Por supuesto, los poderes fácticos no tienen tiempo para los principios. Ni paciencia con ellos. Si digo esto, como punto de partida, sé que muchos tendrán la sensación de que busco su estremecimiento o un simple intento de polemizar. Por eso, además, añadiré otras dos máximas, a riesgo de sonar tanto más perturbador cuanto que más controvertido: la verdad es una parodia y se puede escribir literatura con derecho.
Entonces, lo que voy a escribir aquí, lo que pretendo decir, ahora que aún hay tiempo, es que se puede escribir lo mismo literatura con derecho, que existe el derecho a escribir literatura, y que este derecho literario no es, per se, una contradicción. Al menos, en lo que respecta a las categorías estéticas de Benedetto Croce, pero también a las teorías del formalismo jurídico. Lo sé: derecho y literatura, en efecto, habitan mundos distintos y distantes. Tomemos, por ejemplo, la palabra Libro, que ancla su etimología en el latín liber, raíz también de la palabra libertad, y que asocia en su génesis común el resultado de la literatura y el fin último del derecho como norma y límite al poder. Se trata de coincidencias semánticas reveladoras: ambas palabras indican la estrecha conexión entre el derecho y la literatura.
Esa suerte de vocablo imposible coloca una losa sobre la mortal autorreferencialidad del Derecho –ahora con mayúsculas- que comparte, de la Literatura, el vector (la palabra) y el objeto (la vida misma). Por otra parte, pienso que un jurista culto será siempre mejor que un licenciado ignorante, porque «el italiano no es el italiano: es el razonamiento [y] con menos italiano usted habría llegado aún más arriba»[1]SCIASCIA, Leonardo. 2012. Una storia semplice. Milano: Adelphi, p. 44, tal como le explica el anciano profesor a su pobre alumno, ahora orgulloso fiscal, en Una historia sencilla (1989), de Leonardo Sciascia. Abandonemos entonces, por un instante, la inquietud inicial. Estoy hablando de él, de Sciascia, uno de los sicilianos más ilustres del siglo pasado, y de cuya muerte se cumple este año el trigésimo quinto aniversario.
Sus novelas, de las que ya hemos escrito en otras ocasiones[2]Vid., en esta misma casa, https://amanecemetropolis.net/una-historia-sencilla-de-leonardo-sciascia/ y https://amanecemetropolis.net/anatomias-textuales-notas-sobre-el-caso-moro-de-leonardo-sciascia/, pueden leerse como un gran tratado sobre la justicia. Así pues, parece admisible que comenzase hablando de una literatura que se coloca entre su cualidad misma –la literatura- y el derecho. La obra de Sciascia pertenece a ese extrañísimo margen –solo comparable tal vez a Friedrich Dürrenmatt, en pleno siglo XX- en el que se invierten los papeles entre el escritor y el jurista: no es el primero quien plantea a la ley preguntas sobre su sentido, porque es el segundo quien cuestiona el sentido de esas preguntas.
Hacia el derecho aplicado ejerce Sciascia toda su suspicacia, fruto de un pesimismo histórico que ha heredado de Manzoni. Para el escritor, existe la mentira de la ley que se convierte en historia oficial, como ocurre con el falso manuscrito que centra El Archivo de Egipto. Más claro aún: la ley sirve al poder, y no el poder a la ley. Por contra, si algo defiende siempre Sciascia es el Estado de Derecho como medida racional de convivencia. Invoca su pleno respeto frente al turbio atajo del estado de excepción, incluso en la lucha contra el crimen organizado, para evitar que al crimen se le oponga un poder que no admite la crítica ni la disidencia.
Escribe, casi al final de su vida, Puertas abiertas (1987), un manifiesto contra la pena de muerte, publicado en los años en que se invocaba en el Parlamento mientras era, a su vez, subrepticiamente introducida por los terroristas. En Muerte del inquisidor se habla de la pena perpetua como pena sin remedio. Y, por ejemplo, hace que el abad Vella sienta de repente «la infamia de vivir dentro de un mundo en el que la tortura y la horca pertenecían a la ley, a la justicia. Lo sentía como un malestar físico, como una náusea que precede al vómito»[3]SCIASCIA, Leonardo. 1980. El Archivo de Egipto. Barcelona: Bruguera, pp. 168-169. Es el Sciascia polemista que tanto echamos de menos hoy en día, capaz de permanecer obstinadamente en minoría porque el unanimismo es para él la otra cara de la intolerancia.
Ahora conviene aclarar algo, que nos obliga a empezar desde cero: el problema más inquietante en Sciascia no es tanto, pues, el derecho a (de, y, en) la literatura, sino a (de, y, en) la verdad. Los títulos oximorónicos de sus novelas (Muerte del inquisidor, El día de la lechuza, Puertas abiertas…) son también autobiográficos. El oxímoron, de hecho, es una figura retórica que produce una contradicción sugestiva. Y este es precisamente el rasgo existencial e intelectual reivindicado por Sciascia, que quiso para sí un epígrafe tal que se contradecía y contradecía, como si quisiera decir –añadía- «que yo estaba vivo en medio de tantas almas muertas, tantas que no se contradecían y no se contradecían»[4]MILONE, Pietro. 2002. L’udienza. Sciascia scrittore e critico pirandelliano. Roma: Vecchiarelli, p. 233.
Además, si tomamos como cuarta máxima, que ser libre, sea lo que sea lo que significa, impone, ante todo, la libertad de uno mismo, no deja de ser paradójico que la verdad lo sea en tanto que imposible. Para Sciascia, es sólo una aspiración nunca alcanzada, porque está, de manera perpetua, manipulada y oscurecida por el poder y sus celosos ejecutores. Esa verdad imposible tan posible solo puede lograrse a través de la literatura, porque el escritor ve e intercepta cosas que escapan al historiador, al filósofo y, claro, al político. Esencialmente porque son, en cuanto a su estructura, ambivalentes, literatura y verdad en Sciascia se reflejan, digamos, a tornapunta. La verdad es relativa, pero no puede ser revelada. Revelar es un concepto ajeno a este maestro siciliano que bebe de la difracción de una verdad que tiene matriz pirandelliano.
La justicia se declina en sus libros del mismo modo que la actividad de juzgar se declina (¿debilita?) en nuestros días. La cesión de toda soberanía en favor de sistemas supranacionales, el diálogo jurisprudencial entre Tribunales, la interpretación constitucionalmente orientada de la ley, el hecho como acontecimiento problemático y ya no como dato histórico objetivo, la razonabilidad como principio informador del sistema y criterio omnívoro de enjuiciamiento… ¡esta es la crisis! Y aquí reside quizá el verdadero inicio de todo esto que escribo hoy. Porque el problema de juzgar, que es asimismo el problema de la verdad y también el del derecho a (de, y, en) la literatura, está en el centro del asombroso diálogo de una conocida página de El Contexto (1971), libro que traigo hoy a colación.
Al inspector Rogas, un hombre que vive siempre en la duda, le responde el presidente del Tribunal Supremo Riches, según el cual todo juicio, en cuanto que tal cosa, es un inevitable y necesario desvelamiento de la justicia: «¿Se imagina usted a un cura que después de haber celebrado la misa se diga: se habrá producido la transubstanciación también esta vez?»[5]SCIASCIA, Leonardo. 1984. El Contexto. Barcelona: Bruguera, p. 136 (todas las citas, en adelante, estarán extraídas de esta edición y consignadas entre paréntesis).. Sabemos que Sciascia, por boca de ese juez ficticio, escribe algo que es paradójico hasta la caricatura. En cambio, pienso que, de manera consciente, ha tocado la esencia de una ideología, aunque no declarada, bastante difundida en el universo judicial. A esta especie de autolegitimación del poder (judicial), Sciascia contrapone la dolorosa necesidad de juzgar, tal como reza el título de un brevísimo artículo suyo publicado en Il Giudice, en diciembre de 1986.
Hablemos pues ahora, un poco más, sobre El Contexto. Cuando se publica, en 1971, lo hace en medio de no poca polémica. Sciascia estaba acostumbrado[6]FALASCHI, Giovanni, Piergiovanni PELFER. 1985. «La scomparsa di Majorana: un’occasione di dibattito mancata», en MOTTA, Antonio (ed.). Leonardo Sciascia. La verità, l’aspra verità. Lacaita: Manduria, pp. 327-333. La obra se inscribe en una vertiente de probada eficacia que podemos denominar derecho y literatura, o derecho a la literatura, o quizás derecho en la literatura. Como quiérase. Tal vertiente, en cualquier caso, estudia los productos literarios en relación con las cuestiones jurídicas que plantean. La novela da testimonio (qué término este tan adecuado, creo) de la obsesión de Sciascia por el problema de la justicia, porque, como solía afirmar, todo está relacionado. El Contexto trata del asesinato de un alto magistrado, el fiscal Varga, al que siguen otros (Sanza, Azar, Rasto…): son los excelentísimos cadáveres[7]Título en España que recibió la extraordinaria versión del libro, llevada a cabo por Francesco Rosi en 1976..
Leemos en el libro de Sciascia que la investigación de los crímenes se confía al inspector Rogas «para devolver a la opinión pública aquella confianza en la eficiencia de la policía, que por otra parte la opinión pública jamás había alimentado, o para que se resignase a la insolubilidad del misterio [pues era] el investigador más agudo con el que contaba la policía, según los periódicos; el más afortunado, a juicio de sus colegas» (11). No se contempla aquí un camino intermedio, como si el valor no estuviera hecho también de suerte, de destino manifiesto y deseado, sino de puro azar. Como cada día crece el número de jueces asesinados, Rogas decide hacer una selección entre los culpables de crímenes cometidos en los últimos años y condenados en juicios en los que «Varga como acusador y Azar como juez habían tomado parte, y según un criterio bastante simple, tras un somero examen, los dividía y reagrupaba» (22), descartando aquellos que no le parecen sospechosos.
Y sigue, de hecho, en principio, una pista aparentemente bien fundada. Su hipótesis es que se trata de una venganza llevada a cabo por el farmacéutico Cres que, siendo inocente, había cumplido una condena de cinco años por tentativa de uxoricidio. Este último estaría motivado por el deseo de vengarse de los jueces que encarnan «la legitimidad de la fuerza» (145). El policía no tarda en darse cuenta de que se le arrincona y, por tanto, su investigación corre el riesgo de naufragar. Recibe la censura de arriba, que le exhorta a no recoger habladurías. Se le sugiere que investigue en los medios extremistas con el objetivo, ni siquiera demasiado velado, de alimentar la estrategia de la tensión[8]Término acuñado por The Observer, a raíz de la masacre de Piazza Fontana en 1969, que hacía referencia a la estrategia subversiva basada, principalmente, en una serie preestablecida y bien concebida de actos terroristas, destinados a crear en Italia un estado de tensión y miedo generalizado en la población, de tal forma que se justificasen o incluso esperasen giros de tipo autoritario. existente y así «no perder el rastro, si es que lo había, de aquel loco furioso que sin motivo alguno iba matando jueces» (18).
Rogas percibe que se está urdiendo una especie de conspiración mediante la cual quienes detentan el poder institucional, con la colaboración de la cúpula de la judicatura, pretenden consolidar su supremacía (seguro que esta historia les suena): la connivencia de los poderes del poder. Una vez más, como es habitual en Sciascia, no se trata de una novela policíaca prototípica. El escritor subvierte sus cánones a pesar de que el nombre del inspector Rogas, del latín rogare, es decir, interrogar, es una aparente referencia a modelos de novela policíaca, un personaje construido sobre la mejor tradición policial: Maigret, Ingravallo, Prentinice y un poco él mismo[9]ONOFRI, Massimo. 2012. Storia di Sciascia. Roma: Inschibboleth, p. 201. Es cierto: se supone que el género policíaco saca a la luz la verdad, mientras que la literatura de Sciascia tiende a vaciarse de certezas. El final debería cerrarse con el tranquilizador desentrañamiento del misterio pero, en cambio, queda abierto. En efecto, Rogas –cuya intención precisa de luchar contra la injusticia y buscar la verdad, así como la impotencia manifiesta para ello, en el campo de la investigación judicial, corresponde, como se ha apuntado, a la del propio Sciascia[10]ADAMO, Liborio. 1992. Sciascia tra impegno e letteratura. Enna: Papiro, p. 52- es asesinado junto con Amar, el secretario de ese Partido Comunista cuyo nombre Sciascia troca por el de Partido Revolucionario, y nada más se explica al lector, al que solo se deja elegir entre algunas conclusiones posibles.
La primera es que estos asesinatos resultan funcionales a la estrategia de la tensión, como subraya el comunicado televisivo emitido inmediatamente después del asesinato de los dos hombres, en el que se menciona a un opositor rubio y barbudo (sic) como posible autor del doble asesinato. La segunda es la hipótesis de un amigo de Rogas (¿tal vez otro sosias de Sciascia?): fue asesinado por uno de los conspiradores porque había descubierto el complot, como demostrarían unas memorias que el lector nunca llegará a conocer. La tercera se resume en la versión presentada por el Vicesecretario del Partido Revolucionario: Rogas mata a Amar y, a su vez, es asesinado por uno de los conspiradores. En cuanto a por qué no fue detenido, la respuesta es clara: «La razón de Estado, señor Cusan: todavía existe, como en tiempos de Richelieu. Y en este caso ha coincidido, podríamos decir, con la razón de Partido… El agente ha tomado la decisión más sabia que podía tomar: matar también a Rogas […] No podíamos correr el riesgo de que estallase una revolución. […] No en este momento» (188).
Es este un esquema –por enésima vez en la impresionante trayectoria de Sciascia- en el que las verdades se desdibujan en el juego pirandelliano de las partes, que desnuda una justicia incapaz de castigar a los culpables. El mismo escritor, de nuevo, comienza a escribir el libro como una diversión y lo que subyace, al acabarlo, deja de parecerle divertido. Es inevitable que surja siempre la verdad, tras la ficción: «He escrito esta parodia (travestimiento cómico de una obra seria que he pensado, pero no intentado escribir, utilización paradójica de una técnica y de determinados clichés) partiendo de un suceso leído en la prensa» (189). La paradoja sirve para ir más allá de la propia opinión sobre la realidad (que no es poco), para comprenderla. Podemos adivinar la razón por la que Sciascia eligió el sustantivo parodia como subtítulo de El Contexto: ese mundo está degradado en comparación con cómo debería ser.
Gran parte del libro podría entenderse como una versión humorística y dura de la investigación policial, pero, en su conclusión, el giro es demasiado oscuro y cínico: el subversivo Sciascia reconoce que hay poderes y responsables contra los que la verdad y la justicia permanecen impotentes. La literatura es pues el único derecho que queda… contra ese Derecho, «la forma más absoluta», tal como el mismo Sciascia ha dejado escrito en sus diarios, «que puede asumir la verdad»[11]SCIASCIA, Leonardo. 1984. Negro sobre negro. Barcelona: Bruguera, p. 244. Por más que, al teorizar sobre la novela policíaca, llegue a la conclusión de que «existe una metafísica […] un mundo más allá de lo físico [en el que] el detective incorruptible e infalible es un elegido»[12]SCIASCIA, Leonardo. 2018. Il metodo di Maigret ed altri scritti sul giallo. Milano: Adelphi, p. 55, en El Contexto no hay metafísica, no hay sujetos que fijen responsabilidades individuales según principios morales, y el detective no es el depositario de la verdad. Como alguien señala a Rogas, su profesión «se ha convertido en algo ridículo. Presupone la existencia del individuo, y el individuo no existe. Presupone la existencia de dios […] que ha permanecido oculto durante tanto tiempo que podemos darle por muerto» (142).
Son los años setenta y, para cuando aparece el libro de Sciascia, se han sucedido ya las huelgas del autunno caldo y el atentado de Piazza Fontana, orquestado por la extrema derecha; se ha iniciado la sangrienta hecatombe llevada a cabo por grupos extremistas, de uno y otro bando, causando casi un centenar de muertos, e incluso una estrambótica tentativa de golpe de Estado, durante la noche del 7 al 8 de diciembre de 1970, organizado por el neofascista Borghese, y cancelado por él mismo, por razones aún desconocidas. Es lógico, pues, que El Contexto se inspire en la situación institucional, judicial y política de su tiempo. No hay referencias directas, los crímenes no tienen una explicación manifiesta, pero la referencia a esa fase política e histórica es inevitable. Poco después, de hecho, comenzarían los juicios y las investigaciones contra personalidades de la política italiana, y surgirían escenarios inquietantes sobre las contaminadas relaciones del Estado durante la época de las masacres. No juega un papel secundario la oposición, cuya posible convergencia hacia el poder se perfila.
El inspector Rogas subraya cómo los jóvenes sospechosos de los asesinatos se refugiaban probablemente en las villas y yates de sus adinerados padres. Y Galano, el director de la revista Revolución Permanente, así como sus colaboradores, son descritos como burguesía fanática y siniestra. He aquí otra denuncia. Se defiende a los grupos políticos de extrema izquierda de las acusaciones, pero también son atacados por Sciascia, sobre todo por su ideología: aspirar al poder por el poder. Como los terroristas, son «hijos bastardos de la indignación y la cobardía»[13]LAJOLO, Davide, Leonardo Sciascia. 1981. Conversazione in una stanza chiusa. Milano: Sperling & Kupfer, p. 33. El discurso de Sciascia sobre la oposición no es menos complaciente: el poder y quienes se le oponen juegan al mismo juego. Existe en Italia, no solo en Sicilia, una maraña de fuerzas aparentemente opuestas que en realidad se dedican a buscar un punto de equilibrio, situándose así en un único e indivisible poder avasallador. La novela modela la representación universal del poder en el mundo, o poner todo y a todos juntos o, todavía mejor, a todos dentro y ninguno fuera, incluida la oposición, con resultados controvertidos. La literatura es el derecho… a la literatura.
En El Contexto, el país y las instituciones se lanzan contra los culpables más alentadores, esos grupos de cuyos miembros, por su aspecto, se podía deducir la tendencia. Existe un alivio generalizado al identificar a los presuntos culpables en ese entorno, e incluso el Ministro del Interior observa: «me son muy útiles. Casi tan útiles como la cadena del Honesto Consumo […] Para decirlo brutalmente: consumo (es la palabra adecuada) el huevo de hoy y la gallina de mañana, mientras estoy con ellos. El huevo del poder y la gallina de la revolución… Ya saben ustedes cuál es la situación política; de la política, por llamarla de alguna forma, institucionalizada. […] mi partido, que malgobierna desde hace treinta años, ha tenido ahora la revelación de que se malgobernaría mejor en compañía del Partido Revolucionario Internacional; y sobre todo si en aquella butaca […] viniese a sentarse el señor Amar. La visión del señor Amar, que desde aquella butaca ordena disparar sobre los obreros en huelga, sobre los campesinos que piden agua, sobre los estudiantes que piden no estudiar: como mi predecesor que en paz descanse, y aún mejor; esta visión, tengo que confesarlo, también a mí me seduce» (115-116).
Incluso, como en Puertas abiertas, hacia una sentencia expeditiva y ejemplar, que encubre siempre un objetivo político: el consentimiento derivado del papel del régimen como garante del orden. Se trata, pues, de remozar el mito de un Estado fuerte, dispuesto, atento al bienestar de los honrados, eficaz para castigar ejemplarmente a quienes lo amenazan, y quizá por eso la cuestión de la ley y la justicia es tratada por Sciascia con la deuda cultural con la Ilustración, con esa fase histórico-cultural que sitúa en un lugar privilegiado el Estado de Derecho, hoy orgullo de las democracias. Un ordenamiento que elimina la arbitrariedad y la degeneración de las actividades estatales proclamando la superioridad de la ley. Se convierte en la vara de medir para distinguir lo justo de lo injusto, en el freno obligatorio y no facultativo de los estados de excepción. Invierte la relación poder-ley típica del Estado absoluto según la cual el derecho es creado por el poder, estableciendo en su lugar que el poder es una consecuencia del derecho. Combate el dominio de la Razón de Estado, que exalta la escisión entre acción política y valores, y se opone a los poderes que no se ven y no votan, es decir, los ocultos. Este sistema se ha actualizado con la fórmula del positivismo jurídico, que también se apoya en los mandatos del legislador, legítimos porque proceden de una autoridad que sigue procedimientos rígidos y aceptados. Los jueces se convierten en ejecutores de esa voluntad y no se les permite ninguna discrecionalidad en su aplicación porque son la boca de la ley.
Empero, a pesar de que la adhesión de Sciascia a este modelo se describa con especial eficacia en, por ejemplo, El día de la lechuza (1961), cuando se enfrentan Don Mariano y el capitán Bellodi, perteneciente al cuerpo de Carabinieri (el primero es partidario de la justicia de los hombres con la contribución decisiva del instinto, las inclinaciones y las emociones[14]SCIASCIA, Leonardo. 1968. «El día de la lechuza», en Dueto Siciliano. Barcelona: Plaza y Janés, p. 53, mientras que el segundo reafirma el valor de la ley objetiva, acotada, rigurosa, que debe aplicarse como el bisturí de un cirujano[15]Ibíd., pp. 26-27), en El Contexto se cambia el planteamiento. Es más, se trastoca. Así, la novela, pues es evidente que, a lo largo de la década, también las cosas han mutado, es una representación de la degeneración de esos principios, de lo que desgraciadamente podría ser, y tal vez es. Se disuelve la confianza en la ley, se socava la certeza del derecho, triunfa el poder invisible, se elimina la responsabilidad individual, ahogando al sujeto en la masa. Se delega en el poder judicial la tarea de apaciguar al pueblo y castigarlo mediante mecanismos indiferentes a los rituales democráticos. Por tanto, no es justo, porque entre las facultades del poder está la de establecer lo que es justo y lo que es santo.
El diálogo entre el presidente Riches y el inspector Rogas pone de manifiesto el daño que el poder inflige a la justicia. Riches está convencido de que ésta es tan impenetrable como los sacramentos, que su ejercicio es la única «entrada de Dios en el mundo» (145) porque el juez es un sacerdote que no comete errores, infalible porque solo puede impartir justicia, expresión de un poder que se legitima a sí mismo: «El sacerdote puede incluso ser indigno […] pero el hecho de haber sido investido de su ministerio es lo que hace que en cada celebración se cumpla el misterio. Nunca, fíjese bien, nunca, puede ocurrir que la transubstanciación no se produzca. Y lo mismo sucede con un juez cuando oficia la ley: la justicia no puede dejar de desvelarse, de transubstanciarse, de cumplirse. […] ¿Se imagina usted a un cura que después de haber celebrado la misa se diga: «Se habrá producido la transubstanciación también esta vez»? No hay duda posible: se ha producido. Con toda seguridad. Y me atrevería a decir: inevitablemente» (135-136).
Riches reitera que «la única forma posible de justicia, de administración de la justicia, podría ser, y será, lo que en la guerra militar se conoce como diezmar. El individuo responde por la humanidad. Y la humanidad responde por el individuo» (141). Los individuos desaparecen con sus responsabilidades personales, mientras que los autores son identificables; «Ya no se trata de buscar la aguja en el pajar, sino de buscar en el pajar la brizna de paja» (142). Los delitos adquieren la categoría de actos de lesa majestad: «Esos delitos contra la legitimidad de la fuerza […] en los procesos de este tipo, la culpa ha sido y es perseguida con el más absoluto desprecio por las disculpas de cada uno de los acusados. El que un acusado la haya cometido o no, para los jueces nunca ha tenido la menor importancia» (145-146). Y la víctima sacrificial es exaltada según el esquema inquisitorial: «la confesión de una culpa por parte de quien no la ha cometido establece lo que yo llamo el circuito de la legitimidad. […] Y del estado de culpa es fácil desprender los elementos de la convicción de culpabilidad más que de las pruebas objetivas, que no existen; al contrario, si acaso, son las pruebas objetivas las que pueden dar lugar a lo que usted llama error judicial» (147).
Se produce así una cesura total tanto con la sociedad por la que debe velar el poder judicial como con las reglas que deben acompañar a la revisión judicial. Para Sciascia, las cosas no cambian en los años siguientes. Cándido y Benito Cereno devienen ambos Rogas: el poder ha cambiado de manos y ya no pertenece a quienes parecen detentarlo. Todavía en los años ochenta, para Sciascia, las instituciones representan sólo la apariencia visible del poder, que en realidad es gestionado por otros y en otros lugares. Como en la historia de Melville, las formas del Estado desaparecen y reaparecen sólo a instancias de quienes las han destituido, permaneciendo invisibles, y el ciudadano no recibe justicia porque la ley está contaminada. La seguridad jurídica ya no es un principio a proteger porque la Razón de Estado se ha impuesto y ha construido la legislación según sus propias necesidades.
El panorama que se desprende de El Contexto es desolador, negativo, casi desesperado, con un poder judicial apocalíptico que se atrinchera, ajeno siempre a las razones de su función. No hay atisbos, ni siquiera los que propone la Constitución, ya vigente en los años setenta, pero completamente ausente en la novela, de que la situación no sea inmutable, hasta el punto de que la razón de Estado celebra su éxito (sic) con el asesinato del inspector Rogas. Al fin y al cabo, tal es la observación de Sciascia, si la Mafia también ha llegado a Roma, si se vislumbra un golpe de Estado, ¿qué futuro puede haber? Como en Todo Modo (tres crímenes irresueltos, que desvelan la corrupción y connivencia entre la política y el clero, a falta de un móvil que la policía, por último, ya no se esfuerza en hallar[16]SCIASCIA, Leonardo. 1984. Todo Modo. Barcelona: Bruguera, p. 185), El Caso Moro (la escandalosa sucesión de enigmas que involucran al Estado y la mayoría de los partidos políticos, teniendo como resultado el asesinato del primer ministro, que tanto convenía al Estado italiano desde el primer momento) o, por ejemplo, Una historia sencilla (el insólito asesinato de un diplomático retirado), la verdad queda completamente velada.
Cuando el propio Sciascia escribe que «los pequeños acontecimientos del pasado, esos que los cronistas relatan con imprecisión o reticencia y que los historiadores pasan por alto, a veces abren en mi labor cotidiana […] La imprecisión o la reticencia con que se relatan los hechos es, naturalmente, la condición indispensable […]. Después viene el gusto por la indagación, por hacer encajar los datos o ponerlos en contradicción, hacer hipótesis, conseguir una verdad o establecer un misterio allí donde la falta de verdad no era un misterio o su presencia no era misteriosa»[17]SCIASCIA, Leonardo. 1986. Mata-Hari en Palermo. Barcelona: Montesinos, p. 65, sabemos que sus obras, digamos, de corte policíaco, no distan de la contribución que hace, en otros libros, a la microhistoria, en el más puro estilo de un Ginzburg o un Cipolla, sea en el análisis de la época de la Inquisición, la Italia del principios de siglo, el fascismo o los anni di piombo. Ya desde el inicio de la década, Sciascia había podido seguir el funcionamiento de una magistratura joven, tenaz y arrebatada, que se interrogaba sobre cómo superar un código penal que chocaba con los nuevos mensajes republicanos, optando a menudo por remitirse a la verificación constitucional.
El poder judicial es desobediente con las normas que considera anticuadas e intenta no ser víctima de ellas. Eran los años en los que la idea de una legalidad pura y no contaminada se había ido erosionando lentamente, como una prenda que empieza a apretar a medida que pasan los años y el cuerpo se hincha. Y, en efecto, durante varias décadas se habían sucedido problemas sociales cada vez más complejos, incluidas los cambios industriales, el renacimiento de los cuerpos intermedios o las formaciones políticas renovadas. El monolito del derecho se resquebrajaba, volvía el derecho natural, su certeza se limitaba y el mito de la Ilustración entraba en crisis. Entraban en juego la ética del Estado, los principios fundamentales y los derechos cuyos valores son superiores a los productos del poder legislativo. Como resultado, surgió un nuevo papel del intérprete, comprometido con la aplicación de la ley pero inspirado en principios autoevidentes, válidos siempre y en todas partes. Desaparecía el simple ejecutor de la ley de memoria ilustrada.
¡Qué escritura la de Sciascia, que nunca debe dejar de reivindicarse! Pues, aunque la mayoría de sus elementos parezcan sencillos, esa es una ligereza engañosa: todo es mucho más profundo y está dotado de una realidad que, como su humor, vira al negro. Objeto afilado, oscuro y peligroso de manejar, su literatura, como la de Borges o Pirandello, Manzoni o Dürrenmatt, se resiste a ser encasillada. Por fortuna, y como demuestra su rechazo a los postulados de los comunistas italianos, Sciascia no tenía nada que ver con actitudes ideológicas o políticamente instrumentales: «no soy infalible, pero sí creo haber dicho algunas verdades innegables. Tengo […] mucho que reprocharme y de lo que lamentarme, pero ninguna de esas cosas tiene que ver con la mala fe, la vanidad o los intereses particulares. No tengo, lo reconozco, el don de la oportunidad ni el de la prudencia. Pero cada uno es como es»[18]SCIASCIA, Leonardo. 2002. Opere III (1984-1989). Milano: Bompiani, p. 889. Estamos ante un enfrentamiento simbólico cuyos antecedentes podríamos encontrar incluso en Voltaire o Dostoievski: la fe en la racionalidad del mundo (Cándido) frente al Inquisidor, que siempre elogia el poder. Un poder gris, pátina que correspondería casi a la invisibilidad, o, por tener las manos manchadas de sangre, color de vino, como reza una de sus colecciones de relatos. Si uno relee a Sciascia, con el tiempo tendrá la sensación de que el autor ha utilizado las formas narrativas ilustradas (breves y documentadas) para vaciarlas por dentro, logrando una ósmosis fatal hacia algo no clasificable.
Tiene la escritura del siciliano un peso específico que no cambia con cada página, sino de párrafo a párrafo, como si supiésemos que la verdad, al no determinar la decisión, sino viceversa, implica seguir las salidas del laberinto, hallar el hilo. Rogas, como el propio Sciascia, no sólo es un lobo solitario de la investigación, intelectual cultísimo familiarizado con la literatura y la filosofía, lo que le otorga «mala fama, entre sus superiores y sus colegas, tanto por los libros que tenía sobre la mesa del despacho como por la claridad, orden y concisión de sus informes escritos» (81), sino también paciente y metódico, pues la «infinidad de casos criminales en los que había trabajado le enseñaban que en el plan más perfecto, más cuidado en los menores detalles, matices y sutilezas, siempre e imprevisiblemente se insinuaba, acabando por perder a su autor, la equivocación más tonta, la metedura de pata más burda» (75), sabe que no se trata de la espera del enemigo, cuyo cadáver tal vez esté bajando por las aguas de un arroyo.
No importa saber cómo acaba la historia, pues me atrevería a afirmar que El Contexto forma parte de un todo inacabado en el que, en cierto sentido, no sólo se ha introducido el drama pirandelliano sino lo que Malraux, citado por el propio Sciascia, dijo de Faulkner: «la intrusión de la tragedia griega en la novela policíaca»[19]SCIASCIA, Leonardo. 1979. La Sicilia come metafora. Intervista di Marcelle Padovani. Milano: Mondadori, pp. 87-88. Pero, aun cuando lo que realmente parece interesarle a Sciascia es la toma de conciencia del caos social en el que se conduce nuestra propia existencia (para empezar, una justicia siempre injusta por estar emponzoñada por el poder) y nosotros, por el contrario, hayamos buscado la escala de grises en un mundo que quizás sea, en efecto, blanco o negro; o yo mismo sepa que gran parte de la esencia de la escritura de Sciascia es, sin otra cosa, congelar artísticamente la existencia, como forma de llegar a una miscelánea a partir de la cual, tal vez, se pueda recrear lo que la vida ha convertido en demasiado igual tal vez por ser demasiado diferente y que la misma vida ha aniquilado… incluso cuando todo esto pueda ser cierto –si se me permite un juego de palabras con la lengua francesa, que no es por cierto la de Sciascia-, corre el riesgo [risque] de ser cierto, es probable [risque d’être] que lo sea, debo arriesgarme [me risquer] a creer que Sciascia, pese a todo lo anterior o precisamente por ello, evita la disolución total de la legalidad mediante la interpretación.
Resuelve la eterna relación con la ley escrita reconciliándolas, integrándolas, orientando la primera con los principios procedentes de la segunda. Sciascia todavía confiaba en que esa justicia, o un cierto tipo de ella, al menos, era posible respetando la ley, interpretándola a la luz de principios éticos y humanos. Algo que sitúa al lado del condicional, no del imposible: «si los jueces no tuvieran que atenerse estrictamente a las leyes y pudieran juzgar teniendo también en cuenta lo mudable de nuestra vida y cuan fácilmente la aprisionan las formas y se hacen realidad las ficciones»[20]SCIASCIA, Leonardo. 2004. Il teatro della memoria. La sentenza memorabile. Milano: Adelphi, p. 80. Aunque con dificultades y derrotas momentáneas, Sciascia –ese escritor, maestro, periodista y diputado que aun al expresar razonamientos complejos, asumía, al hablar, un tono bajo, con un cigarrillo colgando de la boca, que no hacía su discurso excesivamente esotérico- vislumbra la esperanza, viste al despojado, abandona la intransigencia jacobina del pasado, templa su escepticismo transformando la máxima inicial –no hay certeza– en un ni siquiera es cierto que no haya certeza. No es casual que adopte la intención de Dürrenmatt como epígrafe de Una historia sencilla: «Una vez más quiero sondear escrupulosamente las posibilidades que tal vez le queden aún a la justicia»[21]SCIASCIA, Una storia…, Op. Cit., p. 7.
También en este caso las actividades del magistrado y el escritor se tocan. Ambos deben ser racionalmente atormentados. No pueden escapar al juicio de los demás hasta el punto de tener que rendir cuentas: de hecho, Sciascia, que en la esfera pública se exponía siempre en primera persona con humildad, pero firmeza, y nunca a través de un intermediario, como cuando afirmaba no ser un experto en la mafia sino «una persona que ha nacido y vivido en un pueblo de la Sicilia occidental y que siempre ha tratado de comprender la realidad, los acontecimientos y las personas que le rodean. Soy un experto en la mafia en la misma medida en que lo soy en materia de agricultura, de emigración, de tradiciones populares, de las minas de azufre: en el nivel de las cosas vistas y oídas, de las cosas vividas y, en buena parte, sufridas»[22]SCIASCIA, Opere III…, Op. Cit., p. 797, sentía la necesidad de medidas de responsabilidad civil del magistrado. El juego de espejos puede llevarse más lejos. Sciascia era un intelectual que se alimentaba de la duda como el mejor antídoto contra el dogmatismo. Me pregunto si no es esto lo que debería ser un juez, en lugar de estar tocados, en su mayoría, por la redundancia, la retórica y la triste lejanía de la realidad de los hechos. ¿No es así como deberían escribirse todas las sentencias?
El caso es que Sciascia se permite el lujo inaudito de no dar soluciones ni otorgar consuelos, sino que devuelve el trabajo de síntesis a la conciencia, buena o mala, del lector. En realidad, no puede decirse que la obra de Sciascia, y él mismo como ejecutor, no hayan conseguido lo que todo verdadero artista debería lograr: crear dudas y miedo para preservar la memoria futura. Alguien con el paso del tiempo, tendrá que juzgarlo y, a buen seguro, lo hará, como se hace siempre, injustamente. De todas formas, me atrevería a decir que, en lo que respecta a los escritores como Sciascia, si es que queda alguno, sabrán siempre dónde hallar su apelación sagrada. Término al que, no por azar, prescindiré en esta ocasión de otorgarle la cursiva.
Título: El Contexto |
---|
|
Referencias
↑1 | SCIASCIA, Leonardo. 2012. Una storia semplice. Milano: Adelphi, p. 44 |
---|---|
↑2 | Vid., en esta misma casa, https://amanecemetropolis.net/una-historia-sencilla-de-leonardo-sciascia/ y https://amanecemetropolis.net/anatomias-textuales-notas-sobre-el-caso-moro-de-leonardo-sciascia/ |
↑3 | SCIASCIA, Leonardo. 1980. El Archivo de Egipto. Barcelona: Bruguera, pp. 168-169 |
↑4 | MILONE, Pietro. 2002. L’udienza. Sciascia scrittore e critico pirandelliano. Roma: Vecchiarelli, p. 233 |
↑5 | SCIASCIA, Leonardo. 1984. El Contexto. Barcelona: Bruguera, p. 136 (todas las citas, en adelante, estarán extraídas de esta edición y consignadas entre paréntesis). |
↑6 | FALASCHI, Giovanni, Piergiovanni PELFER. 1985. «La scomparsa di Majorana: un’occasione di dibattito mancata», en MOTTA, Antonio (ed.). Leonardo Sciascia. La verità, l’aspra verità. Lacaita: Manduria, pp. 327-333 |
↑7 | Título en España que recibió la extraordinaria versión del libro, llevada a cabo por Francesco Rosi en 1976. |
↑8 | Término acuñado por The Observer, a raíz de la masacre de Piazza Fontana en 1969, que hacía referencia a la estrategia subversiva basada, principalmente, en una serie preestablecida y bien concebida de actos terroristas, destinados a crear en Italia un estado de tensión y miedo generalizado en la población, de tal forma que se justificasen o incluso esperasen giros de tipo autoritario. |
↑9 | ONOFRI, Massimo. 2012. Storia di Sciascia. Roma: Inschibboleth, p. 201 |
↑10 | ADAMO, Liborio. 1992. Sciascia tra impegno e letteratura. Enna: Papiro, p. 52 |
↑11 | SCIASCIA, Leonardo. 1984. Negro sobre negro. Barcelona: Bruguera, p. 244 |
↑12 | SCIASCIA, Leonardo. 2018. Il metodo di Maigret ed altri scritti sul giallo. Milano: Adelphi, p. 55 |
↑13 | LAJOLO, Davide, Leonardo Sciascia. 1981. Conversazione in una stanza chiusa. Milano: Sperling & Kupfer, p. 33 |
↑14 | SCIASCIA, Leonardo. 1968. «El día de la lechuza», en Dueto Siciliano. Barcelona: Plaza y Janés, p. 53 |
↑15 | Ibíd., pp. 26-27 |
↑16 | SCIASCIA, Leonardo. 1984. Todo Modo. Barcelona: Bruguera, p. 185 |
↑17 | SCIASCIA, Leonardo. 1986. Mata-Hari en Palermo. Barcelona: Montesinos, p. 65 |
↑18 | SCIASCIA, Leonardo. 2002. Opere III (1984-1989). Milano: Bompiani, p. 889 |
↑19 | SCIASCIA, Leonardo. 1979. La Sicilia come metafora. Intervista di Marcelle Padovani. Milano: Mondadori, pp. 87-88 |
↑20 | SCIASCIA, Leonardo. 2004. Il teatro della memoria. La sentenza memorabile. Milano: Adelphi, p. 80 |
↑21 | SCIASCIA, Una storia…, Op. Cit., p. 7 |
↑22 | SCIASCIA, Opere III…, Op. Cit., p. 797 |