Y, para pasar la noche, rodeados por gigantes heridos, nos proponemos unos a otros contar una historia. Por ejemplo de humanos que desafían a la vida fabricando monstruos o de vampiros capaces de encarnar la seducción del mal. Un héroe es un gigante herido. Y lo digo porque escribo a distancia. Para Ralph Waldo Emerson, sin embargo, que le pone nombre a la novedad del romanticismo en un mundo nuevo, el ser humano es un dios en ruinas. Así que otra vez nos toca acompañar a los mitos de nuestra mitología, ya sea al castillo y mazmorra de Chillon, en medio de un lago, tal vez hasta las tablas del ligero «Don Juan», que casi por provocación su dueño quiso bautizar «Ariel», hundido por la galerna cerca de Lerici, en el golfo de La Spezia, o a las extremidades de Mesolongi en Grecia, al borde de ese pantano pútrido donde se detuvo, por un nada decoroso trastorno intestinal, el sueño de la desmesura romántica. Sabemos tanto de esa noche, de esos naufragios y ensueños, que podríamos preguntarnos por qué volver, también por qué no.
Pero es que este librito encantador relata un preludio de la gran historia a la que nos referimos. Me refiero al viaje que realizaron en julio de 1814 Mary Shelley, con sólo dieciséis años, hija de la filósofa Mary Wollstonecraft, que murió en el parto de la niña, y del gurú del anarquismo Wiliam Godwin. Su acompañante es un joven poeta Percy Bysshe Shelley, que está a punto de cumplir veinticuatro, y la hermanastra de la primera, Claire Clairmont, que será a su vez amante de Lord Byron. Percy y Mary han iniciado un romance bastante escandaloso en Inglaterra, ya que el poeta está casado. Y todo este viaje es una especie de fuga y de reto hacia la buena sociedad de la isla que han dejado atrás. El libro consta de las notas de viaje de Mary, de las cartas de esta y de Percy enviadas desde el continente, y de un bellísimo fragmento del poema Mont Blanc, escrito por él en Chamonix. La otra historia. la de la noche en Villa Diodati, tuvo lugar dos años más tarde. Y había otros personajes, además de cambios significativos en los que siguieron siendo protagonistas de aquella velada fantasmal. Las notas de Mary Shelley son muy british, esto es, proclives a una cierta petulancia patriótica, por ejemplo, cuando se lamenta de que las maneras de la gente de Calais no sean del todo inglesas.[1]SHELLEY, Mary: Crónicas de una viaje de seis semanas. Jus/Malpaso, Barcelona, 2020, p. 15
Esta postura resulta tanto más chocante, y casi podría considerarse un reflejo de la ansiedad de las influencias, si la comparamos con otro libro de viajes de su madre Mary Wollstonecraft, que tuvo un éxito importante, y que da muestras de una mentalidad mucho más abierta.[2]WOLLSTONECRAFT, Mary: Cartas escritas durante una corta estancia en Suecia, Noruega y Dinamarca. Catarata, Madrid, 2003. También es verdad que Wollstonecraft no sufre eso que, por lo demás, incomoda tanto a los ingleses por Europa. Me refiero al catolicismo, y en el que Mary Shelley cifra la llamativa diferencia entre la dudosa higiene francesa y la radiante limpieza suiza de los protestantes (p. 27). En cualquier caso, los tres están acompañados por la literatura de una mujer brava y admirable, como registra la propia Mary Shelley: «Antes de dormirnos, Shelley había cerrado un trato con un barco para que nos llevara a Maguncia, y, a la mañana siguiente, nos despedimos de Suiza, y subimos a un barco lleno de mercancías, donde no había pasajeros que nos molestaran con su vulgaridad y sus groserías. El viento nos encaraba con violencia, pero la corriente, estimulada por los remeros, nos empujaba adelante; el sol brillaba, Shelley nos leía en alto las cartas desde Noruega de Mary Wollstonecraft, y así transcurrió nuestro tiempo agradablemente» (p. 35). Este es el epítome de una escena romántica, en la que siempre hay libros, un lector o lectora, solos o acompañados, en medio de un jardín salvaje o del paisaje más dinámico que nos ofrece la travesía. De hecho, se dice que en su último viaje, Shelley llevaba en los bolsillos un libro de John Keats, lastrado así por la poesía, y otro de Sófocles,[3]TRELAWNY, E.J.: Memorias de los últimos días de Byron y Shelley. Alba, Barcelona, 2020, p. 163. aunque muy bien podría haber ido pertrechado también con algún diálogo de Platón.
No hace falta aclarar que, debido a la espantosa pérdida del poeta, Mary Shelley estará siempre vinculada a un imaginario de navegantes extraviados.
Valga como ejemplo, si no el final de Frankenstein, que es como un oscuro presagio, y desde luego la conclusión de El último hombre, de 1826, que tengo por la más ambiciosa y profunda de sus novelas, y en la que hace un minucioso inventario de su concepción del mundo: «Todo son sueños desbocados. Y sin embargo, desde que se apoderaron de mí, hace una semana, en la escalinata de San Pedro, han gobernado mi imaginación. He escogido una barca y he metido en ella mis escasas posesiones. He seleccionado algunos libros, Homero y obras de Shakespeare en su mayoría. Pero las bibliotecas del mundo se abren para mí. Ni la esperanza ni la dicha me guían; mis pilotos son la incansable desesperación y un inmenso deseo de cambio. Anhelo enfrentarme al peligro, excitarme con el miedo, tener algo que hacer, por poco que sea, por voluntario que sea, que me ayude a pasar los días. Seré testigo de toda la variedad de apariencias que los elementos son capaces de adoptar. Leeré el augurio en el arco iris, la amenaza en la nube, y todo me enseñará alguna lección que yo atesoraré en mi pecho. Así, recorriendo las costas de la tierra desierta, mientras el sol está en lo alto y la luna crezca o mengüe, los ángeles, espíritus de los muertos, y el ojo siempre abierto del Altísimo, observarán la diminuta barca que lleva a bordo al último hombre.»[4]SHELLEY, Mary: El último hombre. El Cobre, Barcelona, 2007, p. 523.
El testigo de esta escapada adolescente, mudo salvo por el fragor de los avalanchas, es el Mont Blanc, que despereza la imaginación del viajero. Y es que eso es una montaña, un reto de lo visible al que el filósofo John Sallis ha dedicado un libro bellísimo, y puede que por eso mismo bastante secreto.[5]SALLIS, John: Piedra. Pre-Textos, Valencia, 2009. Percy B. Shelley, a propósito de la montaña, escribirá que la misteriosa lengua de la naturaleza instila «la más terrible duda, o la más arraigada fe»(p. 87). Como que esta oscilación del pensamiento es también un vértigo del corazón en semejante santo del ateísmo radical. Hallamos trazas y reminiscencias de aquel viaje en la novela que inmortalizaría a Mary Shelley: «Cruzamos el puente de Pelissier, donde el barranco formado por el río se abrió ante nosotros, y empezamos a ascender por la montaña que lo limita. Poco después entramos en el valle de Chamonix, más imponente y sublime, pero menos hermoso y pintoresco que el de Servox, que acabábamos de atravesar. Los altos montes de cumbres nevadas eran sus fronteras más cercanas. Desaparecieron los castillos en ruinas y los fértiles campos. Inmensos glaciares bordeaban el camino; oímos el ruido atronador de un alud desprendiéndose y observamos la neblina que dejó a su paso. El Mont Blanc se destacaba dominante y magnífico entre los picos cercanos, y su imponente cima dominaba el valle.»[6]SHELLEY, Mary: Frankenstein o el moderno Prometeo. Cátedra, Madrid, 2007, p. 212. Yo apuntaría aquí la pericia de la atribución estética (lo imponente, lo sublime, lo hermoso y lo pintoresco) que demuestra la autora, y que es todo un signo de distinción, como destacamos de los diarios de Lord Byron de 1816: «-recuerdo que en Chamonix- ante la misma faz del Mont Blanc -escuché a otra mujer -Inglesa también – exclamar a su grupo- «¿alguna vez habíais visto algo más rural?»- como si se tratase de Highgate o Hampstead – o Brompton- o Hayes.- ¡»Rural» dijo!- Rocas- pinos- torrentes- Glaciares- Nubes- y Cumbres de nieve eterna sobre sus cabezas- ¡y «Rural«!»[7]LORD BYRON: Diarios. Alamut, Madrid, 2008, pp. 189-190. De esta manera podemos discriminar al viajero del turista. Porque el primero posee un cierto gusto estético, ése que durante el romanticismo lo convierte en un verdadero cazador de lo sublime. Esa cultura estética no está sin embargo por completo formada en la muchacha que registra estas seis semanas de viaje que comentamos. No es todavía la mujer que puede escribir, como en su novela Mathilda: «Vuestra voz evocaba únicamente palabras de amor, y si algo terrestre teníais era lo que reflejaba la belleza del mundo. Vuestra gracia emanaba de la brisa de las cimas, de las cascadas y de los lagos.»[8]WOLLSTONECRAFT, Mary/SHELLEY, Mary: Mary, María, Mathilda. Nórdica, Madrid, 2011, p. 329. Ann Wroe, en su extraordinario libro, que es la reconstrucción de toda una perspectiva del mundo, escribe: «The great mountain represented the secret law that governed thought: solemn, inaccesible, trascendent. Mutability and chance could not come near it. Only mind could ponder it.»[9]WROE, Ann: Being Shelley. Vintage, London, 2008, pp. 153-154.
Nos ponemos en marcha con este grupo, una vez llegados a Calais, y lo hacemos con una anotación que no es en absoluto baladí, aunque ahora nos cueste comprender su importancia: «El 30 de julio, sobre las tres de la tarde, nos marchamos de Calais en un cabriolé arrastrado por tres caballos. A la gente que solamente conocía el típico carruaje inglés con postillón le parecía que nuestro vehículo era tremendamente ridículo. Un cabriolé tiene la forma de un carruaje moderno, con la excepción de que solo tiene dos ruedas, y, por consiguiente, no tiene puertas a los lados; la puerta delantera se despliega para que accedan los pasajeros. Los tres caballos se colocan uno al lado del otro, el más alto en el medio, que es el que más luce, puesto que se coloca en un arnés exagerado, que parece un par de alas abrochadas a sus hombros» (pp. 15-16). Antes de que la velocidad asolase los caminos con el motor, eran importantes los carros como alegorías del vuelo, igual que el Fedro platónico. No en vano, otro romántico, ese mago de la digresión que es Thomas de Quincey, dedicó una de sus piezas más célebres al coche de posta inglés, que es todo un prodigio de alegría y dinamismo, en alguien que no abundaba mucho en una ni en lo otro.[10]DE QUINCEY, Thomas: El coche correo inglés, en Del asesinato considerado como una de las Bellas Artes y otros ensayos literarios. Valdemar, Madrid, 2008, pp. 157-194.
Pero dejamos aquí a los jóvenes enamorados, a sabiendas de que nos permitirán más interrogaciones que respuestas, en esa fulgurante existencia, porque, como escribió el mayor de los dos un año más tarde, podríamos favorecer nosotros también esta advertencia: «¿Qué es el amor? Pregúntale a quien vive, ¿qué es la vida? Pregúntale a quien adora, ¿qué es Dios?»[11]SHELLEY, Percy Bysshe: Sobre el amor, en Crítica filosófica y literaria. Akal, Madrid, 2002, p. 69. De la temporada de Villa Diodati, que ha sido incluso inmortalizada en el cine con más o menos fortuna, desde Gothic de Ken Russell (1986) hasta Remando al viento de Gonzalo Suárez (1987), hay otro testigo, un personaje es verdad que muy secundario, me refiero a John Polidori, quien sin embargo les tomó la delantera en lo que se refiere al uso de ácido prúsico para morir por propia mano. Viaje por viaje, no prescindiríamos tampoco de éste pergeñado por el médico privado de Byron, que se refiere a esa misma época.[12]POLIDORI, John: Viaje por Europa con Lord Byron. Erasmus, Barcelona, 2017. Nunca fue más glorioso este Polidori, que era bravucón, turbulento, y puede que negado para la literatura aunque escribiese entonces, en aquella noche de Villa Diodati, un cuento, El vampiro, a medias inspirado en su diabólico señor, que no tiene nada que envidiar, antes al contrario, dentro del género, al Drácula de Stoker ni a la muy turbadora Carmilla de Sheridan Le Fanu. Del primero encontré la casa en Dublín, con mi hijo, pero no la del segundo, acaso asolada por unas viviendas sociales en franco deterioro, en las que no era difícil imaginar los fantasmas fríos del mal, la brutalidad y la dependencia. Por cierto que a esta la única obra maestra, de uno que sobre sí mismo escribiese: «yo soy más de lo que crees ver: un espectro entre los vivos,»[13]POLIDORI, John: Ernestus Berchtold o el moderno Edipo. Celeste, Madrid, 1999, p. 67. se debe además una espléndida ópera de Heinrich Marschner, que considero una de las grandes contribuciones de la música romántica. Es verdad que Friedrich Nietzsche la despacha como una nadería, pero es que el atormentado filósofo ha roto con Richard Wagner y se enemista con lo turbio y germánico, en busca de lo solar y sureño y dichoso de un Bizet por ejemplo.
Todavía se yergue espléndida la casa, construida en el siglo XVIII, muy cerca del lago de Ginebra. Y en ella vivió además el pintor Balthus, hermano del filósofo y también artista Pierre Klossowski, como si estuviese en su destino albergar a varias especies de genios, pero acosados siempre, y al mismo tiempo, por ángeles y demonios. Nosotros hemos leído sobre un corto viaje, que sin embargo fue el principio de uno de los periodos más densos y ricos de la literatura universal. Hemos vuelto otra vez, como quien lo hace a casa aunque estemos en la intemperie.
Título: Crónica de un viaje de seis semanas |
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Referencias
↑1 | SHELLEY, Mary: Crónicas de una viaje de seis semanas. Jus/Malpaso, Barcelona, 2020, p. 15 |
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↑2 | WOLLSTONECRAFT, Mary: Cartas escritas durante una corta estancia en Suecia, Noruega y Dinamarca. Catarata, Madrid, 2003. |
↑3 | TRELAWNY, E.J.: Memorias de los últimos días de Byron y Shelley. Alba, Barcelona, 2020, p. 163. |
↑4 | SHELLEY, Mary: El último hombre. El Cobre, Barcelona, 2007, p. 523. |
↑5 | SALLIS, John: Piedra. Pre-Textos, Valencia, 2009. |
↑6 | SHELLEY, Mary: Frankenstein o el moderno Prometeo. Cátedra, Madrid, 2007, p. 212. |
↑7 | LORD BYRON: Diarios. Alamut, Madrid, 2008, pp. 189-190. |
↑8 | WOLLSTONECRAFT, Mary/SHELLEY, Mary: Mary, María, Mathilda. Nórdica, Madrid, 2011, p. 329. |
↑9 | WROE, Ann: Being Shelley. Vintage, London, 2008, pp. 153-154. |
↑10 | DE QUINCEY, Thomas: El coche correo inglés, en Del asesinato considerado como una de las Bellas Artes y otros ensayos literarios. Valdemar, Madrid, 2008, pp. 157-194. |
↑11 | SHELLEY, Percy Bysshe: Sobre el amor, en Crítica filosófica y literaria. Akal, Madrid, 2002, p. 69. |
↑12 | POLIDORI, John: Viaje por Europa con Lord Byron. Erasmus, Barcelona, 2017. |
↑13 | POLIDORI, John: Ernestus Berchtold o el moderno Edipo. Celeste, Madrid, 1999, p. 67. |