El momento, el instante… quizás una instancia esencial en la poesía de Eliot, sentido de una pregunta; motto que se graba y se repite, en forma de referencias sin explicación particular, como en estos versos de La canción de amor de J. Alfred Prufrock: «¿Debería yo, después del té y los pasteles y los helados, / tener la entereza de forzar el momento hasta su crisis?»[1]ELIOT, T. S. 1974. Collected Poems. London: Faber and Faber, pp. 5-6 (en adelante, todas las referencias, extraídas de esta edición, se consignarán entre paréntesis y las traducciones serán nuestras, salvo indicación contraria). Empecemos por aquí. O por el instante como motor de la exploración poética y filosófica de los Cuatro Cuartetos, como en un célebre pasaje de Burnt Norton: «Sólo en el tiempo aquel instante en la rosaleda, / el instante en el cenador donde la lluvia golpea, / o en la iglesia ventosa, envueltos por el incienso, / pueden ser recordados; situados en pasado y futuro. / Solo a través del tiempo se conquista el tiempo» (180). El momento también se evoca, de manera indirecta, a través de una serie de imágenes que incluyen el punto inmóvil del mundo que gira. El uso del sustantivo punto en lugar de momento o instante permite al poeta mostrar la espacialidad de esa unidad tan evasiva que es el momento. En Burnt Norton, este poeta virgiliano comprende y, tal como apunta Gareth Reeves, «recuerda el momento de la experiencia en el tiempo, lo temporal, para alcanzar su opuesto, el momento fuera del tiempo, lo atemporal e intemporal. Sólo distinguiendo entre ambos puede pasar de uno a otro, reconciliándolos»[2]REEVES, Gareth. 1989. T. S. Eliot: a Virgilian poet. New York: Palgrave MacMillan, p. 150. De todas formas, al situarlo en el espacio, es posible, por ejemplo, utilizar preposiciones o adverbios, como marcamos en este otro pasaje de Burnt Norton: «En el punto inmóvil del mundo que gira. Ni corporal ni incorpóreo, / ni desde ni hacia otro sitio: allí está la danza. / Ni detención ni movimiento. Y no llaméis fijeza / a ese lugar donde se unen pasado y futuro. Ni ida ni vuelta, / ni caída ni ascenso. De no ser por ese punto, el punto inmóvil, / no habría danza, y sabemos que solo existe la danza. / Puedo decir tan solo: hemos estado allí, pero no dónde. / Y tampoco cuánto, porque sería situarlo en el tiempo» (179).
Y no llaméis fijeza, exhorta Eliot, con shakesperiana lengua de hierro de medianoche. Esta advertencia parece reflejar la preocupación de que su exploración poética pueda quedar reducida a conceptos congelados por términos como fijeza. El poema crea así un nuevo concepto, un proceso que consiste en plantear y rechazar de inmediato conceptos afianzados, preexistentes, que podríamos haber estado tentados de equiparar con el que se está desarrollando ante nuestros ojos en el modo poético; con el propósito, en esencia, de plantear y rechazar inmediatamente conceptos que podrían haber parecido aproximarse al concepto que está creando. Porque el poema de Eliot, pienso, no declara, sino que ha devenido creación lingüística. Y la creación de un nuevo concepto, con toda la asimilación y comunicación de la experiencia que ello implica, es quizá el mayor de sus logros lingüísticos. Es precisamente el rechazo de la binariedad conceptual, mediante la negación de los sustantivos o preposiciones que las designan (ni detención ni movimiento, ni ida ni vuelta), lo que permite al poeta explorar la complejidad del momento de otra manera, en un modo poético que sin duda podría reivindicar aquí el título de método teórico destinado a forjar conceptos. El uso de la negación (ni) y la repetición de esta negación permiten al poeta expresar la naturaleza fluida e inasible del momento; la imposibilidad de fijarlo, o la necesidad de que el poeta no lo haga. Al intentar fijar el punto, el poeta corre el riesgo de sentirse decepcionado, porque el punto geométrico siempre está sobrerrepresentado simbólicamente, por una marca que se ha hecho visible, punto de intersección de dos líneas rectas, cuando él mismo no lo es, ya que no tiene superficie, longitud, anchura o grosor. Su representación simbólica tiende a fijar el punto (entre dos rectas), pero nunca hace otra cosa que señalar el punto como concepto teórico, a la vez presente y ausente, visible e invisible.
La aprehensión del instante, que sería la contrapartida temporal del punto espacial, parece un intento de captarlo tratando de representar una duración que es en sí misma inseparable e irrepresentable, obteniendo así, tal como escribe Bergson en La evolución creadora, «una imitación artificial de la vida interior, un equivalente estático que se prestará mejor a las exigencias de la lógica y del lenguaje, precisamente porque se habrá eliminado de él el tiempo real. […] Porque nuestra duración no es un instante que reemplaza a un instante: entonces, no habría nunca otra cosa que el presente, no habría prolongación del pasado en lo actual, ni evolución, ni duración concreta. La duración es el progreso continuo del pasado que corroe el porvenir y que se dilata al avanzar»[3]BERGSON, Henri. 1963. Obras escogidas. Madrid: Aguilar, pp. 441-442. El instante no es más que un apunte, un subrayado, pero no tiene existencia fuera de este apunte: «Es verdad que nuestra vida psicológica está llena de imprevistos. Surgen mil incidentes que parecen dar un tajo sobre lo que precede y no referirse ya a lo que les sigue. Pero la discontinuidad de sus apariciones se destaca sobre la continuidad de un fondo en el cual se dibujan y al que dan la sinfonía los golpes de tambor que suenan de cuando en cuando. Nuestra atención se fija en ellos porque le interesan más, pero cada uno de ellos es llevado por la masa fluida de nuestra existencia psicológica entera. Cada uno de ellos no es más que el punto mejor iluminado de una zona móvil que comprende todo lo que sentimos, pensamos, queremos, todo lo que somos, en fin, en un momento dado. Es esta zona entera la que constituye, en realidad, nuestro estado. Ahora bien, de los estados así definidos puede decirse que no son elementos distintos. Se continúan unos a otros en un transcurso sin fin»[4]Ibíd., pp. 440-441.
El uso del adverbio allí en el pasaje citado más arriba podría sugerir que se ha encontrado un lugar, al apuntar a un lugar identificado de antemano, quizás sólo imaginado, soñado; un lugar que permanece lejos, allí. Este señalamiento sólo es válido como señalamiento infinito, ya que se dice que el lugar en cuestión no es asignable fuera de este señalamiento. «Puedo decir tan solo: hemos estado allí, pero no dónde». Este lugar es siempre el de una referencia, hacia un antes o un después, un señalar hacia atrás o hacia delante. Allí simplemente anula la inmovilidad que la preposición podría haber sugerido. La danza es movimiento, no estasis. Más que eso, esta danza que Eliot intenta describir en sus Cuartetos es el movimiento de lo que no puede permanecer en su sitio, de lo que oscila, vacila sin cesar, en un movimiento perpetuo. En la última sección de Burnt Norton, el poeta escribe que las palabras no se quedan fijas, jamás quietas: «Las palabras se mueven, la música se mueve / tan solo en el tiempo; pero solo lo que vive / puede morir. Las palabras, después de hablar, alcanzan / el silencio. Solo por la forma o el patrón / pueden las palabras o la música alcanzar / la quietud, como un jarrón chino / se mueve para siempre en su quietud. / No la quietud del violín, mientras dura la nota, / no solo eso, sino la coexistencia, / o decir, por ejemplo, que el fin precede al principio, / y que fin y principio han estado siempre ahí, / antes del principio y después del fin. / Y todo es siempre ahora. Las palabras se tensan, / quiebran y rompen a veces, bajo el peso / y la tensión, resbalan, se deslizan, perecen al fin. / Decaen del todo, no se quedan fijas, / jamás quietas. Unas voces chillonas, / regañando, burlándose, o solo parloteando, / les asaltan por siempre. La Palabra en lo baldío / es atacada por voces tentadoras, / por la sombra que llora en la danza fúnebre, / el lamento en voz alta de la quimera desolada» (181-182).
La forma que permite inscribir las palabras a pesar de su debilidad, de su vulnerabilidad o fragilidad, es el propio poema. Pero esta inmovilidad no es fijeza. Es una inmovilidad en movimiento, viva y nunca inerte, cuyo ritmo pausado, dirá Villoria, es el medio de obtener un orden, el deseo de controlar el significado de la vida[5]VILLORIA, Secundino E. 1978. Estructuras míticas en poesía. Un aspecto de estilística interna en la obra de T. S. Eliot. Valencia: Bello, p. 259. Si el jarrón chino puede moverse en su inmovilidad, es porque alguien lo mira, lo aprehende o rodea y, al hacerlo, lo pone en movimiento. Lo mismo puede decirse del poema, pues el poema impreso, sin un par de ojos que escudriñen su superficie, no es más que una apariencia de marcas inmóviles. La imagen del jarrón chino parece ser utilizada por Eliot para sugerir tanto la necesidad de un agente que lea y conecte, el lector que conectará los signos entre sí, subrayando en el proceso la imposibilidad de que cualquier signo tenga sentido fuera del sistema que es el lenguaje, y fuera de esa unidad compleja que es el poema, como la naturaleza paradójica del poema como duración y momento; momento de suspensión o impulso. Arte, en definitiva, de la meditación, como bien escribe Frye: «Escuchamos una sinfonía en el tiempo ordinario, pero su comienzo implica un final; miramos un cuadro en el espacio ordinario, pero su tensa energía es movimiento detenido, como un jarrón chino nos da la sensación de que se mueve para siempre en su quietud. Así pues, el arte es una técnica de meditación»[6]FRYE, Northrop. 1963. T. S. Eliot. Edinburgh: Oliver and Boyd, p. 45. Las palabras requieren su tiempo. Lleva tiempo escribirlas y tiempo leerlas.
Ese momento dentro y fuera del tiempo que todo el mundo puede experimentar, cuando algo se vislumbra o se pierde, cuando algo aparece pero no puede ser captado; un momento que, para Eliot, sólo puede ser representado como apuntar, o señalar. Es en el modo poético la forma en que Eliot aprehende tales momentos, incluso si la conciencia de que cualquier intento de hacerlo sólo puede conducir al fracaso, digámoslo así, encuentra su expresión en la voz de East Coker: «Así que aquí estoy, en medio del camino, después de veinte años – / veinte años perdidos, los años de entreguerras- / intentando manejar las palabras, y cada intento / es un nuevo comienzo, y un nuevo fracaso. / Porque solo he aprendido a obtener lo mejor de las palabras / para lo que ya no hace falta decir, o la forma en que / ya no quiero decirlo. Y así, cada aventura / es un nuevo comienzo, una incursión en lo nunca dicho / con un equipo raído que siempre se deteriora / en el desorden general de un sentimiento impreciso, / con las brigadas díscolas de la emoción. Y lo que íbamos a conquistar / por la fuerza y la sumisión, ya ha sido descubierto / una o dos, o varias veces, por hombres a los que no se puede esperar / emular –aunque no haya competencia-. / Sólo existe la lucha por recuperar lo que se ha perdido / y encontrado y perdido de nuevo: y ahora, en condiciones / poco propicias. Pero tal vez sin ganancia ni pérdida. / Para nosotros, solo existe el intento. El resto no es asunto nuestro» (190). Aquí está el poeta, nel mezzo del cammin, donde todo sucede, como le ha ocurrido a nuestra vida en un pasado cercano y lejano. Pero en el fondo de las cosas reina ese bleak Midwinter, como escribiría la gran Christina Rossetti; en lo más frío del crudo invierno, en lo baldío. Es el triunfo final del luto, la melodía terrosa de la tristeza y, aún, la lucha de Jacob con el ángel de la muerte, que no ha terminado. La prueba continúa: debemos conquistar –y resistir- la intensidad desde la intensidad misma, partiendo de la gracia y dignidad de la vida hasta llegar, claro, al momento de la comunión mística, en feliz expresión de John Michael Cohen[7]COHEN, John Michael. 1977. Poesía de nuestro tiempo. México: Fondo de Cutura Económica, p. 239.
Estrictamente hablando, el momento de intensidad no puede ser aprovechado. Por ejemplo, Julio García Caparrós ha visto muy bien que, con Eliot, no se entra jamás en los paisajes, sino que más bien se «describe su salida de ellos, acaso porque su primera tierra es una baldía, en la que sólo quedan la compasión, la contención y la contemplación, según la fórmula en sánscrito con la que termina su gran elegía sobre la futilidad del presente»[8]GARCÍA CAPARRÓS, Julio. 2010. «Cinco Paisajes de Eliot», en Laberintos XI/21 (Junio), p. 32. Sin embargo, Eliot también parece querer decir que no sólo no puede ser aprovechado, sino que no debe, no tanto por un deseo de preservar el momento de una inscripción que alteraría su experiencia como experiencia vivida, sino por un deseo de protegerse de la intensidad potencial, por no decir violencia, del momento dolorosamente experimentado como siempre ya perdido. En Burnt Norton, Eliot utiliza el adverbio allí para subrayar, tal vez, lo que, en la experiencia del momento, siempre escapa al sujeto, siempre está ya alejado de él: «Sólo puedo decir que hemos estado allí, pero no puedo decir dónde. / Y no puedo decir cuánto tiempo, pues eso sería situarlo en el tiempo. / Liberación interior del deseo práctico, / liberación del acto y el sufrimiento, liberación de la compulsión / interior y exterior, y aun así rodeados / por la gracia del sentido, nívea luz, inmóvil y en movimiento, / Erhebung inerte, concentración / sin eliminación, ambos un nuevo mundo / y ya explícito el antiguo, comprendido / en la culminación de su éxtasis parcial, / en la resolución de su horror parcial. / Sin embargo, el encadenamiento de pasado y futuro, / tejidos en la debilidad de un cuerpo que se agota, / protege a la humanidad del cielo y la condena / que la carne no puede soportar» (179).
Decir allí es apuntar hacia un momento o lugar de experiencia ya lejano (hemos estado allí), sin limitar ni fijar los contornos de esa experiencia. La experiencia evocada en este pasaje podría ser espiritual (liberación del acto y el sufrimiento, liberación de la compulsión interior y exterior), podría entenderse como una forma de vaciamiento de sí mismo, que recuerda la mística. Sin embargo, allí sigue habiendo movimiento, una nívea luz, inmóvil y en movimiento, cuya intensidad se manifiesta en forma de una concentración sin eliminación que podemos entender como una acumulación de energía. Como explicita el poeta, en uno de los numerosos momentos discursivos de los Cuartetos, este momento, esta revelación, no equivale a un cambio radical que conduce a un nuevo mundo, sino más bien a uno antiguo, explícito; la explicitación en sí no procede del levantamiento de un velo que hubiera ocultado algún sentido, sino de una concentración, de una intensidad que da lugar a una nueva comprensión de ese piccolo mondo antico. Puede parecer paradójico vincular concentración y explicitación: la primera sugiere una acumulación de material que a su vez puede conducir a una complejización que impide la aprehensión directa de la cosa, mientras que explicitación implica un desdoblamiento del sentido, o al menos de diferentes estratos de la experiencia o del texto que hasta entonces aparecían como un todo. Esta idea de concentración en relación con la imagen puede relacionarse con el famoso manifiesto imagista de Ezra Pound: «Una imagen presenta un complejo intelectual y emotivo en un instante temporal. […] Es la presentación instantánea de dicho complejo lo que produce esa sensación de súbita liberación; esa sensación de estar libre de los límites temporales y espaciales; esa sensación de repentino crecimiento que experimentamos ante las grandes obras del arte. Vale más presentar una sola imagen en toda una vida que producir obras voluminosas»[9]POUND, Ezra. 1978. El arte de la poesía. México: Joaquín Mortiz, pp. 8-9.
Pound insiste en la interdependencia de la complejidad y la inmediatez. También describe la sensación como una sensación de repentino crecimiento, acompañada de una sensación de libertad, de liberación. Por utilizar el término de Eliot, no hay eliminación o reducción, sino un crecimiento potencialmente infinito que no conoce límites de tiempo ni de lugar y que permite al lector o al espectador crecer más allá de sus propios límites, no sólo físicos, sino también intelectuales y emocionales. Este crecimiento, expansión más allá de los propios límites, liberación, son formas de huida del yo que el momento recompuesto, representado a la vez como en el tiempo y fuera del tiempo, hace posibles. Es tentador decir que la imagen según Pound, muy influida por la estética del haiku, nos permite apoderarnos de algo al vuelo. Lo que no se dice, pero tal vez se sugiere imperceptiblemente en la definición de Pound, es que esta liberación tiene que ver, en parte, con el hecho de que la imagen se ve y se pierde simultáneamente, al mismo tiempo, que algo se nos escapa, en el poema, en el cuadro, que algo se ve en su misma imposibilidad de mostrarse. Esto recuerda al punctum barthesiano, un «detalle [que] arrastra toda mi lectura; es una viva mutación viva de mi interés, una fulguración; […] la marca de algo […] [que] me ha hecho vibrar, ha provocado en mí un pequeño estremecimiento, un satori, el paso de un vacío»[10]BARTHES, Roland. 2006. La cámara lúcida. Barcelona: Paidós, pp. 86-87. La imagen es lo que nos mira (Didi Huberman), pero no puede ser captado en su totalidad, pues también es lo que falta (Quignard). Lo que se escapa es, de hecho, tan central como el vacío del jarrón chino de Eliot. En este sentido, esta imagen es la imagen por excelencia de la imagen, tanto del poema como imagen como de la imagen en el poema. El lector capta la imagen del jarrón chino girando perpetuamente en su inmovilidad, la capta en un instante, pero también se le escapa, debido a las ramificaciones intertextuales de la imagen (pienso ahora en la urna griega de Keats) o a sus ramificaciones más personales. Esta imagen poética no sólo nos hace ver el jarrón, sino que ella misma se convierte en jarrón, por así decirlo, en la medida en que al descifrarla, al leer sus signos, se pone en juego el propio movimiento que significa; el movimiento del jarrón inmóvil que, eppur, si muove.
Lo que se capta, en y por la imagen, es como una muestra de un sentido infinito que deja entrever ese sentido sin poder abarcarlo nunca por completo o, como dice Nancy, «un recorte finito del sentido infinito, que no se revela como infinito más que mediante ese recorte, mediante el rasgo de la distinción. La superabundancia de las imágenes en la multiplicidad y en la historicidad de las artes responde a la más inagotable distinción. Pero en cada ocasión, al mismo tiempo, es el gozo del sentido, la sacudida y el gusto de su tensión: un poco de sentido en estado puro, infinitamente abierto o infinitamente perdido»[11]NANCY, Jean-Luc. 2005. The ground of the image. New York: Fordham University Press, pp. 12-13. El término recorte sugiere tanto la separación, el realce, la prominencia de la imagen, como su relación con un fondo que, por haber sido eliminado, se convierte en un fondo abierto al infinito, o al infinito como fondo abierto. La acentuación, la insistencia, la prominencia de la imagen son, pues, inseparables de la apertura a ese infinito sin fondo. Por eso, cuando Nancy habla de la evidencia de la imagen, se trata también de esa operación por la que la imagen, al inscribirse en sí misma, apela a un vacío, que debe considerarse como una cámara de resonancia y no como un vacío negativo: «La imagen, clara y distinta, es algo obvio y evidente. Es la obviedad de lo distinto, su distinción misma. Sólo hay imagen cuando existe esta obviedad: de lo contrario, hay decoración o ilustración, es decir, el soporte de una significación. La imagen debe tocar la presencia invisible de lo distinto, la distinción de su presencia»[12]Ibíd., p. 12.
Nancy insiste aquí en la necesidad de que la imagen tenga sentido sin estar apoyada en una significación. La imagen crea significado, hace sentido, haciendo visible un invisible, un no-presente que, sin embargo, no puede situarse fuera de lo que la propia imagen produce, haciendo imposible cualquier asignación de la imagen a lo que sería su reverso perfecto, su supuesto significado implícito. El jarrón chino de Eliot se convierte en imagen de la imagen en la medida en que representa ese desgarramiento del ser por el ser del que habla Nancy, pues «lleva en sí misma la marca de este desgarramiento: su fondo monstruosamente abierto hasta el fondo, es decir, en el reverso sin fondo de su presentación (el reverso o lado ciego de la imagen)»[13]Ibíd., p. 24. El jarrón chino es, podríamos pensar, un jarrón sin fondo. La imagen se escapa, también, en el sentido de que nunca debe ser completamente aprehendida. ¿Qué es exactamente una imagen poética perfecta, dado que la imagen es siempre ya una figura de desplazamiento? ¿La perfección de la imagen reside en la perfección de la ilusión que intenta crear, una ilusión perfecta de semejanza que se arrojaría a la cara del lector en un instante, dejándole sin palabras? ¿O acaso la comparación figurativa no es tanto más perfecta cuanto que deja un hueco entre su posible contrapartida y lo que la imagen sugiere, un hueco de incertidumbre potencial en el que, a través de la presencia conmovedora de la imagen, podemos vislumbrar un absoluto, o una verdad como presencia ausente, que sin duda contribuirá a producir la emoción artística. La imagen conviene precisamente en la medida en que no puede adherirse a un objeto, sino que «nunca deja de estrecharse y condensarse en sí misma», escribe Nancy[14]Ibíd., p. 10. La imagen, ya sea metáfora, alegoría o comparación, no debe replegarse más allá de sí misma hacia algún referente, sino que debe percibirse siempre como apuntando hacia su propia intimidad, su corazón, que es sin duda también su más allá, su obviedad, su llamada al sentido absoluto, que sólo se forma como llamada en virtud de su propia falta de absoluto o de su propia finitud: «Lo mismo ocurre, según otra ejemplaridad, con lo que se denomina imagen poética. No se trata de un decorado proporcionado por un juego de analogía, comparación, alegoría, metáfora o símbolo. O bien, en cada una de estas posibilidades, es otra cosa distinta al juego placentero de un desplazamiento codificado»[15]Ibíd., p. 11.
Estos comentarios sobre el estrecharse y condensarse en sí misma de la imagen se hacen eco del comentario de Barthes sobre la inmovilidad viviente que une el haiku y la Fotografía: «ligada a un detalle (a un detonador), una explosión deja una pequeña estrella en el cristal del texto o de la foto: ni el Haikú ni la Foto hacen soñar»[16]BARTHES, La cámara…, Op. Cit., pp. 87-88). La estrella marca la forma de insistencia que sólo puede repetirse, la falta de desarrollo de la imagen. Pero, ¿es una contradicción decir que la imagen poética sólo se refiere a sí misma como detonación y, al mismo tiempo, remite a una infinidad de significados? Si el haiku y el punctum no hacen soñar, esto es, que no apuntan más allá de sí mismos, no por ello son menos indudables, del mismo modo que la imagen poética impactante, una llamada al pozo sin fondo del lenguaje, y tal vez, de la literatura, un fondo infinito en virtud del desvío que toda nueva imagen, pero también toda nueva producción lingüística, y toda nueva obra, constituyen siempre.
Una imagen poética, por concisa y contundente que sea, siempre se ramifica, a través de sus evocaciones de otras imágenes, de otros textos, particularmente en la poesía de Eliot, a través de la diferenciación de la escritura. La comparación como un jarrón chino se mueve para siempre en su quietud provoca un impacto instantáneo, pero también se marca a sí misma como un punto de fuga, o una brecha lingüística. El sustantivo jarrón [jar], por ejemplo, implica también un verbo homónimo, que puede significar sacudir, desentonar o hasta molestar. El hecho de que el punto fijo deba estar en movimiento, como subraya Eliot de diferentes maneras y con diferentes imágenes a lo largo de sus Cuartetos, es crucial, porque el movimiento de la inmovilidad, esta posibilidad imposible, es lo que garantiza la posibilidad de la emoción nacida del espaciamiento. Sin espaciamiento, sin una forma de dislocación, a veces tan ínfima que casi escapa a nuestra atención, no habría asimiento en la pérdida, ni pérdida en el asimiento, ese movimiento esencial de la emoción.
Eliot utiliza la palabra danza para expresar este movimiento inmóvil. La danza es un movimiento que no puede fijarse. Se puede ver bailar a un bailarín, se puede grabar una actuación, siempre en movimiento; si se fotografía a un bailarín, se convierte en la imagen de alguien atrapado en el acto de bailar. Y la única manera de redescubrir este movimiento perdido será encontrar, tal vez, el punctum en nuestra imagen del bailarín o la huella, tal vez, de su haber sido, como diría Barthes mirando la fotografía de su madre cuando era niño, o de su haber bailado. El bailarín, en su danza, sigue siendo el bailarín, igual que el jarrón chino, girando, sigue siendo el jarrón chino. La inmovilidad, por tanto, es sin duda lo que se ofrece a la vista, como apariencia de integridad, de presencia; pero el movimiento es lo que desplaza no sólo al sujeto o al objeto que se mueve, sino también a quien lo aprehende, al lector, al espectador desplazado, vuelto del revés, trastornado.
El hecho de que Eliot utilice la imagen del jarrón, un objeto abierto, no es insignificante. Su propia apertura es el punto central, por así decirlo, teniendo en cuenta que el centro como punto nunca es más que una entidad que se desvanece en el horizonte; no se puede tocar y su aproximación sólo conduce a un desplazamiento o regresión infinitos. Así pues, el vacío del jarrón es, literal y figuradamente, central. Permite que el jarrón gire sobre sí mismo y que el espectador gire a su alrededor, rodeando al mismo tiempo un vacío interior sin fondo que siempre se nos escapa. El momento parece estar en el corazón de la escritura poética de Eliot, el punto de fuga que se abre al abismo y el punto vital sin el cual la danza poética no puede tener lugar. Aferrándose al momento, dando vueltas alrededor del punto, el poema no cesa de buscar su centro y, por esta misma búsqueda, lo evita y lo evade al mismo tiempo. El movimiento de captar y asir constituye la dinámica de su escritura y quizá también su único objeto u objetivo. Este objetivo, a la vez motivo y meta, que representaría el instante, no sería otra cosa que aquello que siempre escapa a la escritura. Al aprehender el momento, el poema inscribe así su brillante fracaso. El vano intento del poema, sin embargo, se convierte en la huella de un objetivo para el momento, un deseo de aprehenderlo o de volver a aprehenderlo, ofreciendo al lector la posibilidad de experimentar esta aprehensión de lo que, precisamente, sólo puede ser aprehendido en el movimiento que intenta aprehenderlo. Todo el poema es una imagen de este movimiento, fijándolo al tiempo que preserva su vitalidad con la esperanza de que sea reavivado por el lector. La imagen del jarrón chino de Burnt Norton expresa esta inmovilidad viva, giratoria, que es también el poema; el propio objeto (jarrón y poema) que se forma en torno a un vacío, incluso una ausencia, que lo constituye y al que envuelve. Si vemos este jarrón como imagen del poema, ello implica que, sea cual sea la imagen que captemos y sean cuales sean los efectos que produzca en el lector, éstos se apoyarán siempre también en lo que esencialmente se le ha escapado, marcando su lugar en el reino del significante y de la representación, y que podemos situar, sin duda, en el reverso del poema.
Debemos ir concluyendo, pero me gustaría citar una vez más a Nancy: «El arte no es un simulacro o una forma apotropaica que nos proteja de una violencia injustificable (de la verdad-gorgona de Nietzsche o del instinto ciego de Freud). Es el conocimiento exacto de que no hay nada que revelar, ni siquiera un abismo, y que lo infundado no es el abismo de una conflagración, sino la inminencia infinitamente suspendida sobre sí misma»[17]NANCY, The ground…, Op. Cit., p. 26. Esta inminencia infinitamente suspendida sobre sí misma podría ser la inmovilidad viva creada por la obra, atrapada entre la fijeza de la representación (pictórica, lingüística), que aquí sería la suspensión, y el movimiento intenso e insoportable de la inminencia, que podría asimilarse al momento, al instante vivo. Así, cuando la voz de J. Alfred Prufrock se pregunta angustiada si debería, «después del té y los pasteles y los helados, / tener la entereza de forzar el momento hasta su crisis», ¿acaso no está retransmitiendo al poeta preguntándose si tendrá la fuerza, el valor, de forzar el momento hasta su crisis? Es decir, tal vez, de inscribir el momento, operación que de hecho no es más que un forzamiento, una puesta en evidencia de lo que se capta como pérdida en el momento.
Quisiera llegar, por este camino, a un final que no es sino un principio de principios. Aún falta todo por decir. Quizá sea peligroso abrir aquí, después del inmenso corpus sobre la obra de Eliot, otra vía para pensar al poeta. Pero no puedo evitarlo. En los Cuatro Cuartetos, su último libro de poemas, la escritura del instante nos sitúa, al fin y para siempre, en un eco inesperado y sorprendente del pasaje bíblico en el libro de los Salmos, donde se afirma que la verdad brota de la tierra y no del cielo, que podríamos esperar que descendiera sobre nosotros sin ningún intermediario material (Sal 85: 12). Eliot, que conocía bien las Escrituras, no pudo evitar recordarlo, a pesar de los problemas que debió plantearle este paradójico versículo del Antiguo Testamento, tan poco acorde con la tradición neoplatónica que el cristianismo naciente heredó de los griegos. Según la Biblia hebrea, interpretada por los fariseos y el Talmud, la verdad no brota de una intelectualidad ideal desligada de las cosas terrenales. Primero tiene que pasar por la dolorosa prueba de la arcilla matriz, entrar en contacto con el barro en el que se debaten las criaturas y liberarse de él transfigurándolo en luz espiritual mediante una elección deliberada pero difícil. Los cuerpos sensuales y espesos de estos campesinos que se mueven tientas en la oscuridad de los campos tendrán que morir y corromperse, volviendo a la madre tierra, para que pueda crecer el trigo de otro verano del mundo. Así captaríamos al hombre concreto, singular, y a su palabra poética única por una vía diferente: tomando el espinoso camino por el que él también debe enfrentarse a la finitud (pienso en su utilización del Monte de perfección de San Juan de la Cruz), y por tanto a la mortalidad ligada a la sensualidad nativa de las criaturas. El propio Eliot señala este camino en todas sus obras: si bien logra seguirlo más o menos fielmente, permanece siempre, y con agudeza, consciente de ello. No pasaremos por alto este aspecto decisivo, aunque ambiguo, de la obra de Eliot. Si tuviéramos que exagerar en un sentido u otro, creo que sería más bien en el lado sensual y materialista, de modo que la obra, captada en su unidad subyacente, adquiere toda su significación espiritual, hasta entonces potencial.
La espiritualidad virtual inherente a la experiencia humana de Eliot sólo adquiere carne viva si parte de una experiencia concreta vivida hic et nunc. Instancia del instante, escritura que insta al instante, fruto tardío de una búsqueda de conocimiento íntimo, nacido del dolor y del placer de vivir aquí abajo. Él mismo da fe de estas primeras evidencias en su poema principal, pero también podemos discernir en él un pesimismo extrañamente ensimismado, un ser ansioso, retraído de toda alteridad. Siempre a la defensiva, el hombre, en su vida y en su poesía, tiende a deslizarse por la pendiente del rechazo del mundo creado. No tenemos tiempo para entrar ahora en posibles observaciones psicoanalíticas de Eliot, pero sí pienso que existe en él una obsesiva conciencia culpable, ligada al acecho del pecado. A lo que nos insta la obra del poeta es, entre otras cosas, a reconsiderar que quizás fue un error verdadero dejarnos atrapar trágicamente en este mundo. Entonces, ¿dónde debemos ir para encontrar un lugar mejor? ¿A la pura abstracción filosófica? ¿A una religiosidad quisquillosa? ¿A un moralismo frío, casi monástico? ¿Al dócil paraíso de lo santo? El genio maligno de Eliot brilla en esta doxa severa. Es como si quisiera vengarse del mundo entero por las frustraciones y decepciones de su propia vida. Hay una cualidad amarga y melancólica en los Cuartetos –paradigma, según el gran Pérez Gállego, de una construcción moral de lo que nunca puede ser recuperado[18]PÉREZ GÁLLEGO, Cándido. 1978. Temática de la literatura inglesa. Zaragoza: Librería General, p. 274- igual que en el resto de la obra tardía de Eliot. Incluso quien, a diferencia de Eliot, no busque un Dios rígido, encontrará en su instante, en su escritura que insta al instante, no solo un epitafio sino, por el contrario, un fuego oculto –la imagen, antes analizada, así parece atestiguarlo- que brilla en las cenizas y bajo la nieve, un intento desesperado de salir de la tumba, como los huesos secos que se levantan de nuevo en la profecía de Ezequiel.
Lejos de sellar una tumba silenciosa para siempre, el poema, si está vivo, también da vida a quienes lo acogen en su interior mediante un oído profundamente ahuecado, como dice el salmista. Me pregunto si, cuando fueron publicados, durante el infame instante de la Shoah, estos poemas, habitados por un alma, no desempeñarían un papel resucitador, a pesar de todo o precisamente por ese todo. El verdadero poema, que bebe del todo instante, resucita en nosotros al Adán original, en lugar de sepultarnos, de asfixiarnos para siempre bajo el vano peso de las palabras. Después de seis décadas sin Eliot, este enero, en el mundo terrenal, nuestra forma de reaccionar a su pensar poético debería ser desgajando esta queja sin límites, este lado siniestro y desencantado de su obra. A fin de cuentas, quizá se trata, como lo ha visto el profesor Atkins, de un viaje hacia la comprensión que se remonta a Homero en el que la paradoja marca dicho entendimiento y «exige del lector un pequeño esfuerzo para comprenderlo. A medida que avanza, Eliot se centra en lo resbaladizo de las palabras y en la propia dificultad que ello plantea para la comprensión. […] En efecto, las palabras suponen un esfuerzo, y las de Eliot están muy cargadas»[19]ATKINS, G. Douglas. 2012. Reading T. S. Eliot. Four Quartets and the journey towards understanding. New York: Palgrave MacMillan, pp. 87-88. Ver más allá, desde el fondo de las imágenes, citando de nuevo el exergo de Nancy, desde esas palabras tan cargadas, supone empezar a pensar que, muy al contrario de la negación eliotiana, había habido, y tal vez habría de nuevo, un éxtasis. Pero para soportar una experiencia así, hay que estar preparado, o sentirse capaz, de comprometerse con ella sin condiciones previas, con la turbulencia y la placidez como máximas, tal como apuntábamos en su día[20]ARANA, Daniel. 2014. «Cuartetos de lo yermo, noche oscura del sentido: notas sobre la poesía de T.S. Eliot», en Letras s5 [en línea]. 26 de agosto de 2014. [Fecha de consulta: 29 de diciembre de 2024]. Disponible en: http://letras.mysite.com/dana260814.html.
Precisamente porque gran parte del estado mental evocado por la poesía eliotiana es el estado de aislamiento, de lo inefable e inarticulado, «resulta imposible concebir que los significados anteriores de Eliot tengan alguna medida de plenitud sin las insinuaciones de lo inefable»[21]UNGER, Leonard. 1961. T.S. Eliot. Minneapolis: University of Minnesota Press, p. 42 y así, resignificar el instante en Eliot significa hacerlo no con, sino contra, su huida hacia un refugio buscado en una esfera espiritual aislada de lo vivo, que sufre por existir tanto como disfruta de ello. Fuera de la noche helada, aún más que obscura, de su alma, instar a la instancia, al instante, implica un deber de acontecer, un ir a lo que realmente importa. El alejamiento emprendido por Eliot de la representación de la vida real hemos de pensarlo de nuevo. Ver, quizá, una trascendental transformación espiritual como valor de todas las formas de vida tanto para el individuo como para el mundo[22]ARANA, Daniel. 2017. «Experiencia de lo baldío: Nuevas notas sobre la poesía de T.S. Eliot», en Amanece Metrópolis [en línea]. 7 de agosto de 2017. [Fecha de consulta: 29 de diciembre de 2024]. Disponible en: https://amanecemetropolis.net/experiencia-lo-baldio-notas-la-poesia-t-s-eliot/, y no lo opuesto. Hacerlo como, en todo caso, la significación de algo más allá de esa vida real, «concentrar la atención en el significado más que en el hecho y aceptar la paz mental. Si los Cuatro Cuartetos no están […] en guerra consigo mismos, no es porque el mundo haya cambiado, sino porque se comprende de un modo nuevo y la emoción se vincula ahora a esa comprensión»[23]GISH, Nancy K. 1981. Time in the poetry of T. S. Eliot: a study in structure and theme. London and Basingstoke, MacMillan, p. 120. Gracias a Eliot, o incluso un poco a pesar de él, nuestra conciencia del peligro de la acedia contemporánea puede tomar forma ulteriormente. Sus poemas últimos, en especial los Cuartetos, son la gran señal de alarma. Ahora que he tenido que releerlos, una vez más, pienso en que situarse al lado de Eliot es hacerlo un poco a pesar de él mismo, para tratar de entender que nuestro instante en el mundo es, sin otra cosa, una apertura de corazón, un fluir libre de sentimientos que surge en presencia del prójimo, cuya virtud ensalza la moral evangélica. Lo que en Eliot fue, una vez, repliegue doloroso, recelosa defensa y huida oblicua del Otro, debe resignificarse como generosidad pura, pues nos permite entender mejor el mundo. También, por ello, a nosotros mismos.
Título: Cuatro cuartetos |
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Referencias
↑1 | ELIOT, T. S. 1974. Collected Poems. London: Faber and Faber, pp. 5-6 (en adelante, todas las referencias, extraídas de esta edición, se consignarán entre paréntesis y las traducciones serán nuestras, salvo indicación contraria) |
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↑2 | REEVES, Gareth. 1989. T. S. Eliot: a Virgilian poet. New York: Palgrave MacMillan, p. 150 |
↑3 | BERGSON, Henri. 1963. Obras escogidas. Madrid: Aguilar, pp. 441-442 |
↑4 | Ibíd., pp. 440-441 |
↑5 | VILLORIA, Secundino E. 1978. Estructuras míticas en poesía. Un aspecto de estilística interna en la obra de T. S. Eliot. Valencia: Bello, p. 259 |
↑6 | FRYE, Northrop. 1963. T. S. Eliot. Edinburgh: Oliver and Boyd, p. 45 |
↑7 | COHEN, John Michael. 1977. Poesía de nuestro tiempo. México: Fondo de Cutura Económica, p. 239 |
↑8 | GARCÍA CAPARRÓS, Julio. 2010. «Cinco Paisajes de Eliot», en Laberintos XI/21 (Junio), p. 32 |
↑9 | POUND, Ezra. 1978. El arte de la poesía. México: Joaquín Mortiz, pp. 8-9 |
↑10 | BARTHES, Roland. 2006. La cámara lúcida. Barcelona: Paidós, pp. 86-87 |
↑11 | NANCY, Jean-Luc. 2005. The ground of the image. New York: Fordham University Press, pp. 12-13 |
↑12 | Ibíd., p. 12 |
↑13 | Ibíd., p. 24 |
↑14 | Ibíd., p. 10 |
↑15 | Ibíd., p. 11 |
↑16 | BARTHES, La cámara…, Op. Cit., pp. 87-88 |
↑17 | NANCY, The ground…, Op. Cit., p. 26 |
↑18 | PÉREZ GÁLLEGO, Cándido. 1978. Temática de la literatura inglesa. Zaragoza: Librería General, p. 274 |
↑19 | ATKINS, G. Douglas. 2012. Reading T. S. Eliot. Four Quartets and the journey towards understanding. New York: Palgrave MacMillan, pp. 87-88 |
↑20 | ARANA, Daniel. 2014. «Cuartetos de lo yermo, noche oscura del sentido: notas sobre la poesía de T.S. Eliot», en Letras s5 [en línea]. 26 de agosto de 2014. [Fecha de consulta: 29 de diciembre de 2024]. Disponible en: http://letras.mysite.com/dana260814.html |
↑21 | UNGER, Leonard. 1961. T.S. Eliot. Minneapolis: University of Minnesota Press, p. 42 |
↑22 | ARANA, Daniel. 2017. «Experiencia de lo baldío: Nuevas notas sobre la poesía de T.S. Eliot», en Amanece Metrópolis [en línea]. 7 de agosto de 2017. [Fecha de consulta: 29 de diciembre de 2024]. Disponible en: https://amanecemetropolis.net/experiencia-lo-baldio-notas-la-poesia-t-s-eliot/ |
↑23 | GISH, Nancy K. 1981. Time in the poetry of T. S. Eliot: a study in structure and theme. London and Basingstoke, MacMillan, p. 120 |