Es necesario defender, en su cincuenta aniversario, Asesinato de Julio César (Stuart Burge, 1970), nunca pensando, como punto de partida, en la obra maestra de Mankiewicz, sino teniendo las propias virtudes de esta injustamente baqueteada película. La de Burge es, sin duda, mucho más arriesgada, dado lo parco de su presupuesto.
Producida por la Commonwealth United Entertainment y la célebre American International Pictures, se sostiene, medio siglo después, como una adaptación duradera de la tragedia de Shakespeare, en la que la labor de Charlton Heston –no sólo uno de los mejores actores de la historia del Cine sino, además, un reconocido experto shakespeariano- es exquisita, independientemente de que, en principio, nos resulte difícil olvidar al Antonio de Brando. Por si acaso, habrá que recordarle al ínclito espectador que Heston se había hecho cargo del mismo papel tres años antes que Brando, en una interesantísima versión a cargo de David Bradley.
Es verdad que Stuart Burge no es Mankiewicz y que, por comparación, parece no tener siempre una idea real de cómo llevar a Shakespeare a la pantalla grande. El trabajo del Bardo ha sido imaginado y pensado tantas veces que es fácil olvidar que sus obras se tratan, esencialmente, de un grupo de gente hablando de cosas. La clave del éxito de una adaptación de Shakespeare reside en que los actores reciten los poderosos diálogos y es labor del director ayudar a esas actuaciones a vender la prosa inmortal al espectador. Pero, igual que el sobrevalorado Branagh pareció encontrar una forma más fluida de transmitir las ideas de Shakespeare a la audiencia, y eso es una ventaja, se ha obviado el hecho de que también Burge optó por algo así.
El director siente la necesidad de representar el espectáculo, aparte de abrumar a sus actores. Tenemos extensas escenas de batalla cuando deberíamos centrarnos en los personajes, dicen algunos críticos. O una secuencia de pesadilla en lo que debería ser un momento llevado por los protagonistas ante la cámara. ¿Pero no es cierto que esta versión de la obra de Shakespeare es la que mejor acerca la historia a su variante más terrorífica? ¿No era, por ello, inevitable que la secuencia del asesinato resultase exagerada? César (Sir John Gielgud) es un verdadero tirano aquí –refinado y ególatra- que se niega a morir.
Su asesinato es, para Burge, el momento más importante de la película, y por eso invierte tanto en él. Hasta tal punto es así que las docenas de puñaladas infligidas a César parecen más producto de una decisión prudente. El asesinato considerado como una de las bellas artes. Burge se asegura de incluir tantas tomas de cámara en movimiento e imágenes borrosas como le es posible, no para que nos hagamos a la idea de que el dictador se está muriendo, sino para causar verdadero terror. Ese es el vértigo del crimen, el mareo del tiranicidio. Incluso la idea de que Bruto (Jason Robards) esté obsesionado por el asesinato se nos representa por el espeluznante efecto utilizado para mostrar la cabeza de John Gielgud en medio de las llamas. La partitura de Michael J. Lewis evitará, además, que se reste importancia a todo lo que está pasando.
Pero vayamos ahora al quid de la cuestión, a aquello por lo que se ha tratado de vilipendiar, una y otra vez, esta extraordinaria película: Jason Robards. Su Bruto es un monstruo terrible y él decide interpretarlo de manera similar a la forma en que retrató a Cheyenne en esa extraordinaria película que es Hasta que llegó su hora (Sergio Leone, 1968). Cada línea se pronuncia de una manera estoica y vagamente siniestra, casi como una amenaza. Bruto no es el hombre más honesto de Roma, sino una figura fría y calculadora, cuya decisión de salvar a Marco Antonio no obedece al hecho de que quiera evitar el derramamiento de sangre, sino que el propio Antonio no constituye una amenaza para él. Instruye a sus compañeros conspiradores con desnuda ambición y, si a eso le sumamos que Robards inyecta una evidente energía en el personaje, a partir de la segunda mitad de la película, haciéndonos creer que Bruto es realmente un hombre que se encontró a sí mismo fuera de su hondura, no se entiende la crítica. Hay mucha más pasión en sus desvaríos contra Casio, es cierto, que en cualquier otra cosa que haga en el curso de la película. Pero existe un motivo para ese cambio: de ser un sereno urdidor pasa a ser un loco asustado que se desmorona.
Tal y como, por su parte, interpretó Charlton Heston a Marco Antonio, es fácil creer que aquel se trataba de un hombre que sólo aguardaba una excusa para estallar, quizá reflejando algunos de los comentarios históricos existentes sobre su personaje. ¿Es que no nos resultó extraño ya, cuando asistimos a la actuación de Brando, ver a un actor americano -en particular a un actor tan quintaesencialmente americano- en una obra de Shakespeare? Si aquel lo defendía bien, aun con todos los -hoy tan cuestionables- tics del Actors Studio, Heston se defiende más que admirablemente con su estilo y su dicción perfecta, jamás forzada.
La fantástica secuencia del monólogo, uno de los más célebres y excelsos de Shakespeare, nos muestra a un Heston recreándose en el personaje, pero también lo vemos defenderse con idéntico magisterio en algunos de los momentos más pequeños, interacciones y diálogos más controlados.
Heston incluso se las arregla para evocar una terrible sensación de patetismo cuando le pregunta al cuerpo de su amigo muerto: «¡Oh, poderoso César! ¿Tan abatido yaces? ¿Todas tus conquistas, glorias, triunfos y logros se han reducido a tan pequeño espacio?». En fin, para ser justos, el resto del reparto permanece también a la altura de las circunstancias. Robert Vaughn (un Casca literalmente inolvidable), Diana Rigg y Richard Johnson sobresalen, cada uno en sus diálogos e interpretaciones, y algo menos, es verdad, Richard Chamberlain. En el caso de Gielgud hay poco nuevo que decir. Con una presencia imponente sin apenas esfuerzo y un elegante dominio del texto, su César casi parece encogido por la cámara para dejar que su carisma florezca por completo. Este César, sin duda frágil, tiene un encanto desarmante, pero enseguida vemos cómo su terquedad pasa por ignorar las repetidas advertencias de que se preocupe por su destino, su arrogancia aumenta sutilmente y se sorprende de que sus favoritos se unan al complot contra él. ¿Merecía ser apuñalado? Tal vez no, pero César se equivocó, imbuido por la egolatría, al no prestar atención a tales profecías y al clima político.
Por supuesto, el personaje muere en el comienzo del tercer acto, y la brújula de la moral del espectador cambia hacia el vengador de César, Marco Antonio, cuya voz familiar y fuerte, y firme entrega, nos pone de acuerdo con él y en contra de estos locos conspiradores gracias a un emotivo y chocante alegato. Su astucia política le asegura que el público crea y confíe en cada una de sus palabras. Se mueve por los terrenos de la visceralidad mostrando el cadáver como evidencia y señalando el débil razonamiento y la estúpida ejecución de un complot que el público no pidió que se hiciera en su nombre. De repente, Julio César se vuelve una obra más y más contemporánea con el tiempo. Bendito sea Shakespeare por siempre.
Más allá, empero, de la poesía que subyace en el texto del Bardo, gran parte de la nobleza de la obra, trasladada de forma efectiva a esta versión cinematográfica, es la ambigüedad de las dos facciones. ¿Están impulsadas por una lealtad a Roma mayor que la lealtad a su amigo César o, sencillamente, por la envidia y la ambición? El film de Burge presagia el desenlace de la alianza entre Antonio y Octavio, y es impresionante la forma en que contrasta los elevados objetivos, al menos declarados por Casio y Bruto, con la agitación y el pandemonio que sus acciones crean. Aunque sea principalmente un director de televisión, Burge utiliza todo el ancho del formato Panavisión para bloquear a sus actores en un espacio cerrado, como si la conspiración en ciernes los atorase en sus propios demonios interiores, y lo mismo puede decirse de sus movimientos y la puesta en escena que refleja sus emociones y ambiciones en todo momento.
También se pueden apreciar mejor las ambiciones visuales de esta producción de presupuesto modesto. Prácticamente todos los exteriores de Roma son escenarios sonoros, algunos con perspectiva forzada, con cielos de tela pintada. Aun así, el escenario principal sorprende por su portentosa magnificencia y docenas de extras pululan por él. Pero no creo que el objetivo fuera crear un ambiente fotorrealista, así que la mirada parece oscilar, de forma más deliberada, a medio camino entre una película real y una actuación teatral.
El diseño de la producción salva la función, sin duda, pese a la escasez presupuestaria, con unos decorados romanos (a cargo de Julia Trevelyan Oman) que parecen sacados de las lujosas producciones de los años 50 o 60. El diseño de Oman evoca la enorme sensación de espectáculo y escala que uno asocia con este tipo de imágenes. Lo mismo ocurre con la bellísima fotografía de Kenneth Higgins.
Urge, pues, revisar este magnísimo César y hacerlo justo antes de la extraordinaria versión de Marco Antonio y Cleopatra (1972), a cargo ya de Heston también como director. Quizá entonces cambie la perspectiva y seamos no poco conscientes de que nos hallamos frente a otro ejemplo de Cine con mayúsculas.
Ficha técnica |
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