“[…] estar juntas, echarnos unas risas antes de volver a la faena… Eso es lo importante.”
La Carmen. Vecina del pueblo.
“Me dicen que espere, pero yo no espero,
quiero comprender el suelo.
Cuando sé quien soy, de dónde vienen mis abuelos”
Canción Mi Tierra. Bewis de la Rosa.
Escribo esto desde mi salón, mirando por la ventana cómo se mece el pino de la señora Encarna. El viento mueve sus hojas y el sol se agota sobre los tejados del pueblo, dejando un horizonte arrebolado sin ningún edificio que impida verlo. Entro en instagram y me aparecen post y artículos llenos de comentarios en los que se discute sobre el sujeto del feminismo, sobre estrategias y sobre leyes y me parece que estoy en un mundo aparte. Otra dimensión. Otro planeta. Otras realidades. Si yo lo veo así, ¿cómo lo vería la señora Encarna?
Me estreno en este medio comunicando desde un cuerpo, como todos, con heridas. Cuerpo millenial que estudió bellas artes con esperanza y anhelo, y que ahora, trabajando en el precario tercer sector como mediadora, intenta encontrar un equilibrio emocional surfeando las violencias que llegan desde varios frentes.
Hace tres años y medio me fui, por trabajo, a un pueblo. Yo ya tenía el mío propio, pero este era otro muy diferente, más pequeño, menos manchego. Desde el trabajo, me he coordinado con el Centro de la Mujer local, varias entidades, vecinas y vecinos para organizar acciones feministas. Y me recuerdo hace dos 8 de marzo, cuando el evento local quedó en un encuentro institucional por la mañana, y me vi por la tarde sola. Sin mani. Sin mis chiques. Sin mi madre. Sola mirando la tarde caer, sentada en un callejón que da a la huerta. Las ovejas del vecino pasaron corriendo, como cada tarde, buscando brotes verdes. Y, sin embargo, no me sentía sola.
No me sentía sola porque por la calle siempre hay vecinas y, sentadas al fresco, algo comentaríamos. Tampoco hablaríamos sobre Despentes o Beto Preciado, pero es que nos interesaba más hablar de cómo iba el tiempo y si se helarían o no las flores de los almendros. Una vecina me comentó algo de que esa noche no haría la cena. “Manolo, bonico, la cena tú solico”, recordé. Las vivencias del día a día en mi calle del pueblo me recuerdan a muchas consignas existentes, pero no se cantan, se habitan, y como mucho, se comparten con la Juani, la Espe o la Antonia.
Pensando en la agenda feminista global, reflexiono sobre cómo la visión romantizada de la vida rural a menudo eclipsa las dificultades reales que enfrentan las mujeres en los pueblos. A pesar de la imagen idílica, la falta de recursos y servicios, junto con las dinámicas patriarcales arraigadas, hacen que nuestro día a día sea realmente difícil: la conciliación laboral es prácticamente imposible, dando lugar a reducciones de jornada o a economía sumergida. La juventud carece de opciones de ocio y apoyo, lo que a menudo conduce a comportamientos de riesgo tempranos. Las mujeres migrantes enfrentan múltiples violencias debido a la precariedad laboral y la falta de servicios orientados a sus necesidades. La ausencia de recursos especializados deja desatendidas a las mujeres con necesidades especiales, que terminan muchas veces mudándose a las ciudades. Y mientras, los pocos servicios que hay, se agotan entre la falta de apoyo y un escenario inabarcable, dando todo lo que pueden y sufriendo porque nunca es suficiente.
Y, sin embargo, algo pasa, que aquí nos quedamos.
Y es que, entre la siembra y la siega, en medio del ajetreo de los cuidados en red que caracteriza a los pueblos y el olvido por parte de las grandes agendas feministas, nuestras calles mal asfaltadas también se llenan de historias de lucha y resistencia. Aunque estas no se ajusten a las lógicas, dinámicas o al marketing de las ciudades, y pasen desapercibidas en las noticias o revistas famosas, a diario habitamos ejemplos de emancipación, construcción de nuevas narrativas y la exploración de otras realidades posibles. Quizás no tengamos grandes debates, manifestaciones multitudinarias, ni nos unamos en grupos de lucha masivos, pero contamos con una gran diversidad que busca lo común para avanzar, encontrando la fuerza en la comunidad, el apoyo mutuo y el arraigo a nuestra tierra.
Por ello, a pesar de todo, nos merece la pena. Porque en el campo, al igual que en la vida, no solo crecen habas: también crece la fuerza de una comunidad de mujeres unida, diversa y dispuesta a convertir cada pequeño gesto, ya sea la conserva del tomate o las fiestas en la plaza, en un acto revolucionario.