La única pieza de audio que se conoce y, al parecer, se conserva de Virginia Woolf (Londres, 1882-Lewes, 1941) data de 1937 y fue grabada por la BBC. En ella, manifestaba que las palabras inglesas estaban llenas de ecos, de reminiscencias, de asociaciones, y que éstas habían ido de un lado a otro durante siglos. De este modo, subrayaba que ahí radicaba su dificultad al escribirlas en el momento presente, pues estaban almacenadas con otros significados, con otros recuerdos, y habían contraído muchos vínculos en el pasado. Puede que por este motivo se considere a la autora como una de las grandes renovadoras de su idioma, ya que experimentó con nuevas formas descriptivas y abandonó ciertos convencionalismos narrativos, inclinándose además por los fenómenos psicológicos subyacentes.
Todo el mundo ha oído hablar de su obra novelística y de sus ensayos, pero también escribió cuentos, donde probó y forjó su estilo. Estas ficciones breves fueron la pasarela o antesala de trabajos posteriores; el escenario idóneo donde crear un nuevo lenguaje de sensaciones y emociones, y donde recrear la confusión de la vida. En ellos juega a dos bandas con la narrativa tradicional y la exploración abstracta de la conciencia. Igualmente, uno de sus temas sigue siendo el papel de la mujer en la sociedad y así se distingue en “El vestido nuevo” y “La señora en el espejo: un reflejo”; pero no se limita a la percepción externa y social, sino que indaga en los propios pensamientos y reflexiones de los personajes femeninos, como cuando Rosalind en “Lappin y Lapinova”, en soledad, admite que “puede que nunca llegara a acostumbrarse a ser la señora de nadie”[1]WOOLF, Virginia. 2022. Cuentos. Barcelona: Austral, p. 95.
Sus piezas cortas están a la altura de sus grandes textos y no deberían situarse a la sombra de éstos, pues advierten el desarrollo de Woolf como escritora y nos invitan a un viaje más allá de lo superficial, de lo estrictamente literal. Su agudeza hace posible adentrarse en la cotidianidad desde múltiples facetas y ayuda a encontrar la sutileza en lo mundano, desnudándolo, descubriendo cada marca o pliegue. Como ejemplo, una casa en la que “a cualquier hora que te despertaras siempre había una puerta cerrándose”[2]Ibíd., p. 7 no es un espacio trazado y definido por cuatro paredes, sino la memoria de quienes la habitaron. Contiene el ayer y el ahora, mezclados en una suerte de artificio difícil de disponer en una línea recta racional. Las voces, los momentos y los secretos, más allá de los años, de la muerte y de sus actuales inquilinos, permanecen. En ella vivimos la historia de otros, sin saberlo, sin conocerla de forma explícita. Lo de afuera es murmullo, chisme; también, necesario. De manera similar, el transitar de la vida es la suma de la espiritualidad y de lo fútil. Una vivienda es un ser humano. De él o de ella depende transformarlo en un hogar. Así parece vislumbrarse en “La casa encantada” o en “Lunes o martes”.
En el relato “Juntos y separados” es sencillo tener una sensación de empatía con los dialogantes al converger en un punto y repelerse al instante siguiente. Al hilo de lo comentado con anterioridad, una parte de nosotros se exhibe con un rol concreto, dependiendo de la situación y de quienes nos rodean, pero el “yo oculto” –por más que lo amordacemos- acaba por sacar alguna extremidad por debajo de la ropa. A veces, sucede el milagro y nos reconocemos en el otro, aunque la flemática pausa de la madurez nos frene en seco e intente, con mil argucias, hacernos recuperar la sensatez para proteger la mente y el cuerpo.
No se detiene ante la hipocresía de la sociedad y retrata a elegantes damas y caballeros ociosos, escandalosos en sus charlas, sin demasiadas ideas interesantes que compartir. Sin embargo, en “El hombre que amaba al prójimo”, examina con la mirada sesgada de un individuo que se cree “corriente”, alejado de la palabrería de la mayoría, para obligarnos a ser nuestros propios jueces; porque todos estimamos que somos buenas personas y, precisamente, suponer que nuestra forma de amar al semejante es la correcta, nos separa a los unos de los otros.
Aunque la edición de la Colección Austral reúne únicamente doce de sus cuentos y resulta mucho más enriquecedor para el lector escogerlos y disfrutarlos, no podemos terminar esta reseña sin mencionar “El símbolo”, una metáfora en sí mismo. ¿Cómo, en apenas tres páginas, la autora puede conjugar filosofía, literatura y psique? En este caso, la montaña representa el objetivo, la existencia, la superación, el miedo, lo desconocido. Desde todas las ventanas se divisa su cima, impertinente, atractiva; imposible renunciar a ella. ¿Nos quedamos en casa, junto al fuego de una chimenea, o nos armamos de valor y tratamos de alcanzarla? No bastará el entusiasmo y lo que cuentan los periódicos, tendremos que despedirnos del balcón y de la confortabilidad de unas vistas de postal. Algunos “murieron tratando de descubrir”[3]Ibíd., p. 130.
Virginia fue una adelantada a su época y defendió su cuarto propio antes de que el empoderamiento o la sororidad formaran parte de nuestro vocabulario habitual. Entonces, ser una mujer culta, curiosa y decidida se cuestionaba, incluso en círculos selectos e ilustrados. No obstante, era una persona compleja, fruto de engranajes ilimitados. Seguramente, le influyeron de manera notable los recuerdos y hubo dos que persistieron a lo largo de su vida: la costa del norte de Cornualles y sus progenitores. Leslie Stephen, su padre, era montañero y destacado director literario; la madre, Julia, solía cuidar a los enfermos con método y comprensión. Luego, las olas, el agua donde se balanceó hasta el final de sus días.
Título: Cuentos |
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