Así debo empezar, con una confesión elocuente. La última vez que vi París nadie supo que me había ido . Por supuesto me perdí, con fluidez, en el lugar, con toda la elocuencia a la que acostumbro. Digamos que siempre hay una cierta elocuencia –perderse- en recorrer un lugar. Dos raíces muy parecidas, loqu y locus, a modo de hitos inesperados, marcan el camino. La última vez que vi París. Se puede comenzar todo esto con los modos y maneras de la canción de Kern y Hammerstein… sí, creo que lo haré así. La última vez que vi París supe que caminar por ella era hablar en silencio. Las paradojas se amontonaban y superponían otra vez. Hay que hablar, ahora, en silencio, pues «de tanto imaginar la capital, la reconstruía en mi interior y reemplazaba su presencia física por algo sobrenatural que no sé cómo definir»[1]GREEN, Julien. 1990. París. Libertad querida. Barcelona: Paradigma, p. 10 (todas las citas, extraídas de esta edición, se consignarán, en adelante, entre paréntesis). La última vez que vi París la reconstruí en mi interior y sustituí su presencia física por otra cosa. No es necesario aclarar de momento nada más.
He tomado prestadas las palabras de uno de los mayores escritores del siglo XX que, al igual que Mauriac, no se definía como un escritor católico, sino como un católico que escribía novelas. Quizá porque la vocación de un novelista es sumergirse en los abismos del alma y contar lo que ha visto. Julien Green, como yo mismo, se enamoró de un lugar. ¡He aquí la elocuencia! Por eso, París, que apareció en un ya lejano 1984, no es un libro de memorias al uso y yo la llevaba conmigo, como guía de viajes alternativa, apuntémoslo de nuevo, la última vez que vi París. Ya hemos escuchado a Green decir que, al contemplar ciertos paisajes durante mucho tiempo, a veces se evocan «recuerdos de no sé dónde, en lo más profundo de mi memoria»[2]GREEN, Julien. 1990. Journal du voyageur. Paris: Seuil, p. 11.
He aquí la elocuencia del lugar, el relato de una obsesión. Este flâneur católico y homosexual, retrato del dandi ocioso y baudeleriano que Benjamin había identificado y bautizado (qué maravillosa palabra para un católico converso) originalmente. Tal elocuencia tiene, pues, dos implicaciones para el texto: en primer lugar, una burguesa languidez, de indulgente belleza y en ocasiones hiperbólica. En segundo lugar, una atención al detalle que resulta asombrosa, y refleja los recuerdos de alguien que ha dedicado años de su vida –otra vez como yo mismo- al arte de extraviarse en una ciudad. Green insta a los lectores a «perder el tiempo» (32), a experimentar «la ligera inquietud que se siente cuando uno cree haberse perdido» (33). La benjaminiana sensibilidad de esta canción de amor metropolitano es romántica y descarnada. Green busca, con viveza, la suciedad de la industria tanto como los atavíos de la alta burguesía dorada. Elige una calle en particular, la rue Jean Bologne, en lugar de otra, simplemente a causa de «su cantera de carbón, cuya inhumana belleza tiene el encanto terrorífico de un paisaje lunar» (26).
Esas descripciones evocadoras de las calles, parques y edificios parisinos, plagadas de una nostalgia melancólica por una época pasada, y esa elocuencia singular, nutrida de misterios y secretos, me llevan hasta la posibilidad de plantear algo así como una fenomenología citadina de Green. Tal cosa implica lograr una realidad significada y, para cualquier lector que quiera ir más allá, sin duda la necesidad de estar en comunión con un texto, así como de comprenderlo en su forma significante. En todo esto, se plantea una pregunta fundamental, a mi juicio: ¿Puede una lectura puramente fenomenológica captar con precisión la esencia de la realidad significada de Green?
Si establecemos una crítica fenomenológica acerca de alguien que no es teólogo ni filósofo, pero que consigue con notable éxito, como novelista, captar la realidad concreta de los problemas filosóficos y religiosos, exactamente como surgen por primera vez en la experiencia individual, entonces estamos en camino. París deviene una ciudad irreal, ¡pero Green y yo la hemos visto, hemos paseado por allí, y eso es tan real como estas palabras! Me pregunto si es posible que soñemos, a la par que Green, o si, además, estamos cerca de Heidegger: «el devenir real de lo posible como idealización de lo real muestra la naturaleza de un sueño en el ámbito de la creación libre de la poesía»[3]HEIDEGGER, Martin. 1981. Erläuterungen zu Hölderlins Dichtung (GA 4). Frankfurt am Main: Vittorio Klostermann, p. 113. Tomar, pues, como punto de partida un enfoque fenomenológico a la cuestión de la realidad en relación a la obra de Green, implica aceptar lo que el propio Green llama una escala de realidades y por eso escribe Annette Tamuly, en un sensato análisis, que «preguntarse por la realidad es ya distanciarse de ella y, en este sentido, inaugurar lo irreal»[4]TAMULY, Annette. 1976. Julien Green: a la recherche du réel. Approche phénoménologique. Sherbrooke: Naaman, p. 20.
De hecho, la fenomenología acepta la existencia en torno a las zonas focales de claridad que forman parte integrante de la visión total. Al hacer hincapié en este aspecto de la visión fenomenológica, y vuelvo a París, lo que podría inferirse es que «lo que más retenemos de la lectura de Green es la imagen de un ser atenazado por la realidad, un personaje desgarrado entre lo que los sentidos ven como real y lo que adivina que hay más allá, que convierte todo lo demás en ilusorio»[5]Ibíd., p. 270. Este énfasis nos lleva a defender aquí un dualismo de reciprocidad y tensión, más incluso que de separación. Quizá lo más importante sea afirmar que cualquier libro sobre París es un libro de amor. Y, a partir de allí, guardar silencio. ¿O es que no se nos ha dicho, acaso, que el amor es, en última instancia, la única realidad, subsumiendo las dos realidades antes mencionadas? Escuchémoslo: «Para Green […] solo el amor puede conciliar la fe en la existencia de una realidad sobrenatural con la experiencia vivida de una realidad equívoca y ambigua»[6]Ibíd., p. 271.
Quizá estamos, en verdad, dentro de un sueño de amor. Cuando he soñado con París o con Dublín –quizá porque se trata de dos lugares que he visitado con elocuencia, uno con el libro de Green y otro con el Ulysses joyceano bajo el brazo-, lo he hecho con recuerdos reales. ¡Esa es la elocuencia del lugar! Y Julien Green solo nos está contando cómo un hombre, nacido en otro lugar, llegó a vivir la mayor parte de su vida en esa ciudad y lo que recuerda de ella. Desde los asombrosos palacios hasta los cafés bohemios de las callejuelas, desde la cita existencial hasta el colectivismo de los habitantes de la ciudad, desde la abrumadora sensación de estar solo en el mundo hasta la insinuación de que quizá, en realidad, nada de esto importe en absoluto, París nos habla de nosotros mismos.
Si he querido transitar, o soslayar, al menos, una cuestión fenomenológica, es porque la ciudad de Green se nos aparece, manifiesta y revela, a través de los propios sentidos del escritor, mientras explora el lugar y crece en él, no sin desconcierto. El inicio del libro merece estar entre lo mejor que se ha escrito en el siglo pasado: «He soñado a menudo con escribir sobre París un libro que fuera como un largo paseo a la deriva, un paseo en el que no se encuentra nada de lo que se busca, sino muchas cosas que no se me había ocurrido buscar. Ésa es incluso la única manera de que me sienta capaz de abordar un tema para mí tan desalentador como atractivo. En primer lugar, me parece que no diré ni una palabra de los grandes monumentos ni de los lugares sobre los que cabría esperar una descripción detallada. Tal vez por tenerlas demasiado vistas, ya no me es posible contemplar las glorias arquitectónicas de París con la necesaria libertad de espíritu» (7). Este punto de vista realista nos aleja de un Shelley o de un Miller y, sin embargo, nos deja más cerca del París de Benjamin, pues se encuentra delante de nosotros, se nos revela. Habita un espacio y, para Green, la clave poética de acceso a lo real, tal como afirma Álvaro de la Rica, «no está en el conocimiento empirista de la Naturaleza, sino que pasa por encontrar los símbolos que lo revelan»[7]RICA, Álvaro de la. 1999. Julien Green: en lo más profundo del bosque. Madrid: Encuentro, p. 92.
Lo cierto es que nuestro escritor, pintor frustrado, elige, no por azar, la palabra como fórmula para el retrato: «Es extraño que haya elegido escribir, cuando dibujar era quizá más natural para mí»[8]GREEN, Julien. 1975. Œuvres complètes IV. Paris: Gallimard (Bibliothèque de la Pléiade), pp. 71-72. Y París no es, en absoluto, una excepción. Green mantuvo siempre la visión pictórica en el centro mismo de su obra literaria, concibió los escenarios poéticos como retratos expresivos que habría de pintar más con los ojos de la mente que con los del cuerpo. Es un escritor de visiones interiores y estados nacidos de la hipnagogia que forman el abono de sus novelas, el punto de partida de la ficción: «Si tuviera que resumir mi método de trabajo en pocas palabras, diría simplemente que escribo lo que veo. Esta frase lo dice todo. Si no veo nada, no puedo escribir. Lo que quiero decir es que si no tengo una imagen muy clara en mi mente de la escena que intento describir, no puedo hacer nada bueno […]. La verdad es que no sé inventar»[9]Ibíd., pp. 1105-1106.
Aunque la última oración no sea del todo cierta, pues, bajo la más trivial de las realidades, bajo la luz de la luna o el sol del paseo, se revela un mundo de otro mundo, que acaba imponiéndose subrepticiamente. Si vamos más allá del paisaje descrito, lo sublimamos: «Las grandes ciudades poseen el secreto de ofrecer paseos cuyo encanto es a menudo inexplicable, y por mucho que me digan que mi satisfacción se debe a que las casas son hermosas y los patios profundos, hay algo más a lo que es necesario aludir: cierta ligereza del ánimo que produce la presencia de un árbol junto a un tejado, o en una calle soleada; la súbita frescura de la bóveda oscura bajo las ventanas desdeñosas de un palacete antiguo. Así, cualquier pretexto me basta para pasearme por la maravillosa ciudad» (47).
En la obra de Green, la estilográfica sustituye al lápiz del niño y a los pinceles del adulto para transcribir las mismas visiones. Su lenguaje, más poético que discursivo, permanece al servicio de la visión, se automatiza, se deja llevar, prescinde de comentarios que podrían destruir la imagen y romper el encanto de la narración. Como el retrato, la crónica de una ciudad, París, reflexiva y evocadora, se nos exige obediencia a la realidad, requiere de esas dotes superiores. El imperativo de Balzac en La obra maestra desconocida será la consigna: «Debemos captar el espíritu, el alma, la fisonomía de las cosas y de los seres. ¡Los efectos! ¡Los efectos! ¡Bah! Los efectos son los accidentes de la vida, pero no la vida. […] La belleza es algo severo y difícil que no se deja sorprender así, ¡hay que esperar sus horas!, espiarla, apresarla y abrazarla estrechamente, para obligarla a rendirse. […] La Forma es, en sus caras, poesía, y, en nosotros: un intermediario para cambiar ideas, sensaciones. Cada cara es un mundo, un retrato cuyo modelo apareció en una visión sublime, envuelto en luz, designado por una voz interior, despojado por un dedo célebre que demostró, con el pasado de toda una vida, las fuentes de la expresión»[10]BALZAC, Honoré de. 1971. La comedia humana VII. Barcelona: Plaza & Janés, pp. 1806-1807.
Por utilizar el término deleuziano, el sentiendum[11]DELEUZE, Gilles. 2002. Diferencia y repetición. Buenos Aires: Amorrortu, pp. 216-217 de las imágenes de Green (esto es, su compulsión a sentir) funciona de manera trascendente en la medida en que da a ver; pone en imagen algo de lo que nuestra facultad imaginativa no puede hacer imagen. Todo adquiere inmediatamente una dimensión plástica. En otras palabras, hay, en efecto, una intensidad que se puede sentir, cuya imaginación, es decir, su desarrollo cualitativo, no puede –de hecho, no debe- corresponder a la imagen que el pensamiento, la representación o el sentido de la visión común se dan de la apariencia de, por ejemplo, Notre Dame. No es que allí destaque ninguna imagen discernible; sin embargo, es la visualidad del todo lo que nos afecta intensamente y obliga a la imaginación a imaginar, si se me permite la redundancia. Pero esto que se imagina, este rostro de París, nunca puede tener los rasgos reconocibles, claros y distintos de un rostro iconográfico, o su representación.
La condición más absoluta para esta comprensión de las intensidades presupone una invención soberana. ¿Dónde, pues, se encuentra esta invención? No en la intensidad misma, que ha de ser sentida (sentiendum); ni en el estado de cosas extenso y cualitativo de la imagen (iconografía, estilo, formas, cualidades, aspectos, etcétera), que está dado. Debemos responder, con Deleuze: la invención se sitúa en los esquemas, o más bien en los márgenes dramáticos. Se trata de fabular el lugar, como lo hace Wilfred en A cada uno su noche: «Al cabo de algunos minutos, se tranquilizó y salió. El aire era suave y el cielo, antes de ensombrecerse del todo, se iluminaba de rosa. En aquella luz feliz, las paredes de las casas y hasta los rostros de los viandantes parecían reflejar un vasto y lejano fuego de alegría. Una brisa ligera, toda ella cargada de ternura, llevaba consigo un inmenso deseo de dicha. […] Estar en la tierra era maravilloso, estar en la tierra a su edad»[12]GREEN, Julien. 1997. A cada uno su noche. Barcelona: Planeta, p. 159.
Green transforma en poesía lo que el ojo rechaza. No hay residuos visuales, sólo imágenes-testimonio cuya vaguedad revela siempre más que lo que oculta: «¡Adelante! ¡Adelante a cualquier parte! Los faroles, parecidos a vigilantes inmóviles, le señalaban las aceras sin fin […]. Nada se parece más a una ciudad muerta que ciertos barrios en medio de la noche. […] No se atrevía a confesarse que desde hacía un rato deseaba volver a su casa y sumirse en el sueño para huir de la vida. Al mismo tiempo, renunciar al espíritu de aventura era decir adiós a su ideal y morir sin morir, morir y quedar vivo. ¿Qué hora podía ser? A fuerza de andar sin rumbo, perdía la noción del tiempo, pero le pareció que eran las diez. Un trozo de camino más, por superstición, para poner todas las probabilidades de su lado, y volvería por el más corto. Grandes plátanos desnudos bordeaban la avenida por donde se internaba. Un lujoso coche pasó despacio junto a él como un gigantesco pez negro y reluciente. […] Las mansiones parecían retroceder en las sombras para separarse de las trivialidades del mundo»[13]GREEN, Julien. 1992. Lugar de perdición. Madrid: Anaya & Mario Muchnik, pp. 98-99.
Comprender la intensidad solo tiene un sentido: encontrar el drama, dramatizar. Lo sabemos por Benjamin, en sus paseos por los pasajes: «ese lugar en el que quien allí se sitúa recibe un frescor como el de la brisa de un amanecer venidero. […] Allí donde por primera vez, con la sobriedad del amanecer, se hace sentir verdaderamente nuevo»[14]BENJAMIN, Walter. 2005. Libro de los Pasajes. Madrid: Akal, p. 476. He aquí la dimensión creativa, inventiva, lo siempre aún por imaginar. Esta dramaturgia es, por tanto, muy especial. Me atrevería a decir que auténtica, ya que tiene menos que ver con los cuerpos, sus movimientos, su apariencia, su distribución, que con el dinamismo incorpóreo que los dramatiza: «Todo, en esta ciudad, posee una cualidad que se escapa a cualquier análisis y que permite decir sin vacilar esto es París, aunque se trate de una simple lechera colgada del pomo de una puerta, o de uno de esas grandes escobones de brezo que, en octubre, barren las hojas caídas en los bordes de las aceras, con un sonido remoto; o de una hilera de libracos cansados, metidos en un cajón, en los muelles, entre el Pont Neuf y el Pont Royal. No tengo ni idea de por qué esto sucede así; pero París imprime su sello en todo lo que le pertenece […]. Es París. Bueno o malo, lo que sale de entre las manos de París es París» (28-29).
Podríamos decir que París es gibt, se da. Hay París. Hay su dimensión material. Como Heidegger, pienso que «nos encontramos en la encrucijada metodológica […], en un abismo: o la nada, es decir, la objetividad absoluta, o logramos saltar a otro mundo: […] al mundo en cuanto tal»[15]HEIDEGGER, Martin. 1999. Zur Bestimmung der Philosophie (GA 56/57). Frankfurt am Main: Vittorio Klostermann, p. 63. Que París sea, que París se dé, implica que la poética que reclama Green solo puede significar una cosa: el lenguaje no es ajeno al desarrollo extensivo y cualitativo de la intensidad. Dar a entender la intensidad presupone un trabajo sobre las palabras y el lenguaje, porque la intensidad no puede trazarse en el orden figurativo y aspectual como tampoco puede dividirse según el orden del lenguaje, o al menos del lenguaje establecido. Así, encontrar la palabra adecuada, la expresión adecuada, no es tarea fácil; una vez más, requiere una gran dosis de inventiva. El interior se convierte en exterior, donde las entrañas se exteriorizan. La intensidad dramática de París, digámoslo claro, es la transformación de Green en París mismo: «París me ha obsesionado hasta tal punto durante toda mi vida, que varios de mis personajes de ficción han heredado de mí esta afición por los paseos solitarios y aventureros por la capital. Aún hoy me basta con seguir algunos de ellos para reencontrar a través de él, como incrementada por su propia ensoñación, la turbación o el encantamiento de un lugar al que regreso por azar. […] En cierta manera lo he fijado en mi recuerdo y oigo […] los pasos comedidos que vienen del otro lado del pasaje. […] Sabes bien que todo esto no es más que sueño e invención. ¿Y si, para ver mejor, cerrase los ojos un segundo; si el París que he imaginado llegase a ser real […] ¿Cómo dejar de oír […] la voz que confería a mi héroe el poder de emigrar de cuerpo en cuerpo, pronunciando insidiosamente el sésamo: Si yo fuera usted…? (71-72).
En realidad, aunque no podemos reducir todo esto a París, aunque sea ésta la obra de la que quería hablar aquí, con la escasa, si plácida, elocuencia que me permite la longitud textual, no quisiera olvidar que dos de las obras menos conocidas de Green, Villes y Journal du voyageur, prácticamente idénticas, son también retratos de ciudades. Son fenómeno, un aparecerse, innegable geografía de un sueño. Florencia, Mérida, Milán, Üsküdar, Bérgamo…, todas ellas devienen ese retrato en el que «siempre hay un elemento de azar […]. No iba a escribir con detalle todo lo que veía, se trata más bien de las impresiones o sensaciones de un día […]. Todas las ciudades que están aquí son, por tanto, mis ciudades: me refiero a ellas tal y como las descubrí y tal y como han permanecido para mí»[16]GREEN, Julien. 1985. Villes (Journal de voyage 1920-1984). Paris: Seuil, p. 7. Un viático para el vagabundeo terrenal, la voluptuosidad de la vida, el triunfo del amor y la fascinación de la realidad. También, por supuesto, se nos habla de la tierra de la belleza y del arte elocuente de vivir, de perderse, una zambullida en el corazón de la historia, un regreso, a su manera, a las fuentes de la civilización.
Las notas de viaje de Green revelan a un peregrino que, en pleno siglo XX, emprende viajes iniciáticos en busca de sí mismo[17]PETIT, Jacques. 1969. Julien Green, l’homme qui venait d’ailleurs. Paris: Desclée de Brouwer, p. 37. Este testigo de lo invisible, como le llama Antonio Mor[18]MOR, Antonio. 1973. Julien Green, témoin de l’invisible. Paris: Plon, percibió que, «a medida que la noche avanzaba y que callaban todos los ruidos de la tierra, la sombra y el silencio iban adquiriendo un carácter diferente. Una especie de inmovilidad sobrenatural»[19]GREEN, Julien. 1983. Adrienne Mesurat. Barcelona: Plaza & Janés, p. 50. En sus paseos encuentro la fuente misma de la fe religiosa, no solo por la profusión y belleza de las iglesias, sino porque la perfección total, doliente y melancólica de los paisajes, los edificios, las plazas, las calles y los monumentos, donde reina el arte, donde la Historia proyecta su gigantesca sombra a cada paso y donde se puede beber en los orígenes de la civilización, son la más pura de las representaciones del espectáculo de la vida.
París deviene lugar y destino, pero, más aún, un transporte en el sentido más poético y universal del término: «En la Salpêtriere. La capilla inacabada parece vacía, de proporciones monumentales. Perfección de líneas, precisión en los volúmenes […]. Un inmenso Cristo dormido en su cruz me conmueve por la grandeza de su concepción. ¿Desde qué profundidades de silencio protesta esta cruz frente a la incredulidad contemporánea?» (68). Casi como un sueño. Como si describiésemos un sueño. «Mis libros son mis sueños»[20]GREEN, Œuvres complètes IV, Op. Cit., p. 1359, dirá un Green que comparte con Freud la opinión de que el arte es una ilusión reconocida que depende de los mismos procesos básicos que los sueños. Las conexiones entre sueño y vida, vida y libro, libro y sueño, se exploran a lo largo de toda la carrera de Green, pues la verdad personal, tanto para el escritor como para el lector, estará siempre mejor iluminada por la realidad de la ficción.
La equivalencia de libros y sueños en la mente de Green puede verse en muchas formas: desde Mont-Cinère hasta Cada hombre en su noche, los (en)sueños representan sin duda una importante preocupación personal y lo que se consigue es un sistema triangular que vincula los conceptos de vida, libro y sueño, con un espejo polifacético en su centro. Por ejemplo, el narrador de El otro sueño, que opone a la sustitución mágica del sueño por la realidad su incapacidad para encontrar en los libros una palabra mágica que le arranque de sí mismo[21]GREEN, Julien. 1972. Œuvres complètes I. Paris: Gallimard (Bibliothèque de la Pléiade), p. 858, o la certificación en Varuna de que la línea trazada que va desde un lado del triángulo libro-sueño-vida para encontrarse con el punto central que es su preocupación por las novelas como espejo de su propia vida, tanto real como potencial: «Las historias inventadas son malas novelas. El verdadero novelista no inventa nada»[22]GREEN, Julien. 1940. Varouna. Paris: Plon, p. 234. O tal vez la última escena de Moira, en la que Joseph se despierta, totalmente desconcertado, en la habitación de un amigo, llena de libros, y entonces averigua que ha estado soñando; aquí, el hecho de que esté siendo buscado por la policía se erige como un símbolo de cómo los libros y los sueños ofrecen un refugio (temporal) de la vida.
Sueño, recuerdo melancólico, flanerismo imposible…, el París de Green nos ofrece una forma de viajar y explorar, que cobra especial importancia después del reciente confinamiento, a raíz de la pandemia. La última vez que vi París lo hice con ese libro en la mano. Ahora recuerdo bien los lugares que visité e imagino los que no. Este libro, reflexión y ejercicio de introspección al mismo tiempo, nos recuerda la súbita importancia de ir más despacio. Aunque su París está llena de viñetas ligeras, Green se zambulle por momentos en reflexiones graves: incluye cartas de amor que no fueron escritas allí, sino durante un periodo de exilio, cuando Green se vio obligado a abandonar la ciudad durante el estallido de la Segunda Guerra Mundial y la posterior ocupación nazi de Francia. Enamorado, sí, pero también enfermo de amor.
En el séptimo capítulo, Green se encuentra en Notre Dame. Aunque no lo sabe, ésta será su última visita a la iglesia antes de huir de París y de la guerra. La escena es oscura y tormentosa. Green describe la dureza de la luz proyectada por una bombilla eléctrica desnuda y la cacofonía de una lona gris que ondea al viento, protegiendo el famoso rosetón desprovisto de vidrieras. Pero más fuerte que la tormenta exterior, en este cuadro viviente, es el silencio de un grupo de hombres en el altar, todos ellos vestidos de blanco. Y más sorprendente que el movimiento del lienzo es la quietud del grupo de fieles, que velan, lo que hace a Green preguntarse con inquietud: ¿a quién? La escena le perturba y se marcha casi de inmediato. Cuando regresa, cinco años más tarde, observa una gran cruz de madera lisa, en el brazo meridional del crucero, «alta, desnuda y de una simplicidad inquietante» (38), y tiene la sensación de haber encontrado la respuesta a su pregunta: está dedicada a las víctimas del campo de concentración de Buchenwald. Si, durante el confinamiento, me conmovió más profundamente este pasaje, fue porque sentí como si, en cierto modo, la posición de Green pudiera relacionarse con la mía propia. Como si ese confinamiento fuese, a su manera, en efecto, una suerte de vigilia. El ambiente en la ciudad, con las calles vacías y las tiendas cerradas, recuerda las palabras de Green sobre las ruinas del Palacio del Trocadero en plena demolición: «ese aspecto teatral que es como el aderezo de las grandes catástrofes» (54).
Así que París, como el resto de su extraordinaria obra, revela un torrente incesante de preguntas sobre los misterios humanos que la mirada, en tanto que umbral que separa dos mundos, intenta en vano reconciliar para restablecer la unidad interior; para redescubrir, pienso, el paraíso de la infancia, ese momento del mundo, del tiempo, donde todo era mucho más sencillo. Green, el paseante, deviene tanto el contemplador ávido como el contemplado inaccesible que, por ejemplo, encontramos en El otro sueño –con Denis deslumbrado por Claude- o en Medianoche –con Élisabeth deslumbrada por Serge- y que evita la abolición de esa distancia encantada. Al principio de El otro sueño, Denis, todavía adolescente, recibe la revelación innegable e implícita de su naturaleza más profunda cuando fija los ojos en su primo Claude, un poco mayor que él. París nos lleva hacia el mismo lugar, pues «nada hay nada más secreto que la mirada humana […]. En el fondo de los ojos más visiblemente vueltos hacia el exterior, se percibe la presencia de un misterioso motivo ulterior, o, si se quiere, una especie de mirada secundaria, algo de la cual se revela a veces»[23]GREEN, Œuvres complètes IV, Op. Cit., p. 516.
Pureza poética de Green, éxtasis místico del paseo… es ya obligado, empero, detenernos aquí. No hay tiempo, aunque sí queda París. Sí todavía París. Encore en cœur. Todavía o precisamente, justo así, París en el corazón de todo. Esta es la libertad querida, la seducción por los paisajes, los edificios, las plazas, las calles en las que se representa el espectáculo de la vida y los monumentos. En la República de París, reina el arte. Esa ciudad donde la Historia proyecta su gigantesca sombra a cada paso, donde el verdadero arte es vivir lo que se saborea, la alegría y el calor del estado llano. La ciudad donde, con embeleso, escucha Green «ese ruido compuesto por numerosos sonidos ahogados y tan adecuados a la melancolía de los antiguos recuerdos. Pronto ascendió del suelo, devolviéndome a mí mismo, con esa vasta bendición del universo que todos experimentamos en algún momento de nuestra vida, el olor más exquisito que existe en el mundo, el más joven y a la vez el más inmemorial, el más tenebroso y el más inocente, el más próximo al origen del mundo y el más nuevo, el que conmueve el corazón del hombre con la mayor tristeza y la mayor felicidad, el perfume de la tierra mojada» (34).
Obsérvese la elegancia natural del escritor y su sentido innato de la estética, la musicalidad de la lengua. Aquí es donde Green, venerado sea por siempre, halló material para soñar, con ese otro lugar que buscó de manera incesante y que persigue toda su obra. Porque París, plenamente asimilable a la noción que da Green en Sur, no es ni un lugar ni un destino, sino un transporte en el sentido más poético y elocuente del término. Tengo la sensación, como en cualquier novela de Modiano, de que es necesaria otra investigación más sobre las calles y edificios de París, sobre los secretos enterrados o inmersos en ellos, «esos pequeños detalles, turbadores, que no menciona ningún libro de historia»[24]MODIANO, Patrick. 2013. «Livret de famille», en Romans. Paris: Quarto, p. 271.
La próxima vez que vea París, que es como debo terminar todo esto, se abrirán, como en El visionario, «mil caminos, ni malos ni buenos, sujetos como todos los caminos de la tierra, salvo uno, a las rarezas del destino. […] Como todas las almas a las que el mundo no ha conseguido hacer felices, buscaba más allá de sí misma los elementos de su alegría. […] Nada le parecía más verdadero que ese camino imaginario que cortaba a los demás, a veces fundiéndose con él y a veces abandonándolo para unirse a él, pero distinto en cualquier caso. […] Sin embargo, ninguna parte de París le resultaba más familiar. […] Durante un breve instante, creyó ser tan feliz como a los doce años, cuando, de pie en el borde de la alfombra, deseaba que el presente se detuviera para siempre»[25]GREEN, Julien. 1973. Œuvres complètes II. Paris: Gallimard (Bibliothèque de la Pléiade), pp. 141-143.
Intentaré, al menos, que sea así.
Título: París. |
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Referencias
↑1 | GREEN, Julien. 1990. París. Libertad querida. Barcelona: Paradigma, p. 10 (todas las citas, extraídas de esta edición, se consignarán, en adelante, entre paréntesis) |
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↑2 | GREEN, Julien. 1990. Journal du voyageur. Paris: Seuil, p. 11 |
↑3 | HEIDEGGER, Martin. 1981. Erläuterungen zu Hölderlins Dichtung (GA 4). Frankfurt am Main: Vittorio Klostermann, p. 113 |
↑4 | TAMULY, Annette. 1976. Julien Green: a la recherche du réel. Approche phénoménologique. Sherbrooke: Naaman, p. 20 |
↑5 | Ibíd., p. 270 |
↑6 | Ibíd., p. 271 |
↑7 | RICA, Álvaro de la. 1999. Julien Green: en lo más profundo del bosque. Madrid: Encuentro, p. 92 |
↑8 | GREEN, Julien. 1975. Œuvres complètes IV. Paris: Gallimard (Bibliothèque de la Pléiade), pp. 71-72 |
↑9 | Ibíd., pp. 1105-1106 |
↑10 | BALZAC, Honoré de. 1971. La comedia humana VII. Barcelona: Plaza & Janés, pp. 1806-1807 |
↑11 | DELEUZE, Gilles. 2002. Diferencia y repetición. Buenos Aires: Amorrortu, pp. 216-217 |
↑12 | GREEN, Julien. 1997. A cada uno su noche. Barcelona: Planeta, p. 159 |
↑13 | GREEN, Julien. 1992. Lugar de perdición. Madrid: Anaya & Mario Muchnik, pp. 98-99 |
↑14 | BENJAMIN, Walter. 2005. Libro de los Pasajes. Madrid: Akal, p. 476 |
↑15 | HEIDEGGER, Martin. 1999. Zur Bestimmung der Philosophie (GA 56/57). Frankfurt am Main: Vittorio Klostermann, p. 63 |
↑16 | GREEN, Julien. 1985. Villes (Journal de voyage 1920-1984). Paris: Seuil, p. 7 |
↑17 | PETIT, Jacques. 1969. Julien Green, l’homme qui venait d’ailleurs. Paris: Desclée de Brouwer, p. 37 |
↑18 | MOR, Antonio. 1973. Julien Green, témoin de l’invisible. Paris: Plon |
↑19 | GREEN, Julien. 1983. Adrienne Mesurat. Barcelona: Plaza & Janés, p. 50 |
↑20 | GREEN, Œuvres complètes IV, Op. Cit., p. 1359 |
↑21 | GREEN, Julien. 1972. Œuvres complètes I. Paris: Gallimard (Bibliothèque de la Pléiade), p. 858 |
↑22 | GREEN, Julien. 1940. Varouna. Paris: Plon, p. 234 |
↑23 | GREEN, Œuvres complètes IV, Op. Cit., p. 516 |
↑24 | MODIANO, Patrick. 2013. «Livret de famille», en Romans. Paris: Quarto, p. 271 |
↑25 | GREEN, Julien. 1973. Œuvres complètes II. Paris: Gallimard (Bibliothèque de la Pléiade), pp. 141-143 |