Al final de la calle solitaria hay una casa antigua. Una de esas que tienen más de noventa años, pero podrían sumar otros noventa. Una casa antigua en tiempo de estío, cuando las noches son calurosas, corean afuera las cigarras y alguna lechuza solitaria transita con sus párvulas zancas por algún lugar de la arquitectura incoherente de la morada. Una casa así, decía, es rara vez un lugar monótono. Pueden ocurrir y ocurren, de hecho, algunas cosas, y también se repiten una y otra vez. El mismo plano de la casa contribuye a evitar la impresión de monotonía, junto a alguna pared desconchada que no resistió las humedades del riguroso invierno, una ventana que nunca cerró bien y cuyas batientes oscilan y dan la sensación, con su rumor desacompasado, de que alguien camina en esa casa, aunque la sepamos vacía. Todo está proyectado, en fin, siguiendo un patrón literario más bien rígido. Y a veces suceden otras cosas también en una casa antigua, una de esas casas que pueden tener dos siglos de antigüedad, al final de una calle solitaria. Existe en Novallas, un pequeño pueblo sito en la orilla izquierda del Queiles y noroeste de Zaragoza, esa misma casa y esa misma calle. Un lugar en el que, desde hace muchos años, se acomete con fruición la lectura de novelas de terror. El participante de esta, digamos, contingencia he sido yo mismo.
Y comoquiera que algo de esto tiene que ver con los recuerdos, antes de empezar a hablar no puedo evitar titubear por esa marisma que forma toda remembranza. Me explicaré: inseparable de la calle solitaria de que hablaba es, entre otras, la colección Súper Terror, publicada por la editorial Martínez Roca a lo largo de los años ochenta. Esa colección, de treinta volúmenes, no sólo incluía una magnífica serie de antologías de relatos de miedo, sino las primeras (y muchas veces últimas) ediciones de algunos libros aparecidos apenas unos años antes en sus países de origen. No es intención mía redactar aquí listas interminables, pero sí quisiera reivindicar, por ejemplo, «La devoradora de almas» o «La llamada», de los ignotos Robert Alexander y Bob Randall, así como los mucho más conocidos para el aficionado Hope Hodgson o Fritz Leiber, en las primeras ediciones españolas que ambos conocieron.
¿Pero por qué les cuento todo esto? Sin duda porque todos estos vívidos recuerdos los ha agitado, una vez más, esa editorial jovencísima que lleva por nombre La Biblioteca de Carfax, en su exquisito empeño por rescatar, como una vez lo hiciese Martínez Roca, inéditas obras del género terrorífico y, para empezar, escritas en la década de los ochenta. En este caso se trata de «Cuando la Oscuridad nos Ama» (When Darkness Loves Us, 1985), de la ilinesa Elizabeth Engstrom[1]ENGSTROM, Elizabeth. 2021. Cuando la Oscuridad nos Ama. Madrid: La Biblioteca de Carfax. La primera vez –y única, hasta este segundo libro- que una publicación de Engstrom llegó a España lo hizo, precisamente, como volumen de alguna de las colecciones de Martínez Roca[2]ENGSTROM, Elizabeth. 1992. El Elixir Negro. Barcelona: Martínez Roca que descansan en esa casa de la que hablaba al principio. Así que quizá ahora se entienda mejor mi recuerdo. Sea como fuere, con esta literatura ocurre, de cuando en cuando, que uno se encuentra con verdaderas alhajas y debe plantearse preguntas sobre el desconocimiento que todavía pesa sobre su autora en este país.
Algo así debe ser lo que sentí cuando me topé con el nuevo libro de Engstrom. La autora, tras una carrera publicitaria en Hawái, abandonó su trabajo para asistir a un taller de ficción con Theodore Sturgeon, que es quien prologa el libro, y de ese taller salió esta novela corta, cuyo prologuista insistió en que debía ser emparejada con su otra novela, «La Belleza es…» (Beauty is). El inicio de esta carrera literaria no fue en balde, por supuesto, y, pese al desconocimiento, convendría que nos sumásemos a las palabras de un experto como Jess Nevins: «La obra de Elizabeth Engstrom tiende a la tranquilidad y la sutileza, y el horror sobrenatural aparece de forma discreta. Por supuesto, esto no resta valor al horror de sus historias; su obra tiene suspense y es aterradora cuando así lo decide. Engstrom destaca por su examen minucioso de la psicología de sus personajes, sus (a menudo malas) elecciones y obsesiones sexuales, y por su estilo de prosa suave»[3]NEVINS, Jess. 2020. Horror Fiction in the 20th Century. Exploring Literature’s Most Chilling Genre. California: Praeger, p. 173.
Sabiendo, pues, todo esto, puede deducirse parte de lo que aún consigue resultarme fascinante de un libro de terror –género que abandono hasta que llegan esos cálidos veranos de los que hablaba al principio- a estas alturas, después de las infinitas horas dedicadas a Poe, Lovecraft, Stoker, Lord Dunsany, Derleth o Machen, entre otros, a lo largo de mi vida. Eso que trato de explicar aquí y que podría condensar con sencillez y presteza no es más que el hecho de que Elizabeth Engstrom, en una muestra de suma inteligencia, nos lleva bajo la superficie de la civilización y nos pide que nos miremos durante un rato al espejo.
Es verdad que la introducción de Sturgeon ayuda a poner en perspectiva las dos novelas que conforman el libro. Ambas son historias de terror sobre cómo se crean los monstruos, y contienen protagonistas femeninas fuertes, torcidas por los entornos en los que están atrapadas. La historia del título (la más corta de las dos) versa sobre una joven embarazada, Sally Ann Hixson, que queda atrapada bajo tierra, mientras su familia supone que ha huido. Da a luz sola, salvo por el fantasma de un amigo al que amaba y perdió (que puede, o no, ser un aspecto de una mente fracturada por el trauma). Ella y su bebé sobreviven, pero lo que queda se torna monstruoso sin el colchón y las restricciones de la familia, la comodidad y la civilización. Cuando escapa de forma imposible y regresa a la superficie veinte años después, se siente traicionada por los que ama y por los que la amaron. El relato termina con una retorcida venganza y, tras un intento fallido de introducir a su antiguo marido en la vida de las cavernas, la protagonista renuncia a reconciliar los dos mundos. ¿Es todo esto el sueño de una Sally Ann muerta o moribunda? ¿Es una fantasía de ciencia ficción o debe leerse como un drama realista? ¿Se trata, sin otra cosa, de literatura simple y conscientemente feminista?
Para intentar dar respuesta a algunas de estas preguntas, analicemos también «La Belleza es…», la segunda de las novellas, protagonizada de nuevo por una mujer. Otro cuento extraño, que oscila entre la fantasía oscura y el terror. Algunos de los términos utilizados son odiosos e incluso ofensivos para los estándares de los años ochenta, pues se nos ensucia e incomoda con su veraz podredumbre (bendita literatura la que hace removerse al respetable en su asiento). Engstrom cuenta su historia a lo largo de dos líneas temporales. La segunda es la de Martha Mannes (como Sally Ann, el personaje que verdaderamente nos interesa), ya de mediana edad, deforme, discapacitada pero autosuficiente, que vive sola en la granja familiar ahora que sus prósperos padres han muerto. Los flashbacks de la primera línea temporal completan la historia de la familia Mannes: los poderes de sanación de la madre de Martha (a quien martiriza su marido, Harry); el nacimiento de Martha, sin nariz, con una serie de intentos de cirugía plástica poco exitosos; el cruel rechazo del padre a su pequeña, a la que pronto considera un ser anormal. Mientras tanto, en la línea temporal actual, Martha, de mediana edad, intenta salir poco a poco a la superficie social, en gran parte gracias a las atenciones afectuosas (sexuales, más tarde) de un amable y joven muchacho que le echa una mano con la albañilería. Pero cuando las desagradables acciones de algunos jóvenes –en un intento de sitio e invasión que recuerda a la de «Perros de Paja» (The Siege of Trencher’s Farm, 1969), de Gordon M. Williams- le retrotraen a Martha a las mayores crueldades de su padre, se produce un violento desvanecimiento, que examina un patetismo horroroso y acaba resultando difícil de digerir. Otra venganza. Otra mujer que, cuando sale a la superficie, se encuentra el rechazo por su monstruosidad, por su diferencia.
No me queda más remedio que plantear la pregunta de nuevo: ¿es esta una literatura marcada, conscientemente feminista? A fin de cuentas, en la primera novela, Sally Ann se queda encerrada en el túnel una tarde que su conciencia es alimentada por los recuerdos de haber jugado allí cuando era niña. Ni siquiera puede vencerse en la nostalgia, ya es tarde y se muestra incapaz de abrir la puerta a la superficie, siguiendo los túneles inexplorados a mayor profundidad, pensando que ha de haber una salida. Pero lo que encuentra al volver a casa, destrozada físicamente por la falta de higiene, luz y alimentación, es la obligación de desempeñar el papel de monstruo, de vengadora que destruye la felicidad doméstica que su hermana le ha arrebatado, por culpa de una sociedad que no tiene lugar para ella ahora que es mayor y carece de aspecto juvenil. Su antiguo marido, Michael, se muestra despectivo y condescendiente con ella, negándose a creer que haya dado a luz a su hijo en la clandestinidad. Sin embargo, una vez que Sally Ann lo lleva a sus dominios, se revela que carece del valor y el impulso de supervivencia que le permitieron a ella vivir allí abajo. Sally Ann simplemente ha sustituido a un dios del patriarcado con pies de barro por otro; su hijo Clint es despiadado, iracundo y abusivo, y controla su vida bajo tierra de la misma manera que Michael controlaba su vida en la superficie. Escapar del patriarcado es más difícil que sólo aceptar la propia condición de monstruo; siempre hay otros monstruos que ocupan su lugar.
Así, el tema de lo monstruoso creado por la sociedad (o la falta de ella) se extiende por ambas historias. Aunque en el caso de Martha y. tal como Elizabeth Barnes nos recuerda, «la concepción dominante de la discapacidad en la sociedad contemporánea es algo explícitamente normativo (tragedia, pérdida o desgracia)»[4]BARNES, Elizabeth. 2016. The Minority Body. A Theory of Disability. New York: Oxford University Press, p. 168, ella no devendrá monstruo por completo hasta el final. Aunque independientes y autocontenidas, quizá ahora se entienda mejor la decisión de juntarlas en un libro: el lector encontrará, con satisfacción, que son exploraciones complementarias de ideas y temas similares, además de que el efecto general de leer una después de la otra las mejora a ambas. Narradas desde el punto de vista de mujeres consideradas monstruosas por la sociedad en la que viven, decíamos antes que ambas historias exploran de forma experta cómo etiquetas así son impuestas a estas mujeres por el abuso del patriarcado, entregado tanto sistemática como personalmente. En tanto que tales, son eficaces como historias de terror aterradoras, pero también como críticas reflexivas sobre la idea de lo monstruoso femenino en una sociedad patriarcal. Esto hace que las historias de Engstrom sean inquietantes en múltiples niveles, y su hábil caracterización permite al lector empatizar con estos personajes incluso cuando se ven abocados a actos cada vez más monstruosos. El uso que hace Engstrom de su deformidad física (una de nacimiento y la otra por su reclusión en los obscuros túneles) se encauzaría en una época, como bien recuerda Jason Colavito, «definida por la creciente libertad reproductiva, los avances biotecnológicos y un mayor giro hacia el horror corporal […] que se correlacionó con los descubrimientos científicos en materia de anticoncepción, tratamientos de infertilidad, medicina y biotecnología, en los que el cuerpo se convirtió en fuente de horror»[5]COLAVITO, Jason. 2008. Knowing Fear: Science, Knowledge and the Development of the Horror Genre. Jefferson, NC: McFarland, p. 18.
Así, lo que hace que novelas como «Cuando la Oscuridad nos Ama» permanezcan en nuestra memoria como si fuesen los ecos de una espeluznante canción infantil es que su autora, en correspondencia con la época en que comienza a escribir, cuenta sus historias desde el punto de vista de sus monstruos. Aunque nunca nos permite olvidar que sus acciones, por muy comprensibles que sean, resultan bestiales, son estas voces de mujeres marginadas, apartadas, hambrientas de unas vidas que les han sido robadas, intentando forzar su entrada para tomar lo que se les debe –que a menudo no es sino la propia dignidad humana-, son estas voces, digo, las que conducen los libros. Voces que, como la propia Engstrom, a menudo parecen haber sido olvidadas.
Como en «El Elixir Negro» (1986), la otra novela de Engstrom publicada en España, lo que marca toda diferencia es la forma en que Engstrom sacude el polvo y el óxido de los tropos tradicionales. Nunca llegamos a saber del todo por qué Sally, Martha o la Angelina de El Elixir… se comportan como lo hacen, simplemente han nacido así: suerte, pues, de parias al margen de la raza humana. Su autora se niega a dar por sentadas las convenciones y, por una parte, su minuciosa atención a los detalles mundanos, a los peligros que acechan en lo, por principio hospitalario (Freud supo verlo muy bien), sumado al problema del cuerpo y lo abyecto, por la otra, hará que estas protagonistas –de nuevo, la Medusa o la Bruja, y sus materializaciones en la tradición literaria de la dama aborrecible, figurada por Chaucer y Spenser- comprendan una tipología de cuerpos femeninos horribles que son figuras del mal eterno y elementos básicos de la cultura popular. Al mismo tiempo que tales figuras, en plena década de los ochenta, se transformen en una tipología adaptada como fuente contracultural de poder feminista desafiante, como deidades de lo femenino monstruoso.
Lo abyecto de una cultura de masas, pero subtendido, entonces, como figura retórica del feminismo de su tiempo.
Pensemos en Sally al subir a la superficie veinte años después: «era el cuerpo de una niña, pero ligero como una bolsa de papel. Los pechos se le hundían en las costillas y tenía los dedos de los pies desgastados, las plantas con heridas descarnadas. Le quedaban algunos mechones de cabello rubio, pero casi toda la cabeza estaba calva y despellejada y los huesos de los hombros asomaban donde la carne había desaparecido con el rozamiento» (p. 54). Empero, nos hemos acostumbrado tanto a ella como personaje, lo mismo que a Martha, que ni siquiera nos repele aunque se nos diga de ella que es una «pobre mujer, tan fea y tonta, tan sola, tan rechazada, en boca de todo el mundo, blanco de tantas burlas» (p. 113). Es posible que a estos monstruos que nunca se reconocen como tal, nosotros, a medida que pasan las páginas, tampoco los veamos en tanto que tales, después de empaparnos de sus dolorosas perspectivas. Quizá porque lo que podría resultar sencillamente espantoso, al estar escrito por alguien que de verdad se interesa por la gente real, se convierte en una hermosa meditación sobre el amor, la apariencia física, el romance y la devoción.
A su manera, los dos personajes protagónicos pierden la inocencia del principio, convertidas casi en Furias, las diosas-monstruos mitológicas de la venganza, erizadas de serpientes, que, en el simbolismo de la mitología griega, a menudo marcaban a las criaturas como ctónicas, asociadas con el inframundo. En Homero, son maldiciones hechas carne, lanzadas sobre aquellos que cometen un crimen o amenazan el orden natural. Aunque la palabra furia, tal y como la usamos hoy, implique un frenesí de ira caótico y desenfocado, las Furias encarnaban entonces una ira justificada, derivada de un código moral adamantino. Parecían temibles, y lo eran; la ira con razón y propósito y una voluntad de hierro es algo más amenazante incluso que la furia tumultuosa y agitada. Temibles como un francotirador, centrado y específico. Cazan a todo lo indigno de la sociedad y lo castigan, tanto en vida como después de la muerte. La ira de las Furias no es caprichosa: se dirige a los matricidas y fratricidas, a los perjuros, a los que rompen el juramento y ofenden a los dioses. Es selectiva e implacable, la mano que golpea las estructuras de la moral y los valores finamente ajustados por los estamentos que gobiernan las acciones humanas.
Los comportamientos tanto de la superviviente Sally Ann –que ha pasado media vida en una oscuridad ctónica claustrofóbica y aterradora- como de Martha, con su estatus terrible como forastera y monstruo, se deben enteramente a la forma en que las ha tratado la sociedad. Pienso en las palabras de Susan Wendell: «El estereotipo de una mujer con discapacidad como una carga indefensa y dependiente […] cuenta con las suposiciones culturales sobre las personas con discapacidad. Creo que tanto el estigma de la imperfección física […] como los significados culturales atribuidos a la discapacidad contribuyen al poder del estereotipo […] evoca los significados metafóricos de estar lisiado, que incluyen la impotencia, la dependencia y la lástima. El estigma, los estereotipos y los significados culturales están relacionados y son interactivos en la construcción cultural de la discapacidad»[6]WENDELL, Susan. 1996. The Rejected Body: Feminist Philosophical Reflections on Disability. London: Routledge, pp. 43-44.
Los actos últimos de violencia de los dos personajes protagonistas son el mejor ejemplo de la visión distintiva y perturbadora de Engstrom, una suerte de revés contracultural, opuesto a los tabúes y prejuicios de su tiempo –y me temo que aun de éste-, lleno de un iracundo escozor. Porque nos miramos a nosotros mismos y a nuestras acciones, casi obligados por Engstrom, sabemos que ciertas acciones son corrosivas para la sociedad o crueles y dañinas para otras personas y deben tener consecuencias apropiadas y disuasorias. Su prosa, tan tierna como inquietante, tan trágica como sangrienta, está poblada por humanos que el estigma y el estereotipo –a decir de Wendell- ha transformado en monstruos que arrastran al lector por corrientes de sentimientos dolorosos. La estrategia de la propia literatura de terror, en feliz idea de Jack Morgan[7]MORGAN, Jack. 2002. The Biology of Horror: Gothic Literature and Film. Carbondale and Edwardsville: Southern Illinois University Press, p. 74, consiste en que, a través de la ambientación y la imaginería, se busque provocar y mantener una elevada sensación de exposición al daño y de sometimiento a ser herido físicamente.
Todo lo anterior explica por qué estos cuentos largos, escritos en un lenguaje que arraiga, tan hondo, en los detalles de las vidas difíciles, un lenguaje que, en ocasiones, se disuelve en una niebla onírica, no pierda jamás de vista, o de interés, el hecho de que incluso los monstruos incestuosos subterráneos, apenas ya humanos, necesitan comer, dormir y ser amados, como todos los demás. La escritura de Engstrom deviene tanto más incómodamente viva cuanto que aumenta lo incisivo de sus descripciones de la existencia monótona que padecen aquellos habitantes de los peldaños más bajos de la escala económica. Los miserables que se dan cita en ambas novelas cortas parecen más extraídos de un libro de James M. Cain que de cualquier autor o autora del género.
«Cuando la Oscuridad nos Ama» y «La belleza es…» constituyen, pues, un tributo a los nacimientos desordenados, a las hijas y a las madres, a las mujeres que, aparentemente impotentes ante sus miserables circunstancias, todavía encuentran la fuerza para buscar su oportunidad de incumbir a alguien; para amar, incluso si hacerlo significa arrastrarse hasta las entrañas de la Tierra. Ese arrastramiento, que se produce al principio de «Cuando la Oscuridad nos Ama», es un suceso terrible. Con una prosa nítida y persuasiva, Engstrom vincula hábilmente la descripción física con los estados psicológicos de sus personajes, de modo que el descenso accidental de una mujer a una red interminable de túneles se lee como inmersión en una nueva forma de ser y percibir. Es un cambio fundamental que el lector se ve obligado a hacer con ella. Tanto en esta historia como en La belleza es, el tiempo y la perspectiva resultan tan escurridizos que las sacudidas, en su mayor parte, no provienen de los estallidos de violencia que suele prometer la ficción de terror de bolsillo, sino de la desorientación que provoca darse cuenta abruptamente de que los cómos y los porqués, e incluso los quiénes, de las historias han cambiado. De repente, el héroe es el monstruo, y, aunque pueda causar extrañeza, al menos sabemos por qué.
Título: Cuando la oscuridad nos ama |
---|
|
Referencias
↑1 | ENGSTROM, Elizabeth. 2021. Cuando la Oscuridad nos Ama. Madrid: La Biblioteca de Carfax |
---|---|
↑2 | ENGSTROM, Elizabeth. 1992. El Elixir Negro. Barcelona: Martínez Roca |
↑3 | NEVINS, Jess. 2020. Horror Fiction in the 20th Century. Exploring Literature’s Most Chilling Genre. California: Praeger, p. 173 |
↑4 | BARNES, Elizabeth. 2016. The Minority Body. A Theory of Disability. New York: Oxford University Press, p. 168 |
↑5 | COLAVITO, Jason. 2008. Knowing Fear: Science, Knowledge and the Development of the Horror Genre. Jefferson, NC: McFarland, p. 18 |
↑6 | WENDELL, Susan. 1996. The Rejected Body: Feminist Philosophical Reflections on Disability. London: Routledge, pp. 43-44 |
↑7 | MORGAN, Jack. 2002. The Biology of Horror: Gothic Literature and Film. Carbondale and Edwardsville: Southern Illinois University Press, p. 74 |