
En septiembre de 1968, el director sueco Ingmar Bergman estrenó la película “Skammen” –traducida en nuestro país como “La vergüenza”-, donde se recrea una situación dramática en la que un matrimonio de músicos resuelve instalarse en una isla, huyendo de la guerra civil. Mediante la humildad y la sencillez, pretenden vivir al margen de lo que sucede, hasta que la realidad los golpea de frente. El caos se impone, la indignidad comienza a pudrir a dos seres humanos que aspiraron a permanecer intactos. ¿Quién puede hacerlo? Los conflictos, en sí mismos, necesitan detractores y serviles. La pureza no tiene cabida en estas circunstancias.
Décadas más tarde, en 1997, veía la luz una novela autobiográfica de Annie Ernaux (Lillebonne, 1940) con idéntico título, aunque ubicada en otro contexto. Su tono incisivo –como es habitual en su obra- disecciona una vivencia familiar y sus consecuencias a lo largo de los años. Empieza con una frase demoledora: “Mi padre intentó matar a mi madre un domingo de junio”[1]ERNAUX, Annie. 2022. La vergüenza. Barcelona: Tusquets, página 11. El resto se despliega en poco más de cien páginas, recorriendo el ámbito privado, social, religioso y político con la claridad de quien no tiene nada que perder; porque el tiempo aporta sensatez y seguridad, y la Premio Nobel de Literatura (2022) no duda en utilizar la experiencia para hacer revolución literaria.
Esta reseña se suma a todas las demás que le he dedicado. Es cierto, otra vez Annie Ernaux. Otra vez, la escritura como forma de reconciliación, como equilibrio entre dos aguas, entre dos clases. De nuevo, zambullirse en el análisis de la memoria, apartando la fantasía, para dejar reposar los detalles que cada uno recuerda de lo que fue o advirtió en un momento exacto, en la primera fecha concreta de la infancia o de la adultez. Una vez más, desprenderse de ornamentos y hablar del pasado como elemento presente que estimula nuestras decisiones y juicios. Sí, la educación, la condición sexual, el lugar de nacimiento, los duelos, el silencio y un sinfín de elementos que, a continuo, tocamos de puntillas, convencidos de abordarlos con naturalidad y destreza -¡qué ilusos!-, y que nos perfilan las veinticuatro horas del día, los siete días de la semana.
La autora francesa, a partir de una narración en primera persona, crea una historia colectiva; también lo hace en “La vergüenza”. Parte de un suceso traumático, de un tabú, de un bloqueo emocional que se esconde en lo más recóndito de sus entrañas y que, simplemente, precisa despojarse de prohibiciones y complejos. Desdramatiza el hecho, a pesar de haberle acarreado turbación e, incluso, culpa. En este caso, la Annie de cuarenta años desanda el camino y se reencuentra con la niña de doce que presenció una escena horrible, aquella que marcó un antes y un después en su imagen de “familia decente”. Habían dejado de serlo y no existía perdón, ni varita mágica que borrara el rastro, aunque nunca más se comentara lo acontecido, ni se repitiera en el tiempo; porque “lo peor de la vergüenza es que uno cree que es el único en sentirla”[2]Ibíd., página 103. Es la sensación de acumulación, acusación, desprecio y castigo que se adhiere a la piel y que, hasta en instantes de felicidad absoluta y exentos de un vínculo claro con el objeto de ignominia, aparece y empaña la luz, la compañía y la mirada. Los gritos de su madre y el hacha en las manos de su padre conformarían un fotograma recurrente, distante de palabras o frases, envuelto en un halo de reserva. Escribir fue la llave que sacó a la adolescente y a la mujer de una jaula invisible.
El eje de la novela es la agresión, pero también el catalizador que desencadena la revisión de otros eslabones, fuertemente sujetos entre sí y unidos al núcleo fundamental de la vergüenza.
Por ello, el sentimiento se hace extensible a sucesos políticos y económicos, como el telón de acero que dividió a Europa y el color gris uniforme que ella percibía en su región natal en la década de los cincuenta. Añadido a ello, la omnipresencia de la religión está ligada a él, desde la oración –acto fundamental y obligatorio- a la fe. Su control va más allá de misas y rosarios, pues domina normas y códigos: “toma ejemplo”, “da ejemplo”, “no copies ese ejemplo”. Había que ser como todo el mundo; de lo contrario, te señalarían y sería muy difícil escapar de comentarios y críticas. La soledad era despreciable; la enfermedad, la soltería, la originalidad, condenables.
Además, los ámbitos familiar y social constituían una red muy tupida, a la que adaptarse como medio de supervivencia. Sin embargo, ¿cómo no cuestionar costumbres y ansiar aquello que no se posee? Las diferencias entre el centro y las afueras eran abismos hondos, espesos, abominables. Su barrio no era pobre, pero sí humilde. Su casa sin jardín conservaba un patio y un urinario que ellos y los clientes del café –tienda de comestibles, por las mañanas- compartían sin decoro. La privacidad brillaba por su ausencia y no se contemplaba de otro modo. Sus progenitores sólo trabajaban para prosperar y su lengua coloquial era salvaje, ruda. El camisón de su madre lucía manchas de orina, el dormitorio y la cama eran comunes, su padre contaba chistes que a nadie hacían reír en aquel viaje a Lourdes, sus zapatos blancos se ensuciaron y no se les ocurrió tapar las manchas con betún.
Está claro que Ernaux no juega a ser autocomplaciente en sus obras, ni se aturde con reconstrucciones que nada tienen que ver con la autenticidad. “No he deseado cambiar nada, ni en este ni en ningún otro libro. Por una buena razón, porque en el momento que los escribí, me salieron esas palabras, y no otras; vinieron del alma”, refirió ella misma en una entrevista del año 2022 (https://www.vogue.es/living/articulos/annie-ernaux-entrevista-una-mujer-libro-premio-nobel-literatura). Su estilo es inconfundible y su responsabilidad, inherente a él; sin dejar de ser consciente de que el lenguaje puede llegar a emplearse sin neutralidad, teñido de los valores de la sociedad dominante y, por tanto, asumiendo jerarquías e ideas.
Otra vez, Annie Ernaux.
Título: La vergüenza |
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