Los seres vivos nacen, crecen, se reproducen (no siempre) y mueren. De este modo, se resume el ciclo de la vida y, al parecer, ha sido así en nuestro planeta desde miles de millones de años. Demasiado simplista, quizás; sobre todo, si lo analizamos desde la perspectiva humana, ya que solemos imaginar que somos protagonistas de una historia o que nuestra existencia es crucial en la trayectoria de quienes nos rodean. Seguramente, no estemos del todo equivocados, pero tendemos a magnificar los sucesos y consecuencias en nuestra autobiografía. Sin embargo ¿quién puede obviar el amor, por ejemplo? Acaso, ¿no es un motivo de inquietud o desconsuelo? Si prescindiéramos de él, reduciríamos los colores, los aromas, las páginas que llenan las estanterías de tantas bibliotecas, la esperanza, las oportunidades de volver a empezar, el ardor de la juventud, el equilibrio de la madurez, los nacimientos; y el final sería un alivio, el ansiado descanso.
A menudo, dependiendo de la edad y los roles de género, nos hemos inclinado por diferentes versiones del amor. Irène Némirovsky (Kiev, 1903-Auschwitz, 1942), ya en 1934, describió la predisposición de unos y de otros, salvando excepciones y retratando la realidad general de su época. Concretamente, nos referimos a “Las orillas dichosas”, “El eco” y “Domingo”, tres relatos donde la autora no maquilla los comportamientos comunes de hombres y mujeres a este respecto. Mientras los chicos jóvenes prefieren un romance, cargado de pasión y exento de intimidad, las muchachas no se conforman con ese encaprichamiento fugaz y piden más; a veces, engañándose a sí mismas, creyendo que su paciencia y tenacidad variarán la actitud de su enamorado. Perciben la lava abrasadora del sentimiento romántico, pero anhelan consumar el vínculo con el compromiso y la proximidad. En contraposición, entre los matrimonios de la generación anterior se impone el amor vacío, cuyo único sustento es el interés -de cualquier tipo-; y el amor sociable, en el que los años de convivencia y la monotonía han desvanecido el deseo y la complicidad, pero que perdura por los hijos o el miedo a la soledad.
La lectura de estas narraciones breves no constituye una mera recreación realista de la sociedad de entonces y sus costumbres, sino que nos obliga a comparar y a analizar el presente, los estereotipos que se mantienen aún, ciertas pautas educativas que, sin querer, seguimos perpetuando en niños y niñas. Bien es cierto que ha transcurrido casi un siglo desde su publicación, pero no nos hace ningún mal quitarnos la venda y hurgar un poco en la herida. Más específicamente, la escritora de origen ruso y lengua francesa se centra en la psicología de sus protagonistas femeninas, cuyas similitudes con nosotras –ciudadanas del siglo XXI- son numerosas y, en cierto modo, dignas de escrutinio. En esta danza bailan la veinteañera y su madre, aunque la primera piense que la otra no comprende el ardor y el desmayo, que no se detuvo en ella la juventud. También, encontramos a la prostituta ajada que se entregó al placer físico y obtuvo el favor masculino como un trofeo, que ahora echa de menos un atisbo de afecto en aquellos que ya no la miran. Y están la esposa recluida a un segundo plano, la amante que desea otro lugar, las admiradoras de los exitosos –escritores o mafiosos-, la matriarca omnipotente. “¿Cuántas mujeres habían esperado, como ella, se habían tragado las lágrimas, como ella?”[1]NÉMIROVSKY, Irène. 2023. Las orillas dichosas. El eco. Domingo. Palma de Mallorca: José J. de Olañeta, p. 81 y cuántas nos seguimos preguntando qué es el amor. ¿Confianza?, ¿amistad?, ¿ternura?, ¿el aguijón ambivalente de los besos?
Tampoco resulta baladí cómo plantea el concepto de la felicidad, según las circunstancias y los estragos de la experiencia, acumulados en los recuerdos y en la mirada. Al principio, se asemeja a una mariposa que revolotea y colorea el rostro de una adolescente, como las “orillas dichosas que nunca azotaría la tempestad, donde no soplaría más que una brisa ligera y perfumada”[2]Ibíd., p. 47. Más adelante, se convertirá en una tarde serena, en la que sólo se aspira a no temer nada y en la que el silencio sosiega las turbulencias y el deseo tumultuoso de lucha.
En este planteamiento, no oculta el paralelismo entre la ficción y sus propias vivencias personales, pues su infancia y adolescencia estuvieron marcadas por la frialdad y la tensión desde quienes debieron prestarle seguridad e incondicionalidad. Al mismo tiempo, tampoco deja atrás la atmósfera opresiva de su clase, cómoda y repleta de lujos, pero escasa en autenticidad, cercanía e, incluso, profundidad.
Hija de un banquero judío, fue educada por una institutriz francesa y hubo de exiliarse durante la revolución rusa. Más adelante, fue deportada a Auschwitz, donde murió como consecuencia del tifus. Entre sus publicaciones, destacan su novela “David Golder” (1929), de la que se hicieron adaptaciones para el teatro y el cine. Al año siguiente, se editó “El baile”, también llevada a la gran pantalla. Gracias a que sus hijas conservaron sus manuscritos, “Suite francesa” (2004) y algunos más vieron la luz de manera póstuma.
Al hilo de lo comentado anteriormente y en pleno auge del consumo de libros escritos por mujeres, puede que una de las cuestiones recurrentes en el presente nos siga rondando: ¿tiene sentido, en estos tiempos, hablar de una visión femenina en la literatura? Las nuevas identidades y la deconstrucción son factores a tener en cuenta antes de decantarse o no por una respuesta rotunda. Virginia Woolf consideraba que encasillar a los escritores en términos masculinos o femeninos era reducirlos, pero otras voces defienden lo contrario. Quizás, la universalidad radique en desprendernos de lo específico y particular, en extender y ampliar aquello que subyace al texto. Y este ejercicio no es sencillo; sobre todo, cuando no utilizamos el mismo criterio, dejándonos llevar por prejuicios y falacias.
En definitiva y parafraseando a la propia autora en una entrevista que data de 1933, lo más interesante es tratar de sorprender el alma humana bajo el exterior social, desenmascarar la verdad que, casi siempre, se opone a la apariencia.
El lector será el único capitán en este barco y de sus decisiones dependerá la ruta que tomará su lectura.
Título: Las orillas dichosas. El eco. Domingo |
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