Cuando empecé a leer el relato escogido, no pude evitar sonreír al ver hacia dónde iba realmente la narración. De hecho, pensé: «Me la ha colado». Pero más tarde me enteré de que el culpable de mi sentimiento de engaño no era solo Kafka. Resulta que el título original del relato es Der Dorfschullehrer, por lo que podemos encontrarlo traducido como El Maestro Rural, pero a Max Brod no le debió parecer suficientemente llamativo. Así que, a la hora de editar el texto de su difunto amigo Franz, decidió rebautizarlo como Der Riesenmaulwurf, por lo que yo me lo encontré traducido como El Topo Gigante. Lo mismito. De este modo, aunque las primeras líneas de Kafka ya inducen a unas expectativas erróneas, es Brod quien termina poniendo la guinda del MacGuffin. Y ahora aclaro esto último por si alguien no sabe a qué me refiero: ni es un pastel ni está en la carta de McDonald’s (a pesar del parecido con el nombre de un sándwich de huevo).
Ahora en serio. El relato comienza con el narrador hablando del avistamiento de un topo gigante en las proximidades de una aldea y de la poca importancia que se dio al caso, el cual quedó sin aclarar y finalmente olvidado. Aprovecha para manifestar su indignación con aquellos que se dedican a investigar con denuedo fenómenos menos relevantes y que demostraron una clara negligencia al decidir ignorar éste, ya que el escaso alcance que llegó a tener la historia fue gracias a los rumores que corrieron en su momento y al escrito que le fue encargado al viejo maestro de la aldea. Y aquí es donde empieza el asunto.
Un maestro de pueblo, dice el narrador, excelente en su trabajo pero que «no poseía ni la capacidad ni la formación necesarias para ofrecer una descripción minuciosa y, además, aprovechable y menos aún una explicación». Kafka y sus piropos. Aun así, el maestro decidió hacer de este encargo la obra de su vida y no son pocos los esfuerzos que hizo por dar a conocer su investigación. Lamentablemente, no recibió más que rechazo. Pero fue la actitud de un erudito en particular la que escandalizó al narrador cuando leyó sobre su entrevista con el maestro. ¡Ah, esa injusticia no la podía permitir! Así que resolvió hacer él mismo un escrito en defensa de la buena voluntad del maestro. Y el resultado fue grotesco.
El narrador dedujo que, si quería tener éxito en su empresa, no debía remitirse al escrito del maestro, ya que éste no lo tuvo. Y siguiendo la misma lógica (absurda), evitó también leer la investigación realizada por el maestro (titulada «Un topo grande como nunca nadie ha visto») y tampoco estableció contacto con él. La idea era hacer una nueva exposición del caso del topo gigante recabando información desde el principio y con conclusiones propias que no mostrasen influencia alguna del maestro. Eso sí, dejando claro que el auténtico descubridor del topo era el maestro y cualquier mérito debía recaer sobre él. La receta perfecta para lo que habría de ocurrir después. Pues resultó que los escritos diferían considerablemente en puntos críticos. Por ello y por las consecuencias que trajo el nuevo escrito para el maestro y su descubrimiento, fue inevitable que el viejo acabase malinterpretando las intenciones del narrador. Hasta aquí el absurdo, aunque no todo.
Con ideales, sí. Pero sin criterio alguno. Y es su sola moralina la que le empuja a defender con total convicción una causa del todo banal. Lo hace además con una obcecación tal que no le permite ver el sinsentido de su propósito, ni siquiera cuando los hechos que describe ya son muestra de ello. Se esfuerza por defender la honestidad de alguien a quien en ningún momento deja en buen lugar cuando lo menta. Alguien que, a fin de cuentas, es prácticamente él mismo. La tarea a la que decide dedicar su tiempo, el procedimiento y su nefasto resultado corren paralelos a los del viejo maestro. Son dos personas con la misma mentalidad; individuos que otorgan importancia a sus actos y los defienden amparados por sus principios y valores morales. ¿Y qué problema puede haber en ello? Pues ninguno importante salvo aquel que caracteriza la obra de Kafka y que tanto le gustaba a Camus: el absurdismo como condición humana.
Pero la cosa no acaba ahí. Resulta que, para colmo, el narrador y el maestro no se entienden entre ellos. Y al final del relato, el maestro va a visitar al narrador. Le reprocha haberse metido en el asunto del topo y le hace ver todo aquello a lo que creía poder aspirar gracias a su escrito y que, definitivamente, se había esfumado de su horizonte. El narrador le escucha con atención y siente cómo la culpa que sentía por poder haber perjudicado al maestro en algún modo se va disipando. Sin tener en cuenta el patetismo de las palabras del viejo, le responde amablemente. Le muestra lo exageradas que eran sus expectativas y admite que ninguno de los dos podía esperar reconocimiento alguno, pues se habían metido en un campo que no dominaban. Y termina su réplica así: «¿Cómo vamos a entenderlo nosotros? Cuando escuchamos una de esas discusiones, podemos creer en algún instante, por ejemplo, de que se trata del descubrimiento, pero de hecho se está hablando de asuntos muy distintos». Me gusta muchísimo.
Y si alguien se pregunta todavía qué fue del topo tremendo, pues eso: un tremendo MacGuffin.
Título: Relatos y aforismos |
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