el caso ni con la cosa. De Jules, antes Julio, compañero de mi infancia y de mi primera juventud, señalaría, entre otros muchos libros, La esfinge de los hielos, publicado en 1897. ¿Por qué? La respuesta rápida es que esta novela nos ofrece la más sorprendente de las aventuras, nada menos que la odisea de una lectura. Con ella podemos tener la experiencia de Verne como lector, ya que el conjunto cobra sentido como una lectura particular de la Narración de Arthur Gordon Pym de Edgar Allan Poe, del año 1838. Esa aproximación se realiza desde el primer momento, lo hace incluso con aparente independencia a la crítica del libro de Poe, esto es, determinando una distancia entre ambos escritores que la sobrepasa: “Después de una escala de seis o siete días, la goleta se haría de nuevo a la mar con dirección a Tristán de Acuña, donde llevaba cargamento de mineral de estaño y cobre. Tenía el proyecto de permanecer algunas semanas del buen tiempo en esta última isla. Desde aquí contaba partir para Connecticut. No me olvidaba, sin embargo, de reservar al azar la parte que en todo proyecto humano le corresponde, pues como ha dicho Edgar Allan Poe, siempre es prudente tener en cuenta lo imprevisto, lo inesperado; y los hechos fortuitos, accidentales, merecen no ser olvidados, y el caso debe incesantemente ser materia de riguroso cálculo. Y si menciono a nuestro gran autor norteamericano, es porque, aunque yo sea hombre de espíritu muy práctico, de carácter muy serio, y de natural poco propenso a lo fantástico, no por eso admiro menos a este genial poeta de las extravagancias humanas.”[1]VERNE, Julio: La esfinge de los hielos. Molino, Barcelona, 1985, pp. 11-12. (Las citas de esta edición de referencia aparecerán en adelante con el número de página entre paréntesis).
Esta observación, nada más empezar la novela, es lo bastante densa y rica como para solicitar nuestro análisis. Por una parte, se asume a Poe como guía, no ya la Narración de Arthur Pym, aunque ella será, de hecho, la que conduzca el relato que de esta manera se inaugura, sino al autor mismo, tomado, por así decir, desde su concepción del mundo, que es una que otorga la primacía a lo fantástico, a diferencia con respecto a lo que propone sobre sí mismo Verne. Vamos a quedarnos con esta ambivalencia, con este titubeo si se quiere, porque, con su sí y con su no, va a acompañarnos durante todo el itinerario. Lo que nos dice Verne es que resulta necesario calcular, en definitiva, lo incalculable. Que se principia por aquí, pues, como afirmará Vladimir Jankélevitch, “el principio de la aventura es un decreto autocrático de nuestra libertad y, en esa medida, como todo acto arbitrario y gratuito, de naturaleza un poco estética. Pero, de pronto, el hombre descomprometido se compromete a fondo.”[2]JANKÉLÉVITCH, Vladimir: La aventura, el aburrimiento, lo serio. Taurus, Madrid, 1989, p. 17. La seriedad de la aventura consiste en que, a partir de un cierto punto, ya no se puede volver atrás. Y cada uno de los lectores, ya sea de Poe o de Verne, está tan atrapado que no puede dejar de leer, igual que, en cierto momento, la nave no puede sino derrotar hacia el sur boreal. Sin embargo, y como veremos, el Verne lector, que no el escritor, no deja de mirar hacia atrás, puesto que se trata de ir lo más lejos que se pueda hasta donde Poe va, pero sin hundirse con él. Este continuo mirar por encima de su hombro tiene mucho que ver con lo que Harold Bloom ha llamado la ansiedad de las influencias, y que no tiene en sí misma nada de negativo, sino más bien todo lo contrario. Por cierto que, en el ensayo dedicado a la misma, ya un verdadero clásico, Bloom dictamina la diferencia esencial entre la esfinge, que es peligrosa y sexual (naturaleza), y el querubín más cercano a lo humano (la creación), de acuerdo con Milton, Blake y Emerson.[3]BLOOM, Harold: La angustia de las influencias. Monte Ávila, Caracas, 1973, p. 47. Me atrevo a decir que la novela de Verne va de esto, de una esfinge invertida, que es aquella que no nos hace preguntas sino a la que preguntamos. Ella, la salvaje e inacabada. La Narración de Poe interpretada por la mirada masculina y angustiada de Verne. ¿Cómo de angustiada? ¿Desde hace cuánto tiempo? Pues desde 1864, por lo menos, cuando el francés escribe, después de haber resumido el texto de Poe: “Y el relato resulta interrumpido de esta manera. ¿Quién podría retomarlo? Uno un poco más audaz que yo y más atrevido como para avanzar en el dominio de las cosas imposibles.”[4]VERNE, Jules: Edgar Poe et ses oeuvres. Culturea, Nice, 2023, p. 57. Reto doble, redoblado (audacieux y hardi) que le persigue ya hace treinta años. Joseph Conrad escribía en sus notas de letras de 1905: “Puede que el único deseo verdadero de la humanidad, revelado así a la luz de sus horas de ocio, sea el alcanzar el reposo. Esto no se logra con las novelas de Mr. Henry James. Sus libros terminan como lo hace un episodio de la vida. Queda uno con la sensación de que ésta continúa; hasta la sutil presencia de los muertos es sentida en ese silencio que cae sobre las creaciones de los artistas cuando la última palabra ha sido leída. Es eminentemente satisfactoria, pero no final. Mr. Henry James, gran artista e historiador fiel, jamás intenta lo imposible (never attemps the impossible)”.[5]CONRAD, Joseph: Notas de vida y letras. Cotal, Barcelona, 1981, p. 18.
Y eso, lo que se había prometido Verne que no sería capaz de hacer es lo que, sin embargo, intenta, a lo mejor porque están lejos todavía los tiempos de la opera aperta, y porque este plus de verismo, que da lo inacabado, se le hace en el fondo insoportable. Ese plus de verdad, ese exceso, sabemos por lo menos desde Aristóteles que es el de lo verosímil. De hecho, si nos sumamos al estudio de Tzvetan Todorov sobre lo fantástico, que nadie podría discutir hoy en lo fundamental, a la verosimilitud aristotélica, que se refiere sobre todo al relato histórico, lo verosímil fantástico añadiría una noción diferente, tomada directamente de Freud, que es la de lo extraño o siniestro (Unheimlich), pues como Todorov observa, precisamente a través de otro relato de Poe, La caída de la casa Usher, lo siniestro realiza una sola de las condiciones de lo fantástico, que es la descripción de ciertas reacciones, en particular la del miedo: “está unido a los sentimientos de los personajes y no a un acontecimiento material que desafía a la razón como en lo maravilloso, que se caracterizará al contrario por la sola existencia de hechos sobrenaturales, sin implicar la reacción que ellos provocan en los personajes.”[6]TODOROV, Tzvetan: Introduction à la littérature fantastique. Seuil, Paris, 1970, p. 52. Más que la triste caída de los Usher, nos concierne ahora otro texto, en su doble condición de epítome de lo siniestro y de lo inacabado, porque está en la base tanto de la Narración de Arthur Gordon Pym, como, por otra parte, del otro relato náutico, Un descenso al Maelström. Me refiero al Manuscrito hallado en una botella, de 1833, con el que ganó Poe un concurso patrocinado por el Saturday Visitor, en el que tal vez fuera su éxito más unánimemente celebrado, si nos atenemos a las memorias de John Latrobe, uno de los miembros del jurado, y como podemos apreciar en la deliciosa biografía que ha publicado entre nosotros Eduardo Caamaño.[7]CAAMAÑO, Eduardo: Edgar Allan Poe. Almuzara, Córdoba, 2023, p. 145. Justo antes de hundirse en la vorágine y acabar así de manera inacabada, el mensaje en la botella recoge esto que, a mi juicio, contiene como en una pepita el secreto de la literatura fantástica: “Supongo que es absolutamente imposible concebir el horror de mis sensaciones; sin embargo, sobre mi desesperación predomina la curiosidad de penetrar en los misterios de estas horribles regiones, y me reconcilia con la más atroz apariencia de la muerte. Es evidente que nos precipitamos hacia algún apasionante descubrimiento, un secreto incomunicable cuyo conocimiento entraña la destrucción. Quizá esta corriente nos lleva hacia el polo Sur mismo. Preciso es confesar que una suposición tan desorbitada en apariencia tiene todas las probabilidades a favor.”[8]POE, Edgar Allan: Manuscrito hallado en una botella, en Cuentos I. Alianza, Madrid, 2010, pp. 118-119. A supposition apparently so wild, reza el supuesto manuscrito, que hemos citado por Julio Cortázar. Y esa suposición salvaje desencadena, inmediatamente a continuación, el salvajismo que cancela la escritura y que la deja, por así decir, con la última palabra. Queremos saber y no saber, hechizados por lo que deseamos y que a la vez nos repugna o inquieta. ¿Hasta qué punto no está hechizado el propio Verne por la Narración en La esfinge de los hielos? De hecho, vuelve a resumirla en el quinto capítulo (pp. 41-52).
¿Cómo repite Verne? Pues lo hace críticamente, separando, distinguiendo según el krinein, el criterio o la criba de la razón.
Porque leer mal, esto es, tomando la fantasía por realidad, es una locura (p. 40). Sin embargo, Poe es un poderoso genio, nos dice Verne, que es capaz de imponer como realidad lo que es ficticio (p. 55). El cribaje ha sido hecho: más allá del círculo polar se acaba lo verídico en el relato (p. 42). Incluso se permite Verne conjeturar el porqué de lo inacabado de la aventura, acotando su conjetura, eso sí, en una laudatio inequívoca: “He aquí la novela creada por el genio extraordinario del más grande poeta del nuevo mundo. Termina en el punto que dejó relatado, aunque más propio es decir que no termina. En mi opinión, en la imposibilidad de imaginar desenlace apropiado a tan extraordinarias aventuras, se comprende que Edgar Allan Poe interrumpiera su narración con la muerte “repentina y deplorable de su héroe”, dejando la esperanza de que si se encuentra alguna vez serían publicados los dos o tres capítulos que faltan.” (p. 52). Uno de los aspectos, que podría pasar desapercibido a primera vista en el krinein de Verne, es la crisis que supone la intervención de Tigre, el Terranova de Pym, pues el embarque del perro como polizón, lo juzga una “circunstancia bastante inverosímil.” (p. 43). No obstante, en la isla de Tsalal, hundida por un terremoto de tal manera que hemos perdido esa biblioteca sin libros, provista de enigmáticos petroglifos y de escritura ógmica, lo que puede juzgarse como la mayor traición verniana, se produce el movimiento inverso, ya que en lo que queda del valle de Klock-Klock, hallan el oxidado collar del perro Tigre (pp. 140-141), suspendiendo así lo que se juzgaba explícitamente inverosímil. Por lo tanto, el cribaje de Verne se había hecho para devolverle todo a la ficción, y justo en el momento más crítico y decepcionante para los que antes habíamos sido hechizados por Poe. La esfinge de los hielos, presentada como una re-lectura racionalista del texto del americano, en realidad multiplica los golpes de efecto, los sueños y la visiones, por no hablar de los mensajes en la botella o en el bolsillo, de las inscripciones medio borradas y de los presagios. Esta abundancia es coherente con la triple naturaleza que el filósofo Michel Serres halla, en su Jouvences sur Jules Verne, en los viajes extraordinarios, que son como ciclos que se distribuyen de manera diversa en cada uno de ellos: el iniciático, el del programa etnográfico y el geográfico[9]SERRES, Michel: Jouvences sur Jules Verne. Paris: Minuit, 1991. p. 23. La política o la etnografía están todo lo lejos que pueden darse en La esfinge, cuando se habla de la comunidad de un navío, por definición interclasista e incluso interracial. Pues lo que prima aquí es lo iniciático y lo mágico. En cuanto a la geografía, y como hará otras veces, el católico y conservador Verne se aúpa la autoridad de un communard anarquista como Elisée Reclus (p. 80). Porque si algo nos ha enseñado releer esta novela hoy es la verdad del dictum del mencionado Michel Serres sobre el escritor francés, y es el de que en Verne no hay ni una sola línea recta. No hay, y en esto menos que en ninguna parte, una línea recta entre lo real y lo ficticio. Sí, el intérprete entiende que lo fundamental en Poe es el delirio. Pero como sabemos bien desde que Jacques Lacan diese sus primeros pasos escribiendo sobre la psicosis paranoica, no hay nadie más realista que un delirante. Y así, Verne cuenta acaso la mentira más gruesa de esta novela tan bien provista, auténtico retablo de las maravillas, de las mismas: “Lo cierto es que nunca ha visto nadie en estos libros otra cosa que obras de imaginación.” (p. 51). ¿Seguro que sí? ¿No sería más cierto que el propio entusiasmo de Poe con su capacidad deductiva, que fue expuesto en El jugador de ajedrez de Maelzel, indica una frontera mucho más porosa? Si no nos bastase con este brillante ejercicio, en la sugestiva miscelánea romántica de Poe, con el que el mismo Walter Benjamin resultase imantado, de tal manera que el jugador escondido, el que lleva las riendas sobre la filosofía materialista, sería la teología, porque es difícil de mirar, uniéndose así al Jorobadito, esa especie de amicus/inimicus imaginario e infantil que perseguirá durante toda la vida al filósofo, y a quien dirigirá sus quejas y sus plegarias. Si no nos bastase con ello, digo, ha demostrado Daniel Stashower en su brillantísimo ensayo sobre el caso de Mary Rogers, que Poe transformará en El misterio de Marie Rogêt, el segundo caso del detective Auguste Dupin, y que el público americano leyó como una solución en clave de la brutal violación y asesinato de una muchacha de reputada belleza, acontecimiento criminal que había conmovido a la población neoyorkina, suponiendo además un fortísimo impulso para el nuevo estilo de prensa amarilla, protagonizado entonces por el recién nacido Herald.[10]STASHOWER, Daniel: Edgar Allan Poe y el misterio de la bella cigarrera. Alba, Barcelona, 2010. No, Poe estaba más que preparado para que la gente leyese su escritura más allá de una mera ficción. No menos que el mismo Verne a propósito de sus obras, en realidad. Como queda de manifiesto en este intrincadísimo encaje de lo maravilloso y lo inverosímil, contraído hasta lo indistinguible, en esta fábula de lo desconocido, de la amistad, y de la volátil identidad de un juego de máscaras en el que nadie es quien parece ser.
Esto nos lleva a la dificultad intrínseca para hablar de Jules Verne en sí mismo, fuera de sus textos. Esta es una diferencia, y no pequeña, con el propio Poe, adornado con todos los atributos del poeta romántico y maldito. Verne es el mujeriego y el fidelísimo, el homosexual pederasta, el tradicionalista recalcitrante, el socialista utópico, el viajero y el sedentario, el generoso y el tacaño, etc. Aquí caben dos soluciones ideales, que son las que se plantean en dos monografías, por lo demás estupendas, sobre él. La primera es la de Herbert Lottman, que consiste en tachar casi todas las atribuciones que se han propuesto sobre Verne. Al final el propio autor, si confirmáramos este punto de vista, sería Nemo, nadie, y nosotros sus lectores, los cíclopes engañados por su astucia.[11]LOTTMAN, Herbert: Jules Verne. Anagrama, Barcelona, 1998. La segunda es la de Lucian Boia, quien vendría a abundar en la naturaleza paradójica o dialéctica del mismo Verne, hasta el punto de que sería cada una de las cosas que se dicen de él, pero también lo contrario.[12]BOIA, Lucian: Jules Verne. Les paradoxes d’un mythe. Les Belles Lettres, Paris, 2005. De esta manera Verne sería un mito, desmontado o deconstruido a cada momento por Boia, pero no por ello menos mítico. En cualquier caso, la multiplicidad con la que se nutre la leyenda del novelista, surge de una combinación casi irresistible de la continuidad, que es propia de la literatura por entregas, del folletón, con una extraordinaria variedad. Puede que en ningún otro elemento narrativo fijo de la literatura de aventuras, se aprecie esto mejor que en el del naufragio, manejado hasta la saciedad por Verne. Este motivo es estudiado por Florent Montaclair, bajo una panoplia semiótica que incluye: a) la frecuencia y la naturaleza de su aparición, b) las víctimas, c) las causas, d) las funciones narrativas, que son las de un blanco o una falta, e) desde el punto de vista filosófico, es revelador del alma humana, recrea el mundo humano, ofrece la ocasión para preguntarse sobre los seres excepcionales, y adquiere un valor simbólico.[13]GILLI, Yves, MONTACLAIR, Florent, PETIT, Sylvie: Le naufrage dans l’oeuvre de Jules Verne. L’ Harmattan, Paris, 1998. En particular, el naufragio de la novela que comentamos no supone una detención del viaje, sino que supone la continuación del mismo, ya que el navío se encaja contra un iceberg que sigue su propia deriva. Antes de que se produzca el naufragio definitivo, Verne nos ofrece un estado mixto, a la vez encallado y móvil, que lejos de poner en suspenso la ejecución de tareas, las acelera para conseguir un refugio en esta insegura nave de hielo.
La esfinge verniana es sólo una estación en el periplo de la recepción de este texto de Arthur Gordon Pym. De hecho, el más inmediato a la obra de Verne es una novela de ínfima calidad, firmada por Charles Romyn Dake en 1899 y que se titula Un extraño descubrimiento, que yo mismo he descubierto en la investigación para escribir estas líneas.[14]ROMYN DAKE, Charles: Un extraño descubrimiento. Saco de Huesos, Zaragoza, 2014. Dake es un médico homeópata, con una biografía tan oscura que él mismo podría pasar por un personaje de ficción, aunque esta sea triste y previsible. Resumiendo, y porque no da para más, lo que efectúa Dake es la destrucción, probablemente no intencionada, del relato de Poe, incluyendo permanentes digresiones filosóficas y políticas, que son un tedioso monumento a la banalidad, aunque reconozco que una segunda lectura en términos sociológicos –que no literarios- podría resultar fructífera, y todo ello lo reanima incluso con una historia de amor, de una sumaria sentimentalidad, vivida por el propio Arthur Gordon Pym en esa extremidad boreal. Parece como que el final de la Narración, que no es sino una nota añadida al presunto testimonio por el receptor Poe, no hubiese satisfecho a nadie, y a nadie menos que al tal Dake, pese a la terrible admonición escrita, que no sabemos, no podemos saberlo, si pertenece a los caracteres etiópicos inscritos en Tsalal, nuestra isla escrita y hundida, o es un añadido debido al transmisor. Es verdad que ese final, trasladado en cursiva por Julio Cortázar, resulta tan inquietante como el original, aunque este aparece en cursiva y entre comillas, enfatizando la naturaleza abrupta de la cita: “I have graven it within the hills, and my vengeance upon the dust within the rock”.[15]POE, Edgar Allan: The Complete Tales and Poems. Penguin, London, 1982, p. 883.
Esa dureza profética se la toma muy en serio el siguiente comentador de Arthur Gordon Pym, nada menos que Lovecraft, con su En las montañas de la locura, que, aunque se independiza casi por completo de la Narración, salvo en lo que se refiere al final con el sobrecogedor Tekeli-li, que ya no sabemos si es logos o mera foné producida por animales, según la distinción clásica aristotélica, en este caso emitida por unos espantosos pingüinos albinos gigantes y ciegos, atemorizados dentro de los pasadizos monumentales de una necrópolis arrancada a una raza inmemorial y maldita. A pesar de esa autonomía, Lovecraft parte de una cita del poeta Poe. Nada menos que de su Ulalume, si bien no menciona el título del poema, y que asocia al descubrimiento del volcán antártico del Monte Erebus en 1940: “las lavas que derraman sin descanso/ sus sulfúreas corrientes por el Yaanek/ en las más lejanas regiones del Polo/ que gimen al rodar por las laderas del monte Yaanek/ en las tierras del polo boreal.”[16]LOVECRAFT, H.P.: En las montañas de la locura. Alianza, Madrid, 1985, p. 13. Podría decirse que, pese a su autonomía o más bien gracias a ella, el extraño de Providence efectúa una restitutio ad integrum literaria del texto que en Verne había sido sometido a una compleja y fascinante dialéctica, como hemos intentado mostrar aquí.
La isla Tsalal volverá a ser reflotada, si bien de manera algo indirecta, en La secta del Fénix de Jorge Luis Borges: “El rito constituye el Secreto. Éste, como ya indiqué, se transmite de generación en generación, pero el uso no quiere que las madres lo enseñen a los hijos, ni tampoco los sacerdotes; la iniciación en el misterio es tarea de los individuos más bajos. Un esclavo, un leproso o un pordiosero hacen de mistagogos. También un niño puede adoctrinar a otro niño. El acto en sí es trivial, momentáneo y no requiere descripción. Los materiales son el corcho, la cera o la goma arábiga. (En la liturgia se habla de légamo; éste suele usarse también.)”[17]BORGES, Jorge Luis: Ficciones. Alianza, Madrid, p. 192. Emir Rodríguez Monegal, en su ensayo Borges: el escritor como lector, en el que examina la concepción del mundo pesimista de Borges, muy tintada por Schopenhauer y por su rechazo de la cópula humana como una suerte de despersonalización, apunta que la mención a la goma arábiga está tomada de la descripción de los ríos de la isla Tsalal, pues ya había escrito sobre la Narración de Arthur Gordon Pym en la colección de Discusión.[18]RODRIGUEZ MONEGAL, Emir: Borges: el lector como escritor, en V.V.A.A.: Convergencias/Divergencias/Incidencias. Tusquets, Barcelona, 1973, p. 321.En cierto modo, Borges, o acaso también Rodríguez Monegal, aciertan al sugerir está inspiración para la descripción de Poe, dada la actitud de éste hacia la sexualidad, que a lo mejor resultaría demasiado simple arrastrar hacia Edipo, como hace Marie Bonaparte, la princesa del psicoanálisis, dogmática y neurótica a partes iguales. Porque en tal caso se nos escaparía lo que yo creo que cuenta más en Poe, y a lo que algún día me he prometido dedicar mucho más tiempo. El valor de Poe es el del descubrimiento de la escritura, el de la autoconciencia de eso que llamamos texto, y que no se ha de confundir sin más con la obra, dado que esta se vincula con lo canónico y con la autoría en un sentido mucho más sencillo, inmediato e ingenuo. Podemos afirmar que Poe enseña a los americanos qué es la escritura, y que incluso paga un alto precio por ello, dada la incapacidad temporal de este pueblo nuevo para asimilar esa rebelión romántica. No es de extrañar, todavía, que el más que interesante José María Bardavío, parece víctima de una suerte de eso que Marcuse llamaría desublimación represiva, al dedicar, en sus Fantasías uterinas en la literatura norteamericana, nada menos que dos capítulos a la Narración y omitir lo que resulta fundamental para la novela misma, que son los actos de escritura e interpretación que se ejecutan en la bodega del bergantín Grampus.[19]BARDAVÍO, José María: Fantasías uterinas en la literatura americana. Prensas Universitarias, Zaragoza, 1988, pp. 73-92. La escena primaria puede que sea esta, es decir, la de la perversión como escritura o la de la escritura como perversión e impulso, a la vez artificial e indomeñable.
La misma tachadura observamos en la catástrofe sísmica de la isla Tsalal propuesta por Verne, dado que toda ella es escritura. Por fortuna se trata solo de una bella traición, porque en el conjunto de La esfinge, verdadero vuelo mágico de un escritor como lector, se multiplicarán los mensajes, las advertencias, la trabajosa interpretación. A veces, como ocurre por ejemplo en La Jangada, todo se centra en descifrar lo cifrado, porque Verne ha tomado buena nota del placer, del goce habría que decir para ser más exactos, de la criptografía en El escarabajo de oro. Sin abandonar el terreno de lo siniestro, el naturalista Verne no podría sino asentir agradecido cuando su inspirado americano buscará también el temblor en la descripción de la Esfinge Calavera, del género Sphinx, de la familia Crepuscularia, del orden Lepidoptera y de la clase Insecta. Puede que la literatura fantástica constituya una suerte de entomología del mal agüero, como ya habremos advertido, a medias cazadores y coleccionistas.
Título: La esfinge de los hielos |
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Referencias
↑1 | VERNE, Julio: La esfinge de los hielos. Molino, Barcelona, 1985, pp. 11-12. (Las citas de esta edición de referencia aparecerán en adelante con el número de página entre paréntesis). |
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↑2 | JANKÉLÉVITCH, Vladimir: La aventura, el aburrimiento, lo serio. Taurus, Madrid, 1989, p. 17. |
↑3 | BLOOM, Harold: La angustia de las influencias. Monte Ávila, Caracas, 1973, p. 47. |
↑4 | VERNE, Jules: Edgar Poe et ses oeuvres. Culturea, Nice, 2023, p. 57. |
↑5 | CONRAD, Joseph: Notas de vida y letras. Cotal, Barcelona, 1981, p. 18. |
↑6 | TODOROV, Tzvetan: Introduction à la littérature fantastique. Seuil, Paris, 1970, p. 52. |
↑7 | CAAMAÑO, Eduardo: Edgar Allan Poe. Almuzara, Córdoba, 2023, p. 145. |
↑8 | POE, Edgar Allan: Manuscrito hallado en una botella, en Cuentos I. Alianza, Madrid, 2010, pp. 118-119. |
↑9 | SERRES, Michel: Jouvences sur Jules Verne. Paris: Minuit, 1991. p. 23 |
↑10 | STASHOWER, Daniel: Edgar Allan Poe y el misterio de la bella cigarrera. Alba, Barcelona, 2010. |
↑11 | LOTTMAN, Herbert: Jules Verne. Anagrama, Barcelona, 1998. |
↑12 | BOIA, Lucian: Jules Verne. Les paradoxes d’un mythe. Les Belles Lettres, Paris, 2005. |
↑13 | GILLI, Yves, MONTACLAIR, Florent, PETIT, Sylvie: Le naufrage dans l’oeuvre de Jules Verne. L’ Harmattan, Paris, 1998. |
↑14 | ROMYN DAKE, Charles: Un extraño descubrimiento. Saco de Huesos, Zaragoza, 2014. |
↑15 | POE, Edgar Allan: The Complete Tales and Poems. Penguin, London, 1982, p. 883. |
↑16 | LOVECRAFT, H.P.: En las montañas de la locura. Alianza, Madrid, 1985, p. 13. |
↑17 | BORGES, Jorge Luis: Ficciones. Alianza, Madrid, p. 192. |
↑18 | RODRIGUEZ MONEGAL, Emir: Borges: el lector como escritor, en V.V.A.A.: Convergencias/Divergencias/Incidencias. Tusquets, Barcelona, 1973, p. 321. |
↑19 | BARDAVÍO, José María: Fantasías uterinas en la literatura americana. Prensas Universitarias, Zaragoza, 1988, pp. 73-92. |