«No existe una biblioteca que se considere viva que no albergue en sí algunas creaciones librescas provenientes de zonas fronterizas. No necesitan ser álbumes de cromos o souvenires, libros de firmas o volúmenes con panfletos o textos religiosos; algunas personas se inclinan por los volantes y folletos, otras por los facsímiles de manuscritos o copias mecanográficas de libros inaccesibles; y por supuesto, las revistas también pueden conformar los variados límites de una biblioteca.»
Walter Benjamin
Mientras acomodo libros, llamados también fondos, me quedo prendida de los títulos. Mi atención deja por un momento los números que los representan, los ordenan, los clasifican, y fantaseo brevemente con la idea de leerlos. Pero aunque los toco, nunca me asomo. Pienso en la peculiar relación que las bibliotecarias establecen (establecemos) con los libros, en tanto fondo, y me siento tentada a trazar las diferencias con la relación que en una librería se establece con los libros, en tanto mercancía. Los libros y sus circunstancias de producción, de consumo y de almacenamiento tienen la potencia irreductible de ser sustraídos momentáneamente de todas ellas y proyectarse, mediante el contenido, hacia incontables y extensos territorios, como cada una de las lecturas, que extraen de ese encuentro reposado nuevos sentidos posibles. Pero sobre todo pienso mucho en la materialidad del libro y en el breve encuentro que acontece cuando, al dejarlos en la balda, se produce una suerte de desprendimiento, un por ahora no. Ese momento fugaz en el que, como en un relampagueo, se logra quizás atisbar las potencias que contiene, el secreto índice que permanece latente en lo escrito. La balda se convierte entonces en un tiempo de espera.
Al colocar los libros, al pensar en ellos a partir de las signaturas que revisar, de la relación numérica que los inserta en un espacio y un orden específico, de los tejuelos que cambiar, pienso también en las posibles rutas por las que han llegado a ellos sus lectores y lectoras: las bibliografías recomendadas de las asignaturas pero también la curiosidad, el deslumbramiento que se produce en medio de la deriva atenta entre estanterias, el interés inesperado, el deseo incluso, que puede generar un título, que funciona como una promesa que puede cumplirse, o no, pero esa es ya otra historia.
Los años salvajes de la teoría.
La inquietud que atraviesa el rio.
Cómo hacer cosas con palabras.
Hay en todas esas operaciones de ordenamiento y de clasificación una relación con las palabras que nos habla de ellas y de nosotros, de lo que se ha hecho con ellas a lo largo de los siglos, de las diversas inquietudes que nos han atravesado, de las múltiples teorías con las que hemos intentado aprehender y explicar el mundo. Hay una consciencia radicalmente material del paso del tiempo y de la necesidad de preservar ese objeto de palabras. Es decir, de preservar las palabras y todo lo que ellas, a su vez, preservan.
Pienso en la biblioteca como un dispositivo que activa los tiempos que cada libro contiene: el de su escritura, el de su edición, el de las lecturas, que sigue en expansión, y el de su ordenamiento, que funciona casi como un reverso de las lecturas y que, en cierto modo, las estimula y las hace posibles. Muchas veces, cuando toco los libros, la piel me quema por el polvo y por los ácaros que son también una manifestación de que el tiempo pasa y modifica, erosiona e interactúa de múltiples formas con el presente. Y esa irritación física que ocurre con el contacto, tiene su correlato con la posibilidad del encuentro intelectual, emocional, existencial, que atisbamos cuando leemos al azar los títulos que, como una promesa y un conjuro, nos agitan la atención, como si las palabras (se) nos encendieran por dentro e iluminaran brevemente zonas desconocidas y posibles de lo que somos, de lo que podemos ser.