En King Lear, el cariño y los valores constituidos son subvertidos. El rey que ha azuzado casi como juego la espiral del abuso, halla su dignidad en el trastorno de la naturaleza: donde el más sabio es el loco, la absurdidad de la vida humana es percibida sin velos. Con Macbeth, todo se hunde en una violencia primordial: es de los mismos abismos de la profundidad que son evocados los fantasmas que determinan el destino. La atmósfera, de la noche ensangrentada, no provoca tanto emociones cuanto la brillante conciencia de que la existencia es «un cuento contado por un idiota, llena de ruido y furia, que no significa nada» (V.v.26-28)[1]SHAKESPEARE, William. 1980. Complete Works. London: Penguin (todas las traducciones son nuestras).
Recordemos cómo se inicia esta obra: tres brujas afirman que el mal es el bien y el bien es el mal. Ya tenemos un principio asentado y la subversión de la realidad es un hecho. Cuando Macbeth comparece, el cielo se debate entre la borrasca y la luz: «Inmundo día, pero más hermoso que cuantos he visto» (I.iii.38). La verdad ha sido explicitada. Shakespeare nos dice, proféticamente, que éste es el hombre, lidiando entre lo cruel y lo hermoso. El horror de Macbeth es el de convertirse en actor principal del mundo del mal. También en Hamlet, donde Claudio tiene cerca a Gertrudis, pero con ella vive lo mismo en el mundo del mal.
Pensemos, acaso, en el aislamiento espantoso al que Otelo se precipita, con aquella horrorosa parodia de la amistad y el amor que es Iago. Al final, pronunciará él una frase que pertenece a la boda: «Soy por siempre vuestro» (III.iii.479). Ese vuestro por siempre, como si Otelo y él fueran quienes se casaran, es el cierre, tras las maldiciones de Otelo. La comunión opuesta: por un recorrido doloroso -tal que en King Lear– Shakespeare nos indica en Hamlet cómo se descubre que se puede decir sí a algo más grande y también que lo mejor de la vida se da al afianzarse en una relación de deuda positiva. Tener una deuda con alguien de por vida.
Resulta interesante comparar la visión del bien y el mal, como extremos, que se da en las Tragedias, con la de The Merchant of Venice. Allí, el bien y mal son focalizados expresamente en términos de equidad para el negocio. Enseguida comprendemos cómo los dos personajes principales, Antonio y Shylock, representan los dos extremos de la ética. El judío es el deshonesto y Antonio, al que el primero odia por ser cristiano, es sinónimo de pureza. Pero a medida que los universos paralelos se entrelazan, revelándose uno espejo del otro -incluso en el choque de climas y atmósferas divergentes-, cada presunta certeza empieza a agrietarse y otra posible realidad se crea, mientras delante de nuestros ojos se revela el carácter doble o huidizo de casi todos los personajes.
Los «héroes» revelan las mismas debilidades y los «malvados» saben explicar las razones del odio, que nace siempre de violencias recíprocas, ora infligido, ora padecido. Shylock, y así lo certifica Cándido Pérez Gállego, es uno de los mayores símbolos de Shakespeare, en tanto queda envuelto en un proceso de «regeneración moral»[2]PÉREZ GÁLLEGO, Cándido. 1971. Shakespeare y la política. Madrid: Narcea, p. 162. Se ha redimido, porque su mal no tiene comparación con el que se describe en las Tragedias. Ese que sólo acaba en la muerte y el dolor.
Félix Huerta nos recuerda las similitudes entre personajes como Otelo, en el que hay locura, desesperación, homicidio y suicidio; o Macbeth, donde el héroe va descendiendo, verticalmente, de las puras esencias de su nobleza guerrera al estado abyecto y vil de asesino[3]HUERTA TEJADAS, Félix. 1971. «Retrato Biográfico», en SHAKESPEARE, William. 1971. Obras Inmortales. Madrid: Edhasa, p. 33. Si hay ocultamiento de la verdad, el mal (re)nace. Es, en un mundo de apariencias, siempre decir la verdad, una soberana libertad.
Shakespeare nos ha regalado, con Shylock, un formidable fresco de la naturaleza humana y el mundo que nos parece tan equilibrado -claramente dividido en buenos y malvados, culpables e inocentes, electos y marginados- exhibe sus grietas y se revela frágil, precario y relativo. Se cree haber comprendido pero nos percatamos allí que la verdad puede ser otra.
Desaparecida la autoridad, aparece el mal. Esa es la tesis de Shakespeare, como pasó en obras anteriores (Hamlet, King Lear, Macbeth…). Cae el poder y el mal se hace protagonista absoluto, y el único héroe que realmente era portador de una cierta bondad, muere, en ese cruel final. Se nos dice, no por nada, que hay dos tragicomedias en una: la muerte de Héctor y la traición de Crésida[4]ARANA GIMÉNEZ, Isabel. «Los celos en Troilo y Crésida, de William Shakespeare». Laberintos. Diciembre 2009, año X, nº20, p. 10. El amor y la muerte se entrecruzan, y la tragedia arrecia. Los celos de Troilo hacia Diómedes y su flirteo con la amada. Arrecia la batalla, pero ¿cómo acaba una guerra? ¿Cómo puede acabar una guerra?
Más frío que en otras ocasiones, Shakespeare deja un desenlace abierto sobre el caos de una guerra en curso, de un amor desengañado, de mediadores y traidores que se arrastran en la sombra. Un desenlace abierto sobre la Historia y una lección: ninguna guerra pueda acabar de veras.
En guerra están también Antonio y Cleopatra, con sus propias pasiones. Seducido aquel por la bella Reina, Roma le exige el cumplimiento de sus deberes. Ella, que críticos como Harrison han definido -tan escueta como equivocadamente- como una ramera[5]HARRISON, G.B. 1961. Shakespeare’s Tragedies. London: Routledge, p. 226, es, al cabo, un personaje espléndido y de variado prisma. El símbolo central de la tragedia, cuyo significado más profundo es la incesante aspiración humana a una perfección y a un absoluto que siempre son inalcanzables. Marco Antonio renuncia a sus deberes, en un discurso extraordinario: «¡Derrítase Roma en el Tíber, y caiga el ancho arco / que soporta el imperio! Este es mi invierno. / Los reinos son de arcilla. Nuestra tierra fangosa nutre lo mismo / a la bestia que al hombre. La vida más noble / se vive así: cuando dos seres como nosotros, par perfecto, / pueden hacerlo, y a este respecto requiero al mundo, / so pena de castigo, / a que nos declare incomparables» (I.i.33-39).
Pero sabemos que ha errado. Que es un grave error. Sólo en la muerte, en efecto, la «pareja sin igual» verdaderamente podrá reunirse y la esencia encarnada por Cleopatra podrá ser quizás poseída y conocida. Sólo en la muerte, la fragmentación de lo real podrá reponerse tal vez en unidad, en imagen de armonía: el empleo que se ha indicado del tiempo y del espacio, el lenguaje.
Cleopatra, también, mudable e inaprensible y diversa como el agua. Antonio, cuya pasión amorosa le despoja de cualquier viejo rasgo heroico. Enobarbo, soldado y poeta, personaje al que persigue la tragedia hasta morir. Los romanos, faltos de una ideología que justifique todo aquello para así sustentar la acción. O, en fin, la imposibilidad del mismo Shakespeare de expresar un juicio moral y político.
Todo nos reconduce a una visión de fragmentos. Toda esta tragedia es la constatación de que el bien y el mal pueden confundirse, trastocarse. La prueba de que la verdadera victoria, si es que existe, se logrará a través del perdón.
Al menos, en tanto subsista nuestro efímero señorío sobre el mundo.
Título: Obras Completas (Tomo I) |
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Referencias
↑1 | SHAKESPEARE, William. 1980. Complete Works. London: Penguin (todas las traducciones son nuestras) |
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↑2 | PÉREZ GÁLLEGO, Cándido. 1971. Shakespeare y la política. Madrid: Narcea, p. 162 |
↑3 | HUERTA TEJADAS, Félix. 1971. «Retrato Biográfico», en SHAKESPEARE, William. 1971. Obras Inmortales. Madrid: Edhasa, p. 33 |
↑4 | ARANA GIMÉNEZ, Isabel. «Los celos en Troilo y Crésida, de William Shakespeare». Laberintos. Diciembre 2009, año X, nº20, p. 10 |
↑5 | HARRISON, G.B. 1961. Shakespeare’s Tragedies. London: Routledge, p. 226 |
[…] no es Mankiewicz y que, por comparación, parece no tener siempre una idea real de cómo llevar a Shakespeare a la pantalla grande. El trabajo del Bardo ha sido imaginado y pensado tantas veces que es fácil […]