En el principio, creó Dios los cielos y la tierra. Después, fue la luz, el agua y los seres vivos. Seis días le llevó su labor; el séptimo, descansó. Al parecer, concibió al hombre a su imagen y semejanza en el Jardín del Edén, paraíso situado cerca del borde del mundo, entre lo humano y lo divino. Qué difícil esbozar ese paradeisos, que para algunos es la eternidad y para otros, el lugar que habitan los espíritus a la espera de la resurrección. En la literatura, Dante Alighieri, por ejemplo, ofrece en su Divina Comedia una estampa compleja del mismo; sin embargo, también podemos encontrar la otra cara de la moneda en autores que la han ligado al tópico del locus amoenus. Algunos, quizás, prefieran imaginar el tríptico de la obra del pintor neerlandés conocido como “el Bosco”; es decir, similar a “El jardín de las delicias”. Y digo bien, aunar la excelsitud del edén, la locura desatada transfigurada en la lujuria y la condena en los infiernos. De ese modo, también podría representarse Comala; la de Juan Rulfo, en “Pedro Páramo”.
“Este pueblo está lleno de ecos”[1]RULFO, Juan. 2023. Pedro Páramo. Barcelona: RM, p. 44, al igual que el limbo o las tinieblas. El protagonista, Juan Preciado, llega a él después de un largo viaje, para conocer a su padre; pero sólo halla confusión, oscuridad, miseria, personas que se cruzan en su camino y que no pueden ayudarle. En Comala ya sólo crecen naranjos y arrayanes agrios, como si la vida hubiera huido a toda prisa y hubiese dejado ánimas desperdigadas, ausentes, vagabundeando sin perdón. “¿Cómo se va uno de aquí?”[2]Ibíd., p. 53, si sus calles parecen laberintos que nunca llevan a la salida; si los velorios y las fiestas que ya fueron, vuelven, se repiten en un bucle sin principio, ni fin. Además, es bien sabido que, a excepción de unos pocos, nadie regresa del inframundo. El tiempo no tiene medida y los espectros que habitan allí tampoco lo permitirán. Pedro Páramo murió y ese erial, desde entonces, tiene sabor a desdicha; y el aire está viejo, entumecido, cargado de canícula y envenenado de un olor a podrido.
Pero, ¿quién fue Pedro Páramo? Un hombre poderoso, cuyos hijos poblaron y despoblaron los límites de la localidad. Se le podría comparar con Simón Pedro, el primer papa, aquel a quien Jesús le dijo que le daría las llaves del Reino de los Cielos, a sabiendas de que todo lo que atara o desatara en la tierra, quedaría atado o desatado en el cielo. Sin embargo, también podríamos asociarlo al ordenamiento patriarcal, al caciquismo y al autoritarismo; a una figura que alude al arquetipo del tirano y que controla el destino de sus paisanos, sin importarle el bien común y que, precisamente por ello, obtiene una muerte a pedazos, desmoronándose sobre sí mismo y consiguiendo borrar el latido de un linaje, de un pueblo entero. Del mismo modo, simboliza al padre ausente y a esa necesidad de raíces y sangre. Su hijo, fiel al mandato que le dio la madre antes de fallecer, realiza el recorrido vital de aquel que ha sido desatendido por uno de los progenitores. Y lo hace con “los ojos que ella miró estas cosas”[3]Ibíd., p. 6, cargando con rencores y sinsabores ajenos; no partiendo de su propia historia, sino desde la experiencia subjetiva materna.
Este gran relato de Juan Rulfo (1917-1986) no es simple. Coexisten múltiples voces donde las acciones se sobreponen de forma circular, sin orden cronológico, consiguiendo una atmósfera fantasmagórica. El realismo mágico predomina en el relato y se percibe desde el inicio, cuando nos presenta a un narrador impasible, que normaliza una realidad alterada y extraordinaria; igualmente, mediante la presencia de lo sensorial, del paisaje y el clima, como reforzadores de las emociones de cada uno de los personajes. Al igual que otros títulos hispanoamericanos, cuyos máximos exponentes han sido, entre otros, Gabriel García Márquez, Isabel Allende, María Luisa Bombal, Julio Cortázar y el propio Juan Rulfo, también subyace una crítica social aguda; en este caso, referida a las diferencias económicas perennes a través de los siglos y los distintos gobiernos, a la corrupción que suscita el absolutismo, al fracaso de las revoluciones.
Jorge Luis Borges llegó a afirmar que era una de las mejores en lengua hispánica y en la literatura universal. Tomando como referencia el libro “Transculturación narrativa en América Latina” de Ángel Rama, encaja en el modelo estético denominado “transculturación narrativa”, que gira en torno a una plasticidad cultural que integra tradiciones y novedades. Incorpora elementos discursivos que provienen de la oralidad de los ambientes populares, al mismo tiempo que otras posibilidades expresivas; o lo que es lo mismo, yuxtapone el pasado nativo y el presente colonizado. A todo ello, hemos de sumar los paralelismos con la antigüedad clásica. Así, Juan Preciado podría encarnar al espíritu de Telémaco, aunque su destino final nada tenga que ver con el mito original. Asimismo, podríamos vislumbrar a un Orfeo frustrado en el averno, atrapado en las decisiones de sus antepasados.
Comenzó con ella en 1940 y la finalizó con la ayuda de una beca que le otorgó el Centro Mexicano de Escritores. En diversas revistas fue publicando adelantos de la misma con títulos preliminares, como “Una estrella junto a la luna”, “Los murmullos” y “Comala”. En nuestro país, fue censurada durante la dictadura franquista y, hasta casi los años setenta, no pudo ver la luz. Se ha traducido a más de treinta idiomas y se han realizado adaptaciones teatrales y cinematográficas de ella.
Al parecer, “Pedro Páramo” supuso para Juan Rulfo un ejercicio de eliminación. Suprimió las ideas con que el autor llena los vacíos y evitó la adjetivación. De manera equívoca, puede entenderse que no existe estructura en la obra; sin embargo, ésta está construida con silencios, escenas abruptamente cortadas e hilos colgantes.
Acaso, ¿el lector no aporta a esta realidad?, ¿a esta ficción?
Título: Pedro Páramo |
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