El diario es el espacio del desentendimiento. El doble del yo que en él se desarrolla experimenta la permanencia de lo indefinido. Lo hace al mismo tiempo que la lucidez de la conciencia que se describe a sí misma, pues el diarista, al tratar de expresar lo inexpresable, habla siempre de uno mismo para los demás. Cuando consigna todos los Wegmarken, los hitos e incidentes, los grandes y pequeños acontecimientos de la vida cotidiana, el tiempo, las transformaciones del jardín, las visitas, los golpes –ora duros, ora suaves- del destino, etcétera, el diarista dice que no tiene nada que decir que no sea para el Otro. Todo diario íntimo lo es, a su manera, también de la extimidad, pues contiene una forma de estar fuera del interior. Lo íntimo es, de súbito, algo para todos, paradoja u oxímoron, ¡he aquí lo insólito! El diario contiene el objeto perdido por el goce, la parte íntima desprendida del cuerpo; es el objeto de deseo imposible de recuperar: «el otro con el cual estoy más ligado que conmigo mismo, puesto que en el seno más asentido de mi identidad conmigo mismo es él quien me agita»[1]LACAN, Jacques. 2003. Escritos. México: Siglo XXI, p. 504. El diarista está a la vez dentro y fuera de su ensueño, dentro y fuera del abismo. Y tanto dentro como fuera, está a la par fuera del tiempo. Fuera, en otras palabras, del horror de la muerte. Solo el cuerpo material se desliza lentamente hacia la muerte, no el doble eterno del yo que el diarista crea a través de la escritura íntima, ni la conciencia que lo aprehende.
A través de la muerte del cuerpo real, el diario se convierte en una tumba, convocando el rito conmemorativo de la lectura. Vivir es construir lentamente la tumba de cada uno, y la del espíritu, para Dios. Esa nota, que se encuentra en mis propios diarios, fue fechada el pasado 4 de julio, cuando me dirigía a un funeral que tuvo lugar en Novallas, mi tierra. Poco después, ante el temblor de esa nota, me di cuenta de que, al convertir mi texto en un monumento funerario, me estaba representando a mí mismo como muerto por anticipado: estaba situando un enunciado más allá de su propio fin. Fuera de su objeto y de la existencia que fue mía y que, por un momento, imaginé terminada; fuera del tiempo, inaccesible a la muerte. Al dejar mi diario a los vivos, les estaba dejando también una representación de mí mismo, a través de la cual manifestaba mi realidad concreta y escapaba, en las alas del lenguaje, al tiempo y a la muerte. Pero les legaba una tumba, signo de mi ausencia y prescripción para el duelo. Porque la tumba del diario, aun cuando no lleva el luto del diarista, sí obliga, al menos, al lector a llevarlo. Incapaces del duelo, nos hemos refugiado en la fantasía.
Pero cargamos los textos, escritos en la mayor proximidad a nosotros mismos, con nuestra propia desaparición, que es el horizonte final. Legaba yo al lector, ahora lo sé, la huella de una presencia, la mía, que imaginaba desaparecida. Esperando quizá que el leyente comprensivo sintiese el dolor de la pérdida y, en última instancia, el olvido que yo mismo no puedo experimentar todavía, quizá desde un 19 de agosto de 2012. Otra fecha. Después de ella, y durante mucho tiempo, no escribí nada más. Hay, desde entonces, el Yo y mi muerte, y nunca una cosa sin la otra. El instante de mi muerte es un yo muero que engendra un yo soy, un yo soy que se desborda hacia un yo muero. Como escribe Tilliete, «la muerte, instante supremo, es una revelación; hay una revelación de la muerte»[2]TILLIETE, Xavier. 1982. «Le moi et la mort», en COPPIETERS DE GIBSON, Daniel (Ed.). Qu’est-ce que l’homme ? Philosophie / psychoanalyse. Bruxelles: Presses de l’Université Saint-Louis, p. 201. Me pregunto, entonces, para qué todo esto. ¿Por qué escribir acerca de cómo se escribe sobre lo que es universal? La muerte es universal. El dolor fluye como un río desde esa fuente. A lo largo de la historia, ¡cuántos no han intentado describir el duelo! Esquilo, Shakespeare, Tolstoi, Lewis, Barthes, Bobin o, como descubrí recientemente, Kathryn Schulz, último premio Pulitzer… quizá sea, en fin, inevitable que los grandes escritores de cada generación lo hagan. Nuestra época no es, en absoluto, una excepción. Aún no hemos vencido a la muerte.
«Durante mucho tiempo, no escribí nada más»[3]DIDION, Joan. 2005. The year of magical thinking. New York: Knopf, p. 3 (todas las citas, en adelante, estarán extraídas de esta edición y consignadas entre paréntesis). Así podemos leer, nada más iniciarse El año del pensamiento mágico, libro devastador y extraordinario de Joan Didion, a la vez personal y universal, donde la escritora describe de forma impactante el primer año tras la muerte de su marido y la enfermedad de su hija. Los hechos son sencillos, pero no por ello conviene dejar de recordarlos: John Gregory Dunne y Joan Didion formaban un matrimonio de escritores destacados que vivía en Nueva York. En diciembre de 2003, Quintana, su única hija, cayó gravemente enferma, y una noche, tras visitarla en el hospital y regresar a casa, mientras Joan preparaba la cena, John se desplomó. Al llegar al hospital fue declarado muerto y la autopsia determinó que la causa era un infarto de miocardio. Desde entonces, Joan vuelve una y otra vez a la noche en que murió John. Al instante de su muerte, que no es sino el de un vértigo en el que el lenguaje, en tanto que imposible, se desliga por completo de la realidad y de su propia conciencia. «La conversación no se interrumpe con la muerte, sino antes», en expresión de Peter Noll[4]NOLL, Peter. 1990. Palabras sobre el morir: oración fúnebre de Max Frisch. Barcelona: Destino, p. 40, significa que la propia palabra Muerte, aun cuando todavía no ha tenido lugar, ya constituye per se un lenguaje nuevo, un lenguaje sin lenguaje, en el que su propio vacío es la condición misma de la realidad y de la conciencia, que son como islas momentáneas flotando en un mar de palabras. Joan Didion busca señales retrospectivas, presagios. Busca, en definitiva, lo extraordinario cuando sólo había lo ordinario: «En realidad, la normalidad de toda la situación anterior al suceso era lo que me impedía creer que hubiera sucedido realmente, asimilarlo, incorporarlo, superarlo» (4). Para la escritora, es incomprensible que, sin más preámbulos, el simple acto doméstico de sentarse a cenar –lo hospitalario o Heimlich– desembocara en este trágico –lo inhóspito o Unheimlich– suceso.
La vida cambia en un instante. Hay aquí una demora, una interrupción. Si se presta la debida atención a las palabras de Derrida, la literatura podría entenderse como una sentencia o suspensión [arrêt] de muerte, no sólo en el sentido de que la suspende, sino también, paradójicamente, en el sentido de que es un tipo de condena: «se trata en verdad de una cuestión, de una cosa como caso y causa, y de un decreto sobre la cuestión, la cosa. La Cuestión o la Cosa es aquí […] la Muerte, y el decreto (veredicto, sentencia) de muerte atañe a la muerte como causa y como final. La muerte no llega naturalmente, de la misma manera que la Cosa tampoco»[5]DERRIDA, Jacques. 2010. «Sobrevivir: Líneas al borde», en VVAA. Deconstrucción y crítica. México D.F.: Siglo XXI, p. 111. La Muerte, por su propia condena, suspende lo demás, incluida ella misma, y sin embargo, «al detenerse imparte movimiento, da moción a todo. Hace que las cosas vayan y vengan, vengan y vayan de nuevo. Da vida y da muerte»[6]Ibíd., p. 115. Este es el instante ordinario. Nunca lo pensamos antes de que sea ya demasiado tarde, cuando todo está ya marcado, como indica Alfonso Di Nola, «por una total incertidumbre y una imagen caótica del mundo»[7]DI NOLA, Alfonso Maria. 2007. La muerte derrotada. Antropología de la muerte y el duelo. Barcelona: Belacqva, p. 12. Después de la muerte es ya siempre tarde… de repente, las palabras de Heidegger nos solicitan: «la muerte […] supera toda terminación, sobrepasa todos los límites. Aquí no hay estallido ni agitación, ni captura ni supresión. Pero este hecho inhóspito [Un-heimliche], que nos expulsa terminantemente de todo lo familiar [Heimischen], no es un acontecimiento especial del que haya que hablar porque ocurra al final. El hombre está sin salida de la muerte no sólo cuando muere, sino de modo constante e intrínseco. En la medida en que el hombre es, está en la desesperanza sin salida de la muerte. Así pues, la existencia humana es el acontecer mismo de lo pavoroso [Un-heimlichkeit]»[8]HEIDEGGER, Martin. 1983. Einführung in die Metaphysik (GA 40). Frankfurt am Main: Vittorio Klostermann, p. 167.
Después, por cierto, el propio Heidegger guardará duelo por la muerte de Hannah Arendt, apenas unos meses antes de la suya, una muerte que llega «demasiado pronto para el cálculo humano. […] Ahora sus rayos giran en el vacío; salvo […] si se llena de nuevo con la presencia transformada de la difunta. Mi único deseo es que tal cosa ocurra en gran medida y con fervor. Por lo demás, sin embargo, las palabras no consiguen ahora gran cosa»[9]ARENDT, Hannah, Martin Heidegger. 2000. Correspondencia 1925-1975 y otros documentos de los legados. Ed. Ursula Ludz. Barcelona: Herder, p. 239. Las palabras no consiguen ahora gran cosa, como expresión, guarda una similitud patente, en su materialidad definida, con ese durante mucho tiempo, no escribí nada más, de Didion, la escultora del lenguaje que escribe para decir yo, tal como expone en un pequeño ensayo[10]DIDION, Joan. 2021. «¿Por qué escribo?», en Lo que quiero decir. Barcelona: Random House, p. 53, y que se queda muda por más que no sea ese su deseo. Ella misma sabe que, en general, «desear cosas conduce al sufrimiento»[11]DIDION, Joan. 1979. The white album. New York: Simon & Schuster, p. 102. Cuando Hélène Cixous escribe sobre su hijo Georges, muerto a los tres años, uno diría que escribe sin escribir aún, sin escribir del todo o no todo: «Nunca pienso en mi hijo muerto y no es una exageración pues, incluso cuando me viene a la mente, no soy yo quien piensa en él, es él quien se escabulle con su pudor congénito a un rincón lejano de la habitación donde acaba disolviéndose sin que yo haya hecho movimiento alguno en dirección a él. […] Podría decirse que todo es culpa del verbo pensar; es por la forma en que está construido, su manera de tomar un objeto indirecto, por la que nos quiere significar su tortuosidad y precaución, es un verbo que merodea, un tipo de acción soñadora. Es un proceso indirecto. Hay que ir hacia el hijo muerto y eso lleva tiempo. En mi caso va a llevar décadas»[12]CIXOUS, Hèléne. 2000. Le jour où je n’étais pas là. Paris: Galilée, pp. 45-46.
Didion, por su parte, no puede escribir hasta nueve meses después. Este libro es pues su historia, un testimonio de dolor que invita al lector a ser testigo de cómo la autora se enfrenta a la pérdida de la relación más importante de su vida adulta. He aquí su generosidad, también gracia. El estremecedor choque entre el instante ordinario y la extraordinaria pérdida que se deriva de ese instante reverbera en la mente de Didion: «Este es un intento por encontrar sentido al tiempo que siguió, a las semanas y meses que desbarataron cualquier idea previa que yo tuviera sobre la muerte, la enfermedad, la probabilidad y la suerte, la buena o la mala fortuna, sobre el matrimonio y los hijos y el recuerdo; sobre el dolor y los modos en que la gente se plantea o no el hecho de que la vida acaba; sobre la precariedad de la cordura y sobre la vida misma» (7). Casi durante las cuatro décadas que Joan y John estuvieron casados habían trabajado juntos en casa: «Como ambos éramos escritores […], nuestros días estaban llenos del sonido de la voz del otro» (16). Se escuchaban las ideas, se corregían el trabajo y se animaban mutuamente.
De hecho, el último regalo que John hizo a su mujer es el más valioso que un escritor puede hacer a otro. Tras leer en voz alta un hermoso fragmento de uno de los libros de Didion, le dijo: «No me digas nunca que no sabes escribir. Este es mi regalo de cumpleaños para ti» (166). Pero, con su muerte, esa cercanía trae consigo una profunda tristeza, la sensación de querer compartir cosas que ahora ya no pueden ocurrir. Al principio espera que él esté en casa cuando ella entra y cita a Lewis: «Creo que empiezo a entender por qué el dolor por la pérdida se parece al suspense. Es el resultado de la frustración de tantos impulsos que se habían convertido en habituales. Pensamiento tras pensamiento, sentimiento tras sentimiento, acción tras acción… todos tuvieron a H. como objeto. Ahora se han quedado sin él. Sigo, por rutina, ajustando una flecha a la cuerda y luego recuerdo que tengo que deponer el arco. Tantos caminos llevan mi pensamiento hasta H. que emprendo viaje por uno de ellos. Pero ahora, un puerto fronterizo lo atraviesa. Antaño, tantos caminos; ahora, tantos callejones sin salida»[13]LEWIS, C.S. 1976. A grief observed. New York: Bantam, p. 55.
Los recuerdos de Didion sobre los acontecimientos que rodearon la muerte de John son meramente fotográficos y, en lugar de escribir una exposición histórica como tal, Didion toma un acontecimiento del pasado y nos pide que analicemos, con cuidado, la estructura retórica de su conmemoración, sobre todo porque sabe que esos acontecimientos se convertirán más tarde en otra cosa. De hecho, los recuerdos que Didion tiene de los acontecimientos clave de su vida –la hora del día, el tiempo, el aspecto y el tacto de las flores, su conversación, la hierba, el viento en sus caras- son cristalinos. Y es ese detalle, capa sobre capa, lo que habita en el corazón de este dolor, de esta pérdida. John es irremplazable y, por eso, cita Didion a Philippe Ariès: «Se echa de menos a un solo ser y todo queda despoblado»[14]ARIÈS, Philippe. 2011. Historia de la muerte en Occidente: desde la Edad Media hasta nuestros días. Barcelona: Acantilado, p. 88. Pensamiento mágico… el título del libro de Didion recoge un tema recurrente del primer año de su pérdida. Podríamos decir que el sujeto contundido y traumatizado –Joan- lanza un hechizo y genera una proliferación de lectores a través de una especie de contagio empático o mágico. La idea de transmisibilidad o contagio oculto se encuentra en el núcleo del pensamiento mágico.
Si, tal como afirman Nemeroff y Rozin, «el pensamiento mágico se ha obstinado en resistirse a la agresiva expansión de la ciencia moderna […], parece estar experimentando un importante resurgimiento en términos de creencias explícitas y culturalmente (o al menos, subculturalmente) respaldadas»[15]NEMEROFF, Carol, Paul Rozin. 2000. «The makings of the magical mind: The nature and function of sympathetic magical thinking», en ROSAGREN, Karl S., Carl N. Johnson, Paul L. Harris (Eds.). Imagining the impossible: magical, scientific and religious thinking in children. Cambridge: Cambridge University Press, p. 25, no será muy difícil afirmar, por nuestra parte, que las memorias de Didion hablan de una historia secreta de sabidurías que han persistido pero que la modernidad ha convertido en vergonzosas. No es una coincidencia, creo, que el éxito de su libro coincida con el momento cultural en que se intenta reforzar una violenta oposición entre ciencia y religión. Pero si Didion confiesa un modo de pensamiento mágico omnipresente, ¿por qué necesitamos leer unas memorias sobre un trauma para que nos cuenten el secreto de los trucos de magia del dolor? La respuesta de Ariès nos perturba, de nuevo: después de 1945, la cultura de la muerte deja de ser una ceremonia ritual para convertirse en un fenómeno técnico; el duelo ya no es un periodo necesario impuesto por la sociedad, por eso existe rechazo a admitir la muerte, sea como un final familiar al que uno se ha resignado, sea como un signo dramático a la manera romántica y de ahí la existencia de esa especie de médicos del duelo que no poseen otra misión que la de tratar, acortar y borrar el estado mórbido del luto[16]ARIÈS, Historia de…, Op. Cit., pp. 94-95.
Con extraordinaria, mágica lucidez, piensa Didion sobre la pérdida y la finitud. Este pensamiento mágico se produce en varios niveles. Antes de su muerte, John parecía estar dando pistas sobre su propia mortalidad. Como escritora, Didion sopesa cuidadosamente las palabras. Habría que decir, a la manera de Cixous, que porque la mayoría de los que escriben con verdadera vitalidad lo hacen siempre en relación con la muerte[17]CIXOUS, Hélène. 2008. White Ink. Interviews on Sex, Text and Politics. Ed. Susan Sellers. Stocksfield: Acumen, p. 17. Cada comentario casual en Didion (de hecho, especialmente cada comentario casual) posee una resonancia. Repasa de manera minuciosa los últimos meses previos a la muerte de John: ¿tenía él una premonición, la estaba preparando para su muerte, qué quería decir con ese comentario, esa mirada? La otra pregunta que se hace en los ciclos es qué podría haber hecho ella. Esto le preocupa: «Debería haber podido salvarlo. […] Sin la más mínima sensación de falta de lógica, me descubrí preguntándome si hubiera sucedido igual en Los Ángeles. (¿Quedaba tiempo para volver? ¿Hubiésemos tenido otro final con el horario del Pacífico?)» (22, 31). Una vez que John ha muerto, surge el pensamiento mágico con la reversibilidad de su muerte. Ella guarda sus zapatos y su ropa para prepararse para su regreso. La idea de su autopsia la consuela y hiere a la vez: «¿Cómo podría regresar si le quitaban sus órganos? […] yo era un ser racional. Un observador medio habría tenido la impresión de que yo entendía perfectamente que la muerte era irreversible. […] Había aceptado que estaba muerto. Lo había hecho de la manera más pública imaginable. Aun así, mi pensamiento seguía sospechosamente voluble» (42-43).
Es inevitable recordar aquí el Diario de duelo barthesiano. Su ejemplo nos sirve para comprobar cómo, poco a poco, la experiencia del duelo conduce a la aceptación de la propia condición mortal. Así, desde «pensar, saber que mi madre está muerta para siempre, completamente […], es pensar, […], que yo también estoy muerto para siempre y completamente»[18]BARTHES, Roland. 2009. Journal de deuil. Paris: Seuil, p. 130, uno llega hasta «el sujeto que soy solo está presente, solo está en el presente»[19]Ibíd., p. 82, con la certeza de que «en adelante y para siempre yo mismo soy mi propia madre»[20]Ibíd., p. 46. Cuando un teólogo habla, en El año del pensamiento mágico, de que el ritual es una forma de fe, Didion se sorprende de la vehemencia de su propia respuesta no expresada. Para ella, no tiene nada que ver; a pesar de organizar meticulosamente los rituales funerarios, «aún así no le trajo de vuelta» (43). De hecho, reconoce que «traerlo de vuelta había sido durante estos meses mi objetivo oculto, un truco de magia. A finales del verano empezaba a verlo claro. Verlo claro aún no me permitía regalar la ropa que él necesitaría» (44).
Poco a poco, a diferencia de lo que ocurre en ese tiempo en el que, como recordaba Ariès, la tecnificación se sirve de la química para hacer olvidar a los muertos y crear la ilusión de los vivos, desterrando la idea de muerte, la tristeza y el patetismo de toda ceremonia de despedida[21]ARIÈS, Historia de…, Op. Cit., p. 262, o de lo que Caillois escribe, en un magnífico ensayo, acerca de los «muertos vestidos de pies a cabeza que siguen teniendo una personalidad física y que uno creería que están allí para dar un paseo por el río»[22]CAILLOIS, Roger. 1964. «La représentation de la mort dans le cinéma américain», en Instincts et société: Essais de sociologie contemporaine. Paris: Gonthier, p. 124, Joan Didion siente que ha entrado en otro mundo que sólo conocen y comprenden los que están en duelo: «las personas que acaban de perder a alguien tienen un cierto aspecto […] de extrema vulnerabilidad, desnudez, franqueza. […] Los que han perdido a alguien parecen desnudos porque se creen invisibles durante un tiempo, incorpóreos. Me parecía haber cruzado uno de esos ríos legendarios que dividen a los vivos de los muertos, haber entrado en un lugar en el que sólo podían verme los que habían perdido a alguien recientemente» (74-75). Visita y repasa su muerte y las causas. Examina los documentos médicos y el certificado de defunción y reflexiona sobre cada palabra.
Para los escritores, más aún para los diaristas, las palabras tienen una importancia suprema. El distanciamiento clínico de palabras como lividez y pupilas dilatadas fijas no puede transmitir la particularidad del contexto: que se trata del cuerpo, la vida y la muerte de John. Solo con un esfuerzo supremo reconoce que fue la enfermedad coronaria de John lo que causó la muerte y no ninguna acción suya. El shock de la irreversibilidad dura todo un año y, de hecho, sólo después del informe de la autopsia deja de «intentar reconstruir la colisión, el colapso de la estrella muerta. El colapso había estado ahí todo el tiempo, invisible, insospechado» (207). Reflexiona sobre la causa, el efecto y la responsabilidad: «Nada de lo que él o yo hubiéramos hecho o dejado de hacer había causado o podría haber evitado su muerte» (206). Sin embargo, en las sociedades modernas, materialistas y opulentas, que hacen hincapié en la salud preventiva, la muerte se considera algo innombrable o una invitación de nuestros propios actos. Didion capta este dualismo: «Al recordar todo esto, me doy cuenta de lo receptivos que somos al persistente mensaje de que podemos evitar la muerte. Y a su punitivo correlato, al mensaje de que si la muerte nos atrapa, nosotros tenemos la culpa» (206).
El duelo y los temas relacionados con él atraviesan este libro, lo inician todo. No podemos olvidar que Françoise Dastur sitúa el duelo en el origen de la cultura: «Esta voluntad de no someterse pasivamente a la naturaleza de las cosas es la que explica sin duda la importancia de los ritos funerarios desde el punto de vista antropológico. Tal vez sería preferible definir al hombre a partir de esas conductas externas del duelo y no a partir del hecho de saberse mortal, que pertenece exclusivamente a su interioridad»[23]DASTUR, Françoise. 2008. La muerte. Ensayo sobre la finitud. Barcelona: Herder, pp. 31-32. Es patente que Didion escribe con una claridad tortuosa. Su sufrimiento impregna las páginas y estamos cerca, también, de la afirmación de Edgar Morin, cuando escribe que «el duelo es la expresión social de la inadaptación del hombre a la muerte, pero al mismo tiempo es también el proceso social de adaptación tendente a restañar la herida de los individuos supervivientes»[24]MORIN, Edgar. 1974. El hombre y la muerte. Barcelona: Kairós, p. 82. Desde todos los ángulos y a medida que pasa el tiempo y adviene la distancia: «El dolor por la pérdida nos resulta un lugar desconocido hasta que llegamos a él. Anticipamos (lo sabemos) que alguien cercano a nosotros puede morir, pero no imaginamos más allá de los días o semanas inmediatamente posteriores a esa muerte imaginada. Incluso interpretamos erróneamente la naturaleza de esos pocos días y semanas. Si la muerte es repentina, es posible que esperemos sentirnos conmocionados, pero no esperamos que la conmoción sea arrasadora, que trastorne a la vez el cuerpo y el espíritu» (188). Y esta tensión, la que tiene lugar entre un dolor imaginado y la realidad del dolor, es uno de los puntos fuertes de estas reflexiones. No sirve de nada superponer a este proceso tan personal algún modelo de renuevo: «En la versión del dolor que imaginamos, la pauta a seguir es la recuperación. Prevalecerá un cierto movimiento hacia adelante. Los peores días serán los primeros. Imaginamos que el momento más duro de la prueba será el funeral y que tras él se iniciará esa hipotética recuperación. […] No podemos saber que el funeral en sí mismo será anodino, una especie de regresión narcótica, arropados por el cariño de los demás y por la gravedad y significado de la ocasión. Ni podemos saber –y ahí reside la diferencia fundamental entre cómo imaginamos el dolor y cómo es en realidad ese dolor- la interminable ausencia que sigue al hecho en sí, el vacío, la absoluta falta de sentido, la inexorable sucesión de momentos en los que nos enfrentaremos a la experiencia del sinsentido» (188-189).
En su meditación sobre el duelo, Didion sopesa dos perspectivas: la universal y la personal. Desde niña ha aceptado la inevitabilidad del cambio y la gran indiferencia de la naturaleza. Para ella, todo se resume en la oración «como era en un principio, ahora y siempre, por los siglos de los siglos» (189-190). Frente a esto se encuentra el carácter personal de su vida vivida, especialmente con su marido y su hija. Didion es consciente de que esa cuestión se plasma en los detalles inmensamente personales de su vida doméstica: comidas, vacaciones compartidas o crianza de su hija: «Estos fragmentos los he apuntalado contra mis ruinas» (190-191). Aquí radica el reto: equilibrar la comprensión racional de que el cambio, incluida la muerte, es inevitable, con la profundidad del significado de su existencia. Estos dos sistemas existen en vías paralelas: «En mi mente inexperta, siempre había un momento crítico, mi muerte y la de John, en el que los caminos convergían por última vez» (191). Ya lo hemos leído antes en un célebre texto de Blanchot: «como si la muerte fuera de él no pudiese desde entonces más que chocar con la muerte en él […] Tan sólo permanece el sentimiento de ligereza que es la muerte misma o, para decirlo con más precisión, el instante de mi muerte desde entonces siempre pendiente»[25]BLANCHOT, Maurice. 1999. El instante de mi muerte. La locura de la luz. Madrid: Tecnos, pp. 25-26.
Otro aspecto del duelo propio que contempla es el de la autocompasión. Didion lo sopesa con detenimiento y llega a la conclusión de que lo que puede tomarse por autocompasión «nos preocupa, la tememos, eliminamos de nuestro pensamiento cualquier rastro de ella. Nos asusta que nuestras acciones revelen ese estado tan expresivamente descrito como regodeo [que] resulta el rasgo más común y al mismo tiempo el más denigrado de nuestros defectos de carácter» (192-193). Una consideración, un rasgo normal y natural. Esta persona por la que guardamos duelo era y es única para nosotros. No podemos restarle importancia. De hecho, cualquier otra cosa sería artificial. Recuerda Didion que, cuando era más joven, veía con desdén el dolor de Caitlin, la viuda de Dylan Thomas. Escarmentada, concluye la escritora que «el tiempo es la escuela en la que aprendemos» (198). Hay aquí un fuerte eco en el cambio psicológico realizado por Simone de Beauvoir en Una muerte muy dulce. La escritora confesó haber visto con ojos críticos a mujeres afligidas por una pérdida: «Si encontraba una mujer de cincuenta años postrada porque acababa de perder a su madre, la consideraba una neurótica: todos somos mortales; a los ochenta años se es lo suficientemente viejo para convertirse en un muerto»[26]BEAUVOIR, Simone de. 1988. Une mort très douce. Paris: Gallimard, p. 151. Una vez que su propia madre muere, esa perspectiva cambia por completo: «Saber que mi madre por su edad estaba condenada a un fin próximo no atenuó la horrible sorpresa […] es algo tan brutal e imprevisto como un motor que se detiene en el aire. […] No existe la muerte natural: nada de lo que sucede al hombre es natural puesto que su sola presencia cuestiona al mundo. Todos los hombres son mortales: pero para todos los hombres la muerte es un accidente y, aun si la conoce y la acepta, es una violencia indebida»[27]Ibíd., pp. 151-152.
Didion describe la enorme energía que consume el proceso de duelo. Mientras su mente se debate entre este mundo y el otro, lo ordinario se convierte en algo más que mundano. La agota. Apenas tolera las relaciones sociales. Se levanta de la cena con demasiada brusquedad. Le resulta difícil conversar: «En esas ocasiones, me escucho a mí misma hacer el esfuerzo y fracasar en el intento» (213). Durante un tiempo hay poca respuesta, a lo mejor porque, como sabemos por Derrida, todo duelo es imposible de verbalizar, al interiorizar «en nosotros la imagen, ídolo o ideal del otro que está muerto y vive sólo en nosotros»[28]DERRIDA, Jacques. 1989. Memorias para Paul de Man. Barcelona: Gedisa, p. 21. Igual que Lewis describió en Una pena en observación las sensaciones de la pérdida, Didion da testimonio de la implacable fisicidad del dolor: «El desconsuelo es diferente. El desconsuelo no tiene distancia. El desconsuelo llega en oleadas, en acometidas, en repentinos arrebatos que debilitan las rodillas, ciegan los ojos y borran la cotidianidad de la vida» (27). En el primer aniversario de la muerte de John, Didion percibe un cambio y se lo reconoce a sí misma. Se da cuenta de que, con el paso del tiempo, su imagen de John «en el momento de su muerte se irá haciendo menos inmediata, menos cruda. Será algo que sucedió otro año» (225).
Una vez transcurrido el aniversario, aparece otra percepción: «Hoy, por primera vez, me doy cuenta de que mi recuerdo de este día de hace un año es un recuerdo del que John está ausente» (225). Todo esto implica una aprehensión. Al principio se trataba de una firme anticipación de su regreso. Ahora, al reflexionar sobre este año, concluye: «Sé por qué intentamos mantener vivos a los muertos: intentamos mantenerlos vivos para que sigan con nosotros. También sé que si hemos de continuar viviendo llega un momento en que debemos abandonar a los muertos, dejarlos marchar, mantenerlos muertos» (225-226). Inevitablemente, esto implica una contemplación de su propia mortalidad: «Somos seres mortales imperfectos, conscientes de esa mortalidad incluso cuando la alejamos, fracasados por nuestra propia complicación, tan cableados que cuando lloramos nuestras pérdidas también nos lloramos, para bien o para mal, a nosotros mismos. Como éramos. Como ya no somos. Como un día dejaremos de ser» (198). Le jour où nous ne serons pas là.
La enfermedad de Quintana –que fallecerá solo dos años después que John- la muerte de éste y el posterior duelo de Joan se producen con una contemporaneidad estremecedora. El repentino colapso de Quintana, que ingresa en la Unidad de Cuidados Intensivos el día de Navidad de 2003, con neumonía y shock séptico, cinco días antes de morir John, y sufre luego varios otros problemas pulmonares serios, sume a Didion en otra crisis. Esa crisis tiene capas prácticas y reflexivas. Los recuerdos domésticos de amor e intimidad, ya intensos tras la muerte de John, se amplían para incluir toda su vida en familia. Todo es examinado, observado. Las imágenes y los sonidos la recuerdan. Incluso las calles que recorre para visitar a Quintana en el hospital la transportan al pasado. Y de nuevo vuelve al poder perdurable del lenguaje íntimo. Durante años, John le había dicho a su hija, citando una célebre película de Richard Lester: «Te quiero más aún que un día más» (68), incluso mientras la acompañaba al altar el día de su boda. Después se lo susurró mientras yacía inconsciente en el hospital. Joan, solícita y protectora, saborea ahora esta frase, pero reconoce que ciertas promesas –protegerla y jamás abandonarla- no pueden cumplirse: «En la vida suceden cosas que las madres no pueden impedir ni solucionar» (97).
Didion, al acercarse a la idea heideggeriana por la que si el pensamiento [Denken] tiene lugar es mediante la interacción del recuerdo [Andenken] y la memoria [Gedächnis], y converge, al final, en el Denkmal (aquello que designa un monumento o un memorial), nos está diciendo que se trata de no olvidar, entonces, para así resignificar. En parte, las cosas que reúnen las dimensiones del mundo también pueden albergar significado y memoria porque ellas mismas perduran. No hallará, por lo anterior, el lector, empaques stendhalianos o imágenes extravagantes, sino que «ahora es una muerte en bruto, sin fantasía ni exornos [que] evoca sobre todo la nada»[29]BACQUÉ. Marie-Frédérique. 1995. Le deuil à vivre. Paris: Odile Jacob, p. 26. Recurre a ella en su experiencia de la pérdida, como un antidestino, en terminología de Michel Picard, como mejor seguro contra la muerte[30]PICARD, Michel. 1995. La littérature et la mort. Paris: PUF, p. 61. Un libro de memorias sobre el trauma, como es El año del pensamiento mágico, resulta siempre extraordinario por su propia cotidianidad: nos dice que nos hemos aislado tanto de la muerte que necesitamos una literatura para poner por escrito nuestros comportamientos de duelo, aunque, como lectores, debamos «interpretar los testimonios y unificarlos en uno solo [y] actuar sobre la base de lo que comprendemos sólo parcial o incorrectamente»[31]MUGERAUER, Robert. 2015. Responding to Loss. Heideggerian Reflections on Literature, Architecture, and Film. New York: Fordham University Press, p. 41 y, como escritores, devolver a su protagonista la identidad y la memoria, darle un sentimiento de pertenencia y, junto a éste, la promesa de un nuevo futuro. Se suceden, no por azar, citas de Lewis, Eliot, Catulo, Auden, Cummings, Mann…, todas ellas ricas en matices.
A continuación, explora la subliteratura del dolor –eso que Darian Leader llamará «duelo prestado» o «diálogo de duelos»[32]LEADER, Darian. 2011. La moda negra. Duelo, melancolía y depresión. Madrid: Sexto Piso, p. 74-, guías prácticas para afrontar la enfermedad, inútiles en su gran mayoría (45). Y, por último, recurre a la literatura profesional. Ahí encuentra una utilidad sin precedentes, pues aprende muchas cosas que ya sabía y que en cierto momento parecían ofrecer consuelo, confirmación o una opinión ajena de que no era imaginación suya todo cuanto parecía estar sucediendo» (46). Didion cita a Freud, Klein e incluso algunos informes del Instituto de Medicina de la Academia Nacional de Ciencias o de Harvard para explorar la distinción que se hace en la literatura entre el duelo normal y el patológico. Le intrigan, por razones obvias, los riesgos de este último, pues incluyen dos contextos a los que la propia Didion se enfrenta: en primer lugar, que la persona en duelo dependiera mucho del fallecido para obtener placer, apoyo o estima y, en segundo lugar, si el proceso de duelo se retrasa o se interrumpe por circunstancias como el retraso de un funeral o la enfermedad o muerte de una segunda persona.
«La vida cambia rápido […] en un instante. Te sientas a cenar y la vida que conoces se acaba. El tema de la autocompasión» (3). El verso inicial de Didion que precede a su relato evoca el modo en que el duelo puede irrumpir en una vida normal. La exploración que Didion efectúa de este nuevo y extraño paisaje se hace eco de los intentos teóricos, realizados a lo largo del siglo XX, para explorar este paisaje y, al mismo tiempo, lo encapsulan en un mapa o marco aplicable a todos los seres humanos en duelo. Didion también alude a una sombra que fue engendrada o liberada por estos primeros intentos de cuantificar el dolor. Las primeras teorías sobre el duelo, con sus etapas, fases y tareas, empezando por Freud hasta llegar a Worden, se han puesto en muchos casos al servicio de la formulación de modelos lineales, prescriptivos y orientados a objetivos. El posible por qué de todo esto lo sugiere Freud en Duelo y melancolía, que propone que el objetivo del afligido es desprenderse de la energía libidinal del fallecido para formar nuevos vínculos[33]FREUD, Sigmund. 1992. «Duelo y melancolía», en Obras completas XIV. Buenos Aires; Amorrortu, pp. 246-247. El narcisista sano en el curso de una relación transpone su amor propio al Otro y, al hacerlo, obtiene una sensación de separación, asegurándose un curso normal del duelo. Sin embargo, las personas que muestran un estilo de duelo patológico se encuentran con la tarea de renunciar al pasado, encontrar un sustituto para el fallecido y, al hacerlo, restaurar su sentido del yo.
La necesidad declarada de trabajar en uno mismo para separarse del otro sugiere una ética del trabajo protestante, individualista, teñida de lo que podría denominarse una ética psicoanalítica del valor protestante. Esta ética elogia el trabajo de desarrollo personal, el movimiento hacia delante y la resolución, pero en el proceso invoca y demoniza potencialmente su sombra patológica y ociosa: el tema de la autocompasión de Didion, como ella misma refiere al inicio de su libro. Se ha sugerido que el efecto terrible de los muertos en las dos grandes guerras y la consecuente incapacidad de dedicarse a formas de duelo más mesuradas y victorianas pueden haber influido en esta tendencia. Cualquiera que sea la razón, Didion ejemplifica la visión de Gorer, por la que una tendencia moderna ha sido tratar el duelo como una autoindulgencia mórbida y dar admiración social a los afligidos que ocultan su dolor. Un perfil parcial del rostro del duelo que Didion muestra al mundo podría interpretarse conforme a un trabajo de las emociones dolorosas, mediante el cual el doliente acaba por desprenderse del apego al fallecido y resuelve el duelo en el transcurso de uno o dos años, o, en rotunda expresión de Didion, lo supera (189). Pero yo estoy convencido de que, en el fondo, una de las dificultades para superar el duelo se debe a que buscamos siempre restablecer una conexión con una figura de apego que ya no está disponible.
Uno puede, como Worden, servirse de una serie de tareas que impliquen al doliente en este proceso y le ayuden a aceptar la realidad de la pérdida, experimentar el dolor del duelo, adaptarse a un entorno sin el fallecido y reubicarlo emocionalmente. De alguna forma, esto supondría darle sentido a la pérdida. Sin embargo, Joan Didion articula de modo conmovedor el nexo doloroso entre estar llamado a actuar en el mundo como alguien frío, sin la persona amada, y, en el proceso, ajustar el propio mundo supuesto, junto con el deseo ferviente, inmediato y privado, de negar o evitar el hecho de la muerte de la persona, pues si antes «había intentado que el tiempo retrocediera, rebobinar la película» (184). Su lucha por invertir el tiempo y llegar a la cruda realidad de la muerte, por «reconstruir la colisión, la caída de la estrella muerta» (184), es, ocho meses después del suceso, aún desesperada.
En este sentido, el encuentro de Didion con el dolor se hace eco de las teorías sobre el duelo que se centran en la relación continua y el sentimiento de apego al fallecido: «No podría contar las veces que, a lo largo de un día normal, se me ocurría algo que necesitaba decirle. Este impulso no se acabó con su muerte. Lo que acabó fue la posibilidad de una respuesta» (194). El duelo no está siempre presente ni, por el contrario, nunca del todo ausente, sino que es un proceso continuo de adaptación y cambio, del que uno no se recupera por completo. En otras palabras, el duelo afecta a la vida continua del doliente; no hay necesidad de dejarlo ir o superarlo. Cuando Didion dice que busca objetivos y no encuentra ninguno (225), nos está diciendo algo parecido a que la muerte pone fin a una vida, pero no a una relación, que sigue luchando en la mente del superviviente hacia una solución que jamás hallará. En un intento por integrar esta oscilación dinámica entre centrarse en la pérdida y reincorporarse a una vida sin el otro, uno termina por ejercitar el llamado trabajo de duelo, que consiste en reconectar con la persona que ha muerto a través de actividades u objetos que recuerdan su vida y su presencia: «sé por qué intentamos mantener vivos a los muertos: intentamos mantenerlos vivos para que sigan con nosotros» (225). La orientación hacia la restauración incorpora la evitación del hecho de la pérdida –Didion evade cualquier lugar que pueda asociar con Quintana o John-, así como la concentración en las tareas del reencuentro.
Éstas pueden incluir el desarrollo de una nueva identidad y nuevas relaciones, hacer frente a los factores de estrés resultantes y adquirir nuevas habilidades, como cocinar o manejar las finanzas, que se asociaban con el fallecido. Quizá se trate de un despliegue moderno más detallado de esa verdad más antigua apuntada por Kierkegaard: que la vida sólo puede entenderse hacia atrás, pero debe vivirse hacia delante. La necesidad de reconstruir el significado tras la pérdida del mundo supuesto y su dificultad es evocada por Didion: «Tampoco podemos conocer de antemano el hecho, la interminable ausencia que sigue, el vacío, lo más opuesto al significado, la implacable sucesión de momentos durante los cuales nos enfrentaremos a la experiencia del propio sinsentido» (189). Aunque Didion, a través de su lectura, entable una conversación con la comunidad de dolientes y escritores sobre el duelo, se encuentra con la dificultad y la profundidad de la tarea de dar sentido: «Necesito encontrar algo más que palabras para encontrar el sentido». Tras la muerte de Quintana, escribirá Noches azules (2011), otro libro extraordinario que recuerda a El año del pensamiento mágico, inevitablemente: «Es horrible verse a uno morir sin hijos. Lo dijo Napoleón Bonaparte. ¿Puede haber para un mortal un dolor mayor que ver a sus hijos muertos? Lo dijo Eurípides. Cuando hablamos de mortalidad, estamos hablando de nuestros hijos. Eso lo dije yo»[34]DIDION, Joan. 2011. Blue nights. New York: Knopf, p. 13.
Para cerrar el círculo, esta necesidad de encontrar algo más que palabras y de ir más allá de teorías enjuiciadoras y reductoras se refleja en una declaración posterior de Freud, que escribe a Ludwig Binswanger en 1929, sobre la muerte de su hija Sophie por gripe española: «Aunque sabemos que después de una pérdida así el estado agudo de pena va aminorándose gradualmente, también nos damos cuenta de que continuaremos inconsolables y que nunca encontraremos con qué rellenar adecuadamente el hueco, pues aun en el caso de que llegara a cubrirse totalmente, se habría convertido en algo distinto. Así debe ser. Es el único modo de perpetuar los amores a los que no deseamos renunciar»[35]FREUD, Sigmund. 1970. Epistolario II (1891-1939). Barcelona: Plaza & Janés, p. 141. Uno diría entonces que, como nos advierten tanto Freud como Didion, «el dolor por la pérdida nos resulta un lugar desconocido hasta que llegamos a él» (188). Nuestra escritora tuvo siempre conciencia del lado oscuro de la vida. Su acerado fatalismo ha sido la firma, santo y seña literarios durante más de cuatro décadas. Así, como principal superviviente de «una época peculiar e introvertida»[36]DIDION, The white…, Op. Cit., p. 208 (tal es su descripción de la década de los sesenta), nos lo ha dicho. Su cruda honestidad y la mirada inquebrantable sobre su propio dolor revelan, al escribir sobre el último viaje que todos, sin importar credo, origen o ideario, compartimos, una sabiduría que sus escritos anteriores siempre han sugerido. Se trata, como dejó escrito André Gide, de poner algo a salvo de la muerte.
En fin, es tiempo ya de que sea tiempo, de llegar un final: a puerto arribamos. Creo que, cuando se trata de la muerte, uno no puede equivocarse. Marco Antonio y Cleopatra, Emma Bovary y Meursault han muerto. Por eso no me resulta arduo concordar con Heidegger, cuando entiende el duelo y la aflicción a partir de su compleja comprensión de la experiencia humana y su creencia de que nuestra propia muerte y nuestras relaciones con los demás son un aspecto fundamental de nuestra existencia. Si somos Ser-hacia-la-muerte [Sein zum Tode] y Ser-con-los-otros [Mitsein], es natural que la muerte del Otro tenga un impacto profundo y duradero en nuestras vidas. En Ser y Tiempo, Heidegger no intenta prescribir un modo apropiado de duelo, ni intenta definir o compartimentar la experiencia. En su lugar, identifica el papel que la muerte y el papel que las relaciones que tenemos con los demás juegan en nuestras vidas de manera más general y a partir de ahí determina el impacto que la muerte de otros tendrá en nuestras vidas[37]HEIDEGGER, Martin. 1960. Sein und Zeit. Tübingen: Max Niemeyer, pp. 237-241. El planteamiento de Heidegger sobre la muerte y el duelo representa la experiencia humana con mayor exactitud que cualquier literatura tradicional sobre el duelo. Una exactitud en la que también, por ventura, incluiría el extraordinario libro de Joan Didion.
Hay varios aspectos de la experiencia humana del duelo que ilustran lo acertada que es la concepción heideggeriana del duelo. Los dolientes experimentan al fallecido después de la muerte, suelen llevar recuerdos, a veces indefinidamente, y lo más sorprendente es que no parecen superar la pérdida, sino que la pérdida del fallecido moldea la vida de los vivos del mismo modo que la existencia del fallecido moldeó sus vidas en vida. Quizá la afirmación más conmovedora e insólita de Heidegger, de la que se hacen eco los dolientes, es que los que quedan pueden seguir manteniendo una relación con el fallecido. Como afirma Heidegger: «der Verstorbene hat unsere Welt verlassen und zurückgelassen. Aus ihr her können die Bleibenden noch mit ihm sein»[38]Ibíd., p. 238. El difunto ha dejado atrás nuestro mundo. Desde éste, los que quedan pueden seguir, estar todavía con él. Los que quedan, los que permanecen [demeurent] no se desprenden del difunto y aprenden a vivir sin él, sino que la supresión radical de una persona de una relación tendrá un efecto duradero en los que se quedan, en los que no todavía no mueren [meurent]. Tal relación no nos abandona. Despunta y prevalece. Y si la muerte, ese οὐροβóρος interminable, sobresale es porque no es posible saber ni cómo ni cuándo llega. Se devora a sí misma. La certeza es una forma de encubrirla. La muerte no sabe de tiempo, emerge con fanática pasión y nos desborda, y en tal desbordamiento se halla, y no otra cosa, la máxima elevación de tan mortal crecimiento.
Cerraba ya estas líneas cuando, no por azar, quise releer una nota de mis propios diarios, fechada un 25 de junio de 2017: «Ahora que V.P. ha muerto, todo lo que tengo es lenguaje para expresar lo inexpresable». Cita a la que le sigue, el mismo día, otra de los diarios de Amiel: «el abismo impasible, sordo y silencioso […] donde duerme lo que ni vive ni muere, lo que no tiene movimiento ni cambio, ni extensión ni forma, y lo que perdura cuando todo lo demás pasa». Lo cierto es que todavía pienso en la muerte, con todo el caos indescifrable, no cuantificable, que provoca, y por eso recuerdo que yo fui otro de los que, durante mucho tiempo, no escribió nada más.
* A la memoria de Jesús Arana Gayarre (1933-2012), Víctor Ponz Monterde (1988-2017) y Honorio Jesús Fernández Cornago (1958-2023).
Título: El año del pensamiento mágico |
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Referencias
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↑2 | TILLIETE, Xavier. 1982. «Le moi et la mort», en COPPIETERS DE GIBSON, Daniel (Ed.). Qu’est-ce que l’homme ? Philosophie / psychoanalyse. Bruxelles: Presses de l’Université Saint-Louis, p. 201 |
↑3 | DIDION, Joan. 2005. The year of magical thinking. New York: Knopf, p. 3 (todas las citas, en adelante, estarán extraídas de esta edición y consignadas entre paréntesis) |
↑4 | NOLL, Peter. 1990. Palabras sobre el morir: oración fúnebre de Max Frisch. Barcelona: Destino, p. 40 |
↑5 | DERRIDA, Jacques. 2010. «Sobrevivir: Líneas al borde», en VVAA. Deconstrucción y crítica. México D.F.: Siglo XXI, p. 111 |
↑6 | Ibíd., p. 115 |
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↑16 | ARIÈS, Historia de…, Op. Cit., pp. 94-95 |
↑17 | CIXOUS, Hélène. 2008. White Ink. Interviews on Sex, Text and Politics. Ed. Susan Sellers. Stocksfield: Acumen, p. 17 |
↑18 | BARTHES, Roland. 2009. Journal de deuil. Paris: Seuil, p. 130 |
↑19 | Ibíd., p. 82 |
↑20 | Ibíd., p. 46 |
↑21 | ARIÈS, Historia de…, Op. Cit., p. 262 |
↑22 | CAILLOIS, Roger. 1964. «La représentation de la mort dans le cinéma américain», en Instincts et société: Essais de sociologie contemporaine. Paris: Gonthier, p. 124 |
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↑25 | BLANCHOT, Maurice. 1999. El instante de mi muerte. La locura de la luz. Madrid: Tecnos, pp. 25-26 |
↑26 | BEAUVOIR, Simone de. 1988. Une mort très douce. Paris: Gallimard, p. 151 |
↑27 | Ibíd., pp. 151-152 |
↑28 | DERRIDA, Jacques. 1989. Memorias para Paul de Man. Barcelona: Gedisa, p. 21 |
↑29 | BACQUÉ. Marie-Frédérique. 1995. Le deuil à vivre. Paris: Odile Jacob, p. 26 |
↑30 | PICARD, Michel. 1995. La littérature et la mort. Paris: PUF, p. 61 |
↑31 | MUGERAUER, Robert. 2015. Responding to Loss. Heideggerian Reflections on Literature, Architecture, and Film. New York: Fordham University Press, p. 41 |
↑32 | LEADER, Darian. 2011. La moda negra. Duelo, melancolía y depresión. Madrid: Sexto Piso, p. 74 |
↑33 | FREUD, Sigmund. 1992. «Duelo y melancolía», en Obras completas XIV. Buenos Aires; Amorrortu, pp. 246-247 |
↑34 | DIDION, Joan. 2011. Blue nights. New York: Knopf, p. 13 |
↑35 | FREUD, Sigmund. 1970. Epistolario II (1891-1939). Barcelona: Plaza & Janés, p. 141 |
↑36 | DIDION, The white…, Op. Cit., p. 208 |
↑37 | HEIDEGGER, Martin. 1960. Sein und Zeit. Tübingen: Max Niemeyer, pp. 237-241 |
↑38 | Ibíd., p. 238 |