Et si la mort vient tout à coup?[1]MAURRAS, Charles. 2011. La Bonne Mort. Paris: L’Herne, p. 4… Charles Maurras tenía apenas veinticuatro años y la idea de la Muerte le atormentaba ya en aquel momento. ¿Y si la muerte llega de pronto? Su Chemin de Paradis seguía escribiéndose. Todavía se trataba de burlar al Amor y prepararse para el triunfo de la Muerte. Et si la mort vient tout à coup? La lengua de fuego de la medianoche había hablado y la pregunta era, sin embargo, también un ruego: que aún no se firme la muerte de todo lo que ha de ser visto. Su más brillante discípulo, Boutang, reclamaría más tarde un Occidente más secreto en el que fuese posible que «los hombres sigan naciendo, muriendo y pensando en ello»[2]BOUTANG, Pierre. 2022. Le secret de René Dorlinde. Paris: Les Provinciales, p. 23, donde se diese testimonio de una «obsesión invencible por la idea de la muerte y el privilegio del alma que ha desaparecido»[3]Ibíd., p. 22. Que aún no muera, pero pueda morir, es el resultado de la ecuación de Maurras y Boutang. En otras palabras, poder morir siempre –aunque a tiempo- significa que Dios y la trascendencia no mueran jamás. Me pregunto si no sería suficiente con estas palabras, por su cualidad de incontestables, para finalizar aquí.
Pero si, como sabemos, la exhortación de John Donne, Death, thou shalt die![4]DONNE, John. 1931. Poems. London: J. M. Dent & Sons Ltd., p. 253, no se ha cumplido aún, y la muerte sigue viva, estudiarla es, pues, algo que solo tiene sentido en términos de la vida. Las actitudes y costumbres ante la muerte solo nos hablan de los vivos, de la sociedad tal y como funciona in vivo. La muerte no es un hecho indiferenciado y existencial sino que debe ser también un estudio de su historia. Y quien haga historiografía sobre la muerte sabe que ha de acercársele con sigilo, desde un ángulo oblicuo. La sentencia de muerte es un hecho que puede darse por sentado, como en esa conversación que tiene lugar en una célebre novela de Maurice Blanchot: «¿Has visto ya a la muerte? He visto a personas muertas, señorita. ¡No, a la muerte! La enfermera hizo ademán de que no. Pues bien, pronto la verás»[5]BLANCHOT, Maurice. 2002. La sentencia de muerte. Valencia: Pre-Textos, p. 21. Por eso, el lenguaje de la muerte, que posee una retórica rica y poderosa, cuyos tropos –escatología, soteriología, viático, absolución, formularios de los testamentos, sarcófagos, féretros, estelas, crespón negro y el resto de parafernalia del duelo- dan expresión a las historias, la culpa y las fantasías de los vivos, hará surgir las preguntas: ¿Hasta qué punto descifrar el lenguaje de la muerte nos permite recuperar la experiencia del moribundo, o solo los lastimeros, a veces grotescos, ceremoniales de todo lo que le rodea? ¿Hasta qué punto la historia de la muerte debería, de hecho, tratar sobre el moribundo o más bien sobre los supervivientes?
Imaginemos entonces, a pesar de que no exista una única historia de la muerte, que existiese un decano de los historiadores de la muerte. Alguien que confía lo suficiente en sí mismo como para hacer extrapolaciones de la cabalgata cultural de la muerte a lo que se siente al vivir o al morir, que se permitiese escribir algo como «la verdad es, sin duda, que jamás el hombre amó tanto la vida como en ese final de la Edad Media»[6]ARIÈS, Philippe. 1984. El hombre ante la muerte. Madrid: Taurus, p. 117. No hablemos todavía de él, pues hay tiempo, antes de que alguien se pregunte acerca de la legitimidad que tienen las humanidades y las ciencias sociales para examinar la muerte. Vayamos algo más lejos. Hagamos memoria viva de la muerte. Con San Bernardo, por ejemplo, al que se le atribuye la idea de que la razón es el consuelo de la muerte, o Schopenhauer, que mantenía que toda filosofía era una compensación de la aterradora certeza de la muerte. De ahí, quizás, las vacilaciones de Jankélévitch sobre la legitimidad de convertir este tema en un objeto propiamente filosófico: «Si la muerte no es pensable ni antes, ni durante, ni después, ¿cuándo podremos pensarla?»[7]JANKÉLÉVITCH, Vladimir. 2002. La muerte. Valencia: Pre-Textos, p. 48. ¿Será la conciencia de nuestra propia finitud lo que nos impulsa a interrogarnos sobre la muerte? La dificultad, e incluso la reticencia, para aprehenderla, a pesar de que es algo que todo el mundo experimenta inexorablemente, es su propia historia.
Aunque podamos decir que la muerte es el cese de la vida y, en este sentido, sea un hecho biológico que pertenece al orden de la condición humana, no es, sin embargo, incluso desde una perspectiva clínica, fácil de definir. Una vez rechazados los criterios de cese de la actividad respiratoria y circulatoria, que habían quedado obsoletos, se propuso el cese de la actividad cerebral como criterio de muerte clínica. Además, este fenómeno biológico dejaría un residuo: los restos mortales, el cadáver, el muerto. El sustantivo masculino no sale mucho mejor parado: los muertos son los que ya no viven. Pero igual que la muerte, lo que está muerto remite también a una acepción en la que se subraya más bien la alteración de la vida, la ruptura con el entorno: ¿no se llama brazo muerto, por ejemplo, a la sensación de fatiga y dolor articulatorios que, en algún momento, a todos nos inhabilita a algunas personas? Así pues, la muerte no es solo un fenómeno biológico, sino también social. Ahí tienen ustedes la legimitidad necesaria para examinarla desde tales vértices.
Por eso Louis-Vincent Thomas, cuando estudia y trata de clarificar una antropología de la muerte, escribe que «al conocer mejor la muerte, el hombre ya no debería intentar escapar de ella ni ocultarla»[8]THOMAS, Louis-Vincent. 1976. Antropologia della morte. Milano: Garzanti, p. 14, esto es, no solo certifica que la muerte ha devenido un hecho sociocultural, sino que, a su manera, estudiar la muerte es ante todo una forma de estudiar la vida: «La muerte, o al menos el uso social que se hace de ella, se convierte en una de las grandes revelaciones de las sociedades y las civilizaciones, y por tanto en el medio por el que se las cuestiona y critica»[9]THOMAS, Louis-Vincent. 1978. Mort et pouvoir. Paris: Payot, p. 12. Y si escogemos las palabras de Vovelle, encontraremos que, «desde hace una década, se han puesto sobre la muerte una serie de miradas cruzadas: testimonios de la nueva carga sobre actitudes y sensibilidades colectivas. Pero, por decirlo de alguna manera, todos ven a la muerte a su alcance»[10]VOVELLE, Michel. 1982. Idéologies et mentalités. Paris: François Maspero, p. 101, lo que se nos está diciendo es que la muerte es un objeto de la historia.
La historia de la muerte y de los sentimientos que suscita no ha salido a la luz hasta muy tarde, a pesar del ruego de Lucien Febvre, en los primeros años cuarenta. Y solo ha sido a partir de la existencia de una historia de la mortalidad (quizá por eso Louis-Vincent Thomas habla del morir en nuestros días[11]THOMAS, Louis-Vincent. 1991. La muerte. Barcelona: Paidós, p. 78) cuando los historiadores han empezado a interesarse, a partir de la década de los setenta del pasado siglo, por la muerte como representación mental y social. Esta prioridad –de hecho, monopolio de los modernistas, en particular de los franceses- se vio cuestionada al abrirse el tema a otras épocas y otros enfoques, estimulados por los trabajos, ahora sí, de Philippe Ariès, decano auténtico de los historiadores de la muerte.
Ariès, al escribir que «el hombre de otro tiempo hacía caso de la muerte, era una cosa seria, que no había que tratar a la ligera, en el momento supremo de la vida, grave y temible, pero no tan temible como para apartarla, para huir de ella, para hacer como si no existiera, o para falsificar sus apariencias»[12]ARIÈS, El hombre ante la muerte…, Op. Cit., p. 336, dialoga a su manera con Deleuze: «el hecho moderno es que ya no creemos en este mundo. Ni siquiera creemos en los acontecimientos que nos suceden, el amor y la muerte, como si solo nos concernieran a medias»[13]DELEUZE, Gilles. 1987. La imagen-tiempo. Estudios sobre cine 2. Barcelona: Paidós, p. 229.
Digamos pues enseguida que, a pesar de la propia muerte de Ariès en febrero de 1984, o precisamente por ella, su obra, ajena a cualquier ortodoxia, sigue planteando profundos interrogantes a los sociólogos y deja abiertas perspectivas inesperadas sobre la cuestión de la muerte. Primero que nada, porque su forma de entender la historia devuelve a las instituciones su carácter singular y transitorio, contribuyendo a renovar la comprensión y la capacidad de distanciamiento que la inmersión cotidiana del sujeto social puede desgastar en el sociólogo. En efecto, sus estudios reponen, como cuestiones de evolución social y cultural, las observaciones sobre las transformaciones del mundo moderno que eran el punto de partida de sus investigaciones. En sus palabras: «El tema de actualidad que me apasionaba se convertía en el punto de partida de una reflexión retrospectiva que me remitía a otros tiempos»[14]ARIÈS, Philippe. 1980. Un historien du dimanche. Paris: Seuil, p. 111.
Un cuestionamiento inquieto y polifacético de la modernidad, una conciencia aguda de las transformaciones de las costumbres, un deseo de inventariar la herencia histórica de los estratos recientes establecidos por los episodios modernistas y los estratos más profundos de ciertas tradiciones constituían el núcleo de sus investigaciones históricas y de las costumbres, incluso más que una reconstrucción del pasado. El pensamiento de Ariès está sólidamente organizado en torno a tradiciones, pero también atravesado por no pocas tensiones fascinantes: la doctrina monárquica de la Action Française y el imaginario tradicionalista del culto familiar monárquico, el cinismo político de la relación maurrasiana con la Iglesia y la fe católicas, el racionalismo seco de la política reaccionaria y la convicción tradicionalista de la importancia del comportamiento colectivo popular, así como sus amistades políticas con Pierre Boutang y Raoul Girardet.
Si, por una parte, la cuestión de la muerte –la cuestión imposible- cobra, una y otra vez, nueva vida en Occidente, gracias a la plétora de libros y artículos que llaman la atención sobre nuestras actitudes metafísicas, nuestros hábitos funerarios y nuestras costumbres médicas, no es menos importante apuntar que la historia de esa cuestión, sin embargo, ha gozado de una quietud comparativa, que recuerda el silencio que normalmente se espera que rodee a la tumba. Es Ariès quien rompe, al trabajar dentro de una corriente historiográfica –la Escuela de los Annales, fundada en 1929 por Bloch y Febvre, cuya propia ruptura había dado ya origen a la historia de las mentalidades– ese silencio, e intenta describir las actitudes occidentales hacia la muerte desde la Edad Media hasta el presente, del mismo modo que antes, en L’enfant et la vie familiale sous l’Ancien Régime, describió las actitudes hacia los primeros años de vida, incluido el hecho de que «la muerte de un niño es siempre un asunto serio con el que no se bromea»[15]ARIÈS, Philippe. 1973. L’enfant et la vie familiale sous l’Ancien Régime. Paris: Seuil, p. 180. Más tarde, la publicación en 1977 de El hombre ante la muerte, donde se nos dice que «la muerte sólo debe convertirse en la salida discreta, pero digna, de un vivo apaciguado, fuera de una sociedad que ayuda a la que no desgarra ya ni altera demasiado la idea de un paso biológico, sin significación, sin pena ni sufrimiento, y finalmente sin angustia»[16]ARIÈS, El hombre ante la muerte…, Op. Cit., p. 509 (las cursivas son mías), supondrá el primer intento de comprender las actitudes ante la muerte a largo plazo, y por eso tuvo un profundo impacto en el panorama científico, hasta el punto de que la reflexión histórica se ha desarrollado con o contra su tríptico de muerte domada, muerte invertida y muerte excluida, pero sin ignorarla nunca.
Así que, ahora que se cumple el treinta aniversario de la muerte de Ariès y su voz, al apagarse, terminó, quizás, con el verdadero estudio de la conciencia de muerte, pues «al paso al que van las cosas, está claro que todo sucede como si estuviéramos olvidando cómo se moría hace tan sólo treinta años»[17]ARIÈS, Philippe. 2011. Historia de la muerte en occidente: de la Edad Media hasta nuestros días. Barcelona: Acantilado, p. 285 (todas las citas, en adelante, estarán extraídas de esta edición y consignadas entre paréntesis), cabría, pues, detenerse, en el texto fundamental, publicado en 1973, del que han sido extraídas estas palabras, que fue su Historia de la muerte en occidente: de la Edad Media hasta nuestros días. Texto al que la editorial Acantilado, con su habitual buen hacer, le ha permitido el acceso al lector hispanohablante. El libro de Ariès, como la muerte misma, es uno que nunca termina, infinito y perdurable. Lo es, pienso, toda vez que la muerte, si seguimos las enseñanzas de Heidegger, es «ein ausgezeichneter Bevorstand»[18]HEIDEGGER, Martin. 1960. Sein und Zeit. Tübingen: Max Niemeyer, p. 251, una señalada inminencia, posibilidad de la imposibilidad, o, como para Blanchot, «el movimiento de la verdad»[19]BLANCHOT, Maurice. 1993. El diálogo inconcluso. Caracas: Monte Ávila, p. 76. Además, si no fuésemos más allá, estaríamos fácilmente tentados de suponer que, antes de la muerte, el hombre es invadido por un sentimiento de miedo y repulsión y que esta actitud ha sido universal a lo largo del tiempo. Otras culturas distintas a la nuestra (principalmente las orientales) nos han enseñado que no es así y que esta postura es solo inherente a nuestra cultura occidental.
Trató la documentación recopilada con un agudo sentido del análisis psicológico y llegó a la conclusión de que existían cuatro etapas distintas. La primera etapa, la muerte domesticada, abarcaría los inicios de la Edad Media, cuando la actitud del hombre ante la muerte era de resignación y aceptación de un destino universal, tratado de forma casi promiscua (42), y aceptado no como una intrusión en la vida, sino como un proceso inevitable a través de una de las etapas de la existencia del hombre. Los ancianos y los siervos se preparaban para ella. Se confesaban y luego esperaban la muerte en silencio. Ni el difunto ni los dolientes se mostraban apenados en exceso. Era una escena familiar y cualquiera podía acercarse a la habitación para presenciar los ritos, incluso los niños. Otro aspecto digno de mención de este periodo concernía a la propiedad de la vida y de los muertos. La gente corriente era enterrada cerca de las iglesias. Se construyeron casas en medio de las tumbas y, con el tiempo, la zona se convirtió en algo parecido al Foro de la antigua Roma, donde la gente se reunía y discutía los acontecimientos cotidianos. Cuando las fosas comunes se llenaban, se volvían a abrir y los restos de los muertos se trasladaban a unos edificios cercanos llamados osarios. Estas últimas estaban decoradas con huesos humanos que no parecían asustar ni repeler al transeúnte.
Durante la segunda mitad de la Edad Media, y hasta el siglo XV, el autor percibió pruebas de un nuevo concepto de la muerte en las representaciones del Juicio Final en los ars moriendi y en las danzas macabras. El Juicio Final ya no era un acontecimiento cósmico que ocurría en el fin del mundo, sino que ahora se había desplazado a la Segunda Venida, más vaga en el tiempo, y vinculada a la idea de una muerte individual. Una preocupación tensa, en la que la existencia física y las posesiones materiales se convirtieron en desvelos fundamentales del moribundo. La muerte se convirtió en el momento crucial de la autointerrogación y la ansiedad. El hombre era juzgado ahora por sus buenas o malas acciones personales. La confesión ya no le redimía de sus pecados, sino que se convertía en la propia muerte. Esta interpretación de la muerte no fue aceptada por el hombre, ya que era el reverso del concepto de vida plena (Ronsard, por ejemplo).
A partir de la segunda mitad del siglo XVI, la muerte se asoció a los temas eróticos (Romeo y Julieta). El amor, al igual que la muerte, se consideraba una transgresión que arrancaba al hombre de su vida cotidiana y lo sumergía en un mundo violento, irracional y, a veces, es cierto, bello. Este hombre separado no aceptaba de buen grado un nuevo paso del dolor y la tolerancia a la muerte le sacudía. El autor llamó a este período la muerte del otro, en la etapa de la evolución, entre los siglos XVI y principios del XIX, cuando, como argumenta, tomó forma la familia moderna. Los aspectos del duelo que antes compartía la comunidad en general se limitaron al pequeño círculo de supervivientes inmediatos, y pronto surgió una actitud marcada por la ostentación de elaborados rituales funerarios y un largo duelo y conmemoración del fallecido. Finalmente llegamos a los tiempos modernos y al período de la muerte vedada, un concepto que siguió los pasos del progreso tecnológico; tiempos en los que el ritual se ha reducido al mínimo, el luto casi ha desaparecido y la propia muerte se ha vuelto fea e irreal, innombrable (101) y su realidad simplemente no se reconoce. El tabú entra en los ámbitos de lo que Gorer ha llamado, y creo que con acierto, la pornografía de la muerte[20]GORER, Geoffrey. 1987. Death, grief, and mourning in contemporary Britain. Salem, New Hampshire: Ayer Company Publishers, pp. 169-175. Esto es, negarle al ser humano su propio descubrimiento pedagógico.
Así pues, la tesis general de Ariès, como hemos visto, es que en la Edad Media la muerte estaba ritualizada, era pública y estaba relacionada con lo sobrenatural. Los cambios en la actitud hacia la muerte han ido acompañados de cambios en los ritos, las ceremonias funerarias, las tumbas, los cementerios, el luto y todo lo que un deceso conlleva. Estos cambios no han sido totalmente análogos en todo el mundo occidental. Sin embargo, una característica permanece invariable: la prohibición que ahora se concede a la muerte. La muerte no debe preocupar a la familia. Se oculta a los niños en una época en la que se les enseña todo sobre la psicología del amor, se segrega a los niños en hospitales donde la muerte es orquestada por un equipo de médicos, pero se trata de una muerte solitaria. Los ritos funerarios se reducen ahora a un mínimo y tienden a desaparecer en las sociedades industrializadas, donde ahora prevalece la cremación. Sin embargo, en Estados Unidos no se ha llegado al mismo extremo, sino que, por el contrario, se observa un retorno a las viejas ideas. La costumbre del embalsamamiento se desarrolló y, aunque se pueda argumentar que se debiera a un afán de lucro, el hecho de que se extienda es prueba irrefutable de que responde a una necesidad. Quizá se trate, tan solo, de otorgarle un hecho humano a la muerte.
A medida que empezamos a darnos cuenta de la crueldad de nuestra actitud al permitir la segregación solitaria de nuestros ancianos y niños, así como de la falta de humanidad de la muerte en los hospitales, podemos cuestionar nuestros propios motivos. Al tratar de extender la vida a sus seres más queridos, nos estamos convirtiendo en parte de esa conspiración egoísta de las familias que, en su búsqueda de la felicidad, tratan de eliminar a los ancianos y enfermos de su medio. Por eso, Ariès concluye con las siguientes palabras: «¿Hay que admitir, por una parte, un retroceso de la voluntad de ser en el hombre contemporáneo a la inversa de lo que había ocurrido en la segunda Edad Media; y, por otra, la imposibilidad de nuestras culturas técnicas de reencontrar la confianza ingenua en el Destino, que durante tanto tiempo los hombres sencillos manifestaron al morir?» (101). Al plantear la pregunta, se nos dan, al mismo tiempo, los elementos de una respuesta.
Puede que, por ser una especie de informe provisional, mi pequeña crónica, al resumir algo rudamente el libro de Ariès, lo haga parecer forzado en su generalización y categorización. Incluso el propio Ariès era consciente de que podría surgir este problema y subrayaba que no estaba describiendo cambios bruscos en una actitud discreta que sustituyese a otra, sino que observaba «modificaciones sutiles que, poco a poco, darán un sentido dramático y personal a la familiaridad tradicional del hombre y la muerte» (43). Todo ello en evolución hacia complejidades y patrones de pensamiento siempre nuevos. Así pues, a pesar de lo anterior, he querido esbozar que el de Ariès no es sino un ensayo apasionante, rico en implicaciones potenciales para diversos problemas históricos, que podría haber servido a su propósito de desatar la avidez de un estudio completo por venir. Estudio que, en un tiempo como este, asolado por el materialismo y la deshumanización (en el fondo, el sueño de los totalitarismos), ya no sé si llegará.
De todas formas, aunque la historia de la muerte prevaleciera, pues, todavía, como un territorio abierto y sugestivo (dado que requiere una metodología imaginativa y un sentido de la totalidad de la vida de una sociedad), al estudiar la obra de Philippe Ariès y las actitudes de una sociedad hacia la muerte y sus prácticas consecuentes, ya estamos inmersos en lo que es, sin duda, una de las partes más vitales y definitorias de la existencia de esa sociedad. Ariès ha vislumbrado este hecho extraordinario, y durante toda su obra nos ha alertado sobre esos lirios del campo que se asoman desde los cementerios del pasado. Paradójicamente, su obra, como hemos advertido en alguna ocasión anterior[21]ARANA, Daniel. 2022. Es necesario hablar. Cinco tratados literarios filosóficos. León: Servicio de Publicaciones, Universidad de León; Valladolid: Ediciones Universidades de Valladolid, p. 162, no la interrumpió su muerte, sino, antes bien, la de su esposa.
Digamos unas últimas palabras, aquí, a modo de cierre: a pesar de que sus preguntas le acercasen a toda la crítica sesentayochista de la sociedad de control, lo que cuenta en sus intenciones analíticas no es su contribución, pienso, a una doxa ideológica en ciernes (digamos la letanía liberal de la desposesión de los individuos, el crecimiento estatal o el repliegue sobre la esfera privada), sino que la raíz común en toda su obra es la desaparición de cierto tipo de comunidad social y de cierto modelo orgánico de sociedad, pero cuya inspiración se elaboró y construyó sobre cuestiones intelectuales y análisis históricos. No es la primera vez –¿hace falta recordar a Tocqueville?- que un lúcido tradicionalismo, contrarrestado y dominado, ha dado lugar a penetrantes análisis de la modernidad. Así pues, hay que tener cuenta que estas preocupaciones han agudizado la atención sobre un orden de fenómenos –el de las regulaciones sociales profundas de la zona de encuentro entre lo biológico y lo social- y sobre un tiempo de cambio (el lento cambio de las tradiciones, a través del cual se preparó la convergencia con la historia del largo plazo).
Armado con estas convicciones, pero traducidas en preguntas y articuladas en serísimos planes de investigación, Philippe Ariès pudo, como un ariete, derribar las puertas endurecidas de la evidencia y el más miope de los racionalismos. Además de sus libros, ciertos sociólogos podrían conservar este emblema etimológico, constelado, y este investigador, que tanto espacio dio a la iconografía y tanto amó la misa latina, tal vez habría apreciado que su epitafio se cerrara así, en latín y con un escudo de armas.
Título: Historia de la muerte en occidente: de la Edad Media hasta nuestros días |
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Referencias
↑1 | MAURRAS, Charles. 2011. La Bonne Mort. Paris: L’Herne, p. 4 |
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↑2 | BOUTANG, Pierre. 2022. Le secret de René Dorlinde. Paris: Les Provinciales, p. 23 |
↑3 | Ibíd., p. 22 |
↑4 | DONNE, John. 1931. Poems. London: J. M. Dent & Sons Ltd., p. 253 |
↑5 | BLANCHOT, Maurice. 2002. La sentencia de muerte. Valencia: Pre-Textos, p. 21 |
↑6 | ARIÈS, Philippe. 1984. El hombre ante la muerte. Madrid: Taurus, p. 117 |
↑7 | JANKÉLÉVITCH, Vladimir. 2002. La muerte. Valencia: Pre-Textos, p. 48 |
↑8 | THOMAS, Louis-Vincent. 1976. Antropologia della morte. Milano: Garzanti, p. 14 |
↑9 | THOMAS, Louis-Vincent. 1978. Mort et pouvoir. Paris: Payot, p. 12 |
↑10 | VOVELLE, Michel. 1982. Idéologies et mentalités. Paris: François Maspero, p. 101 |
↑11 | THOMAS, Louis-Vincent. 1991. La muerte. Barcelona: Paidós, p. 78 |
↑12 | ARIÈS, El hombre ante la muerte…, Op. Cit., p. 336 |
↑13 | DELEUZE, Gilles. 1987. La imagen-tiempo. Estudios sobre cine 2. Barcelona: Paidós, p. 229 |
↑14 | ARIÈS, Philippe. 1980. Un historien du dimanche. Paris: Seuil, p. 111 |
↑15 | ARIÈS, Philippe. 1973. L’enfant et la vie familiale sous l’Ancien Régime. Paris: Seuil, p. 180 |
↑16 | ARIÈS, El hombre ante la muerte…, Op. Cit., p. 509 (las cursivas son mías) |
↑17 | ARIÈS, Philippe. 2011. Historia de la muerte en occidente: de la Edad Media hasta nuestros días. Barcelona: Acantilado, p. 285 (todas las citas, en adelante, estarán extraídas de esta edición y consignadas entre paréntesis) |
↑18 | HEIDEGGER, Martin. 1960. Sein und Zeit. Tübingen: Max Niemeyer, p. 251 |
↑19 | BLANCHOT, Maurice. 1993. El diálogo inconcluso. Caracas: Monte Ávila, p. 76 |
↑20 | GORER, Geoffrey. 1987. Death, grief, and mourning in contemporary Britain. Salem, New Hampshire: Ayer Company Publishers, pp. 169-175 |
↑21 | ARANA, Daniel. 2022. Es necesario hablar. Cinco tratados literarios filosóficos. León: Servicio de Publicaciones, Universidad de León; Valladolid: Ediciones Universidades de Valladolid, p. 162 |