Nada. Lo opuesto al todo. Sin embargo, ¿cómo puede una palabra que expresa la inexistencia total, la carencia absoluta, significar tanto? De hecho, resulta difícil imaginar esa situación o estado, ya que la mente humana necesita representarla con un color, una emoción, una definición. Algo. Por lo tanto, no es tajantemente la nada.
Este es el título de uno de los referentes de la renovación de la novela española de posguerra; la primera obra de la barcelonesa Carmen Laforet (1921). Recibió el Premio Nadal el 6 de enero de 1945 y, en 1948, el Premio Fastenrath de la Real Academia Española. La autora era bastante joven cuando la escribió y los censores de la época nadaron en la controversia, pues alguno planteó que atacaba a la moral y al dogma, mientras otros la consideraron “insulsa, sin estilo ni valor literario alguno”[1]LAFORET, Carmen. 2021. Nada. Barcelona: Destino, p. 47 (Ediciones Destino, 2021, página 47). Finalmente, y por fortuna, no hubo inconveniente en autorizarla.
Siempre reacia a hablar de su vida privada, Carmen Laforet es comparada con Juan Rulfo en cuanto a lo poco prolífica que fue su carrera y a su silenciosa culminación. Añadido a esto, perdió la memoria y dejó de hablar por una enfermedad degenerativa, que la alejó de la exhibición de la prensa y otros medios. No obstante, publicó otras novelas, como “La isla y los demonios” (1952), “La mujer nueva” (1955) y “La insolación” (1963). Esta última formaba parte de una trilogía que no llegó a completarse; aunque, de forma póstuma, se editó el segundo tomo en 2004, con el título “Al volver la esquina”. También, escribió cuentos, narraciones de viajes, novelas cortas y numerosos artículos para periódicos y revistas. Murió en Madrid, en febrero de 2004.
Ella desmintió en varias ocasiones que “Nada” fuera autobiográfica, a pesar de presentar ciertos paralelismos consigo misma y con su trayectoria, como la llegada a Barcelona para estudiar en la universidad y la calle donde se sitúa el piso familiar donde se aloja Andrea, la protagonista. Nos encontramos ante una chica poco común, teniendo en cuenta la época y las circunstancias. No ansía las mismas metas que las muchachas de su edad, ni manifiesta una actitud obtusa ante acontecimientos que podrían sobrecoger a cualquiera. Apenas conocemos detalles de su rostro, de su pelo o vestimenta. Tampoco la autora cae en los estereotipos, ni en los tópicos provincianos, al desarrollar al personaje principal; pues Andrea no exhibe comportamientos que siempre se han ligado a las personas que procedemos de los pueblos, de ese ámbito rural que es parte fundamental de un país con profundas raíces ganaderas y campesinas.
Son muchas las reseñas y críticas que se han hecho ya acerca de la obra que nos ocupa. Aun así, la impresión que tuve al leer las primeras páginas fue que no sólo recordaba Andrea, sino un coro de voces de una España destruida, triste, atrincherada en sus propias heridas y miedos, pero con unas ganas infinitas de seguir adelante, de vivir. El sueño de la protagonista se ubica en una ciudad desconocida, grande, apartada de todo cuanto conoce y puede imaginar; en definitiva, en un exilio idealizado para huir de sí misma y de su realidad, en un lugar donde recomenzar y desplegar unas alas todavía incompletas. Su llegada se produce con retraso, de noche; en la estación ya no la espera nadie, pero ella camina por las aceras con el ímpetu de quien renace y se encuentra dispuesto a ahuyentar el pasado. Sin embargo, “en el piso un calor sofocante como si el aire estuviera estancado y podrido”[2]Ibíd., p. 85 la golpea, devolviéndola a la oscuridad. Al fin y al cabo, después de las batallas, los ciudadanos tienen que reconstruirlo todo, incluso sus expectativas y propósitos.
La casa de sus parientes, en la calle Aribau, se convierte en un territorio asfixiante. Es difícil escapar de las obsesiones y extravagancias de cada uno de sus habitantes. Ningún salvoconducto le permitirá traspasar las fronteras. Será observada, cuestionada, juzgada, con tal de que asuma unos preceptos y formas de vivir decadentes, que erosionarán su ánimo, pero no sus ideas. Se resignará e intentará evadirse de la tristeza y de la soledad más absoluta, manteniéndose de una pieza y coqueteando clandestinamente con entornos que le ofrecerán un poco de luz y aire limpio. Las cuatro paredes que conforman el hogar simbolizan el fin de una etapa histórica –que aún se prolongó algunas décadas más-, con sus muebles amontonados en las habitaciones, las chinches campando entre colchones desvencijados y ropas desgastadas de tiempo y miseria, y con la altivez de una clase que se desvanece entre estertores de hambre. Por ello, Andrea se refugiará en amistades con fecha de caducidad, sólo porque “la descuidada felicidad de aquel ambiente me acariciaban el espíritu”[3]Ibíd., p. 227.
A veces, una fantasía puede ser la mejor de las realidades, aunque dure apenas un instante y el precio de esa ingenuidad sea demasiado alto.
Quizás, el atractivo imperecedero de esta novela se encuentre en romper con el tabú de abordar los acontecimientos contemporáneos. En este caso, aunque Carmen Laforet expone los hechos de una forma sencilla y cruda, también los matiza con una ternura que conmueve y con la inocencia de una joven que está comenzando a tomar decisiones por sí misma. Lucha por huir del desencanto y la confusión que la engullen. No se rinde, sobrevive.
Andrea no es una princesa de cuento, ni una heroína que se sacrifique y salve a nadie de un destino fatal, tampoco una víctima enamorada y desvalida por un afecto no correspondido. Simplemente, es una mujer, una persona. Puede que esta simplicidad sea la clave, porque identificarnos con personajes de carne y hueso es lo que buscamos muchos lectores, cansados de seres extraordinarios que nunca llegaremos a conocer.
“Nada” es memoria. La memoria es la piedra angular de nuestra identidad.
Título: Nada |
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