Pretendo un eco aquí, cuando escribo estas palabras.
El eco de una palabra de Jacques Derrida, venida desde la misma Circonfesión: «mezclar mi voz con el canto de los cuatro rabinos […] y el hechizo inacabado resuena en un anfiteatro en el que no oigo todo, apenas mi propia voz, sólo el vuelo, un ruido de alas, el ángel que, esta noche, se adueñó de mi ordenador»[1]BENNINGTON, Geoffrey y Jacques Derrida. 1994. Jacques Derrida. Madrid: Cátedra, p. 246. La frase continúa, como si fuese algo que trajinan las alas de este ángel mensajero, del sueño al recuerdo, de cita en cita, según esta frase única que hace único, a su vez, el conjunto de este texto, libre de las limitaciones lógico-sintácticas que suelen regir la escritura filosófica, fraseada como una música donde el motivo que mueve la escritura toma el lugar del tema, donde la tesis da paso a la rapsodia, donde la fuga de voces y tiempos nunca se unen al unísono, dejando huecos abiertos, abiertas las heridas.
Esta música se ha callado, el conjuro permanece inconcluso, pero aún resuena para nosotros a través del silencio. No hay música sin esa resonancia que es como el doble espectral que acompaña al sonido en cuanto se emite, haciéndonos oír este acompañamiento necesario y constante de la vida por la muerte: sólo oímos un sonido, y sobre todo un sonido musical, si resuena en nosotros, devolviendo el sonido emitido a su desaparición en esta supervivencia finita que es la resonancia. Algo que presupone también un espacio -el hueco de algún anfiteatro, con una especie de vacío silencioso a su alrededor- que afecta lo mismo al tiempo, y que Derrida ha convertido en el rasgo más llamativo de la imposibilidad de la presencia plena, de un presente plenamente vivo. El espacio, otro nombre para la différance.
Por tanto, se podría decir que el encantamiento es algo siempre -y necesariamente- inacabado, que sólo se escucha en resonancia y, de relevo en relevo, en resonancia en nuestros recuerdos. La música, como esa «huella impresa en el agua, que ni se forma antes de que hayas hecho presión con el cuerpo, ni permanece cuando lo hayas quitado»[2]SAN AGUSTÍN. 2007. Sobre la música. Madrid: Gredos, p. 351, a decir de San Agustín, permanece tan sólo en la memoria. San Agustín, la voz amiga que acompaña a Circonfesión. Y esa música cuyo ritmo, desde el momento en que se adhiere a la memoria, comienza a caer en la ruina. La música sólo consigue desvanecerse, diremos, retomando una expresión muy utilizada por Derrida, es decir, que no puede evitar desvanecerse, irse, pero además, y sobre todo, sólo consigue hacer tal cosa.
Antes de seguir adelante, me gustaría tratar de responder a quienes puedan sorprenderse de que estemos hablando de música aquí. De esa música imposible siempre de decir. Jacques Derrida ha escrito varias veces sobre pintura, dibujo, arquitectura, fotografía, cine. Lo ha hecho acompañado, a menudo, por sus propios amigos escritores pintores, dibujantes, arquitectos, fotógrafos o cineastas. Pero no ha sido así en cuanto a la música. Podríamos preguntarnos qué sentido tiene entonces hablar sobre ello, siquiera mencionarlo en una sola palabra. ¡Si él mismo nos ha advertido!: «Casi nunca he dicho una palabra sobre la música como tal»[3]DERRIDA, Jacques. 2003. «Cette nuit dans la nuit de la nuit…», en Rue Descartes 42, novembre, pp. 112-127. ¿Significa esto que la música está ausente de su trabajo? En absoluto. Podríamos mostrar, pero llevaría mucho tiempo, cuánta música persigue su escritura. Sería más fácil, pero aún así llevaría demasiado tiempo también, consignar las numerosas llamadas a la música que jalonan sus escritos más obviamente autobiográficos (con todas las precauciones que requeriría el uso de este término, en el caso de Jacques Derrida). A veces, con este filósofo, lo hemos intentado todo. En vano, o tal vez en otro lugar distinto del que deberíamos.
Casi nunca he dicho una palabra sobre la música como tal. Y Derrida subraya este como tal. Aparte del hecho de que siempre desafía el como tal en sus enseñanzas, no es menos cierto que habla menos de música que de literatura, arquitectura, pintura, dibujo o incluso de cine, pero ¿habló acaso de cada una de estas artes como tal? No hay ninguna tesis de Jacques Derrida sobre la música, no constituye, en fin, un tema de su pensamiento. La música es para él un objeto de pensamiento, planteado y trabado en la dirección opuesta a la que requiere la teoría. Me parece que el pensamiento de Jacques Derrida abre un camino a la música -un camino que la filosofía, en muchos momentos, ha bloqueado, obstruido, ensordecido, en virtud de una necesidad casi estructural- cuando se pregunta «si la filosofía, que es también el nacimiento de la prosa, no significó la represión de la música o el canto […] como tal, no puede permitir que el canto resuene de alguna manera»[4]DERRIDA, Jacques. 1995. «Passages – from Traumatism to Promise», en Points… Interviews, 1974-1994. California: Stanford University Press, p. 394. Es la misma voz clamando que la filosofía «obedece al dedo y al ojo»[5]DERRIDA, Jacques. 2011. El tocar, Jean-Luc Nancy. Buenos Aires: Amorrortu, p. 180. Desde sus primeros escritos, Derrida se ha esforzado por deconstruir el fono-logocentrismo que ha estructurado el enfoque filosófico desde Platón. Al ser un tipo de pensamiento cuasi inmaterial, el medio sonoro del signo fónico deja olvidar su función de signo en la ilusión de una presencia inmediata de sentido y nos ciega a esta otra escritura que, en la palabra misma, inscribe la diferencia en la presencia, la exterioridad en la interioridad, la repetición en la inmediatez, la técnica en lo viviente, la huella del otro en el sujeto hablante. Uno podría esperar que este fonocentrismo privilegiara la escucha. Pues bien, no es así. La voz sólo interesa a la filosofía como una voz que habla: lo que dice, ese dice y no el decir, el qué y no el cómo. El filósofo está sordo a todo lo demás. A fortiori, todas las demás modalidades de la voz: el grito, el miedo, la ira, el amor, la voz de queja o de exultación, la voz de la oración (donde no pide nada), cantando en sus infinitas modulaciones. Porque este fonocentrismo está acoplado, en filosofía, con un logocentrismo. Frente a discurso y razón, el ojo conquista su privilegio sobre la escucha.
El ojo pero también la mano. La palabra no se ve, pero todas las categorías del pensamiento filosófico transponen, en el campo de la inteligibilidad, las estructuras de la visibilidad y lo asible: desde el objeto como lo que se pone delante de nosotros, desde la percepción del objeto hasta el concepto, se trata siempre de tomar, tocar, por tanto. Desde el objeto visible, sensible, desde el fenómeno, hasta la idea, se trata siempre de ver una forma: «El eidos figura un esquema de visibilidad inteligible», dice Jacques Derrida en Memorias del ciego[6]DERRIDA, Jacques. 1993. Memoirs of the Blind: The Self-Portrait and Other Ruins. Chicago and London: The University of Chicago Press, p. 16, es por eso «una visibilidad que no es visible -en el sentido sensitivo-, pero sí una visibilidad que necesita luz», dice de nuevo en Penser à ne pas voir[7]DERRIDA, Jacques. 2020. Pensare al non vedere. Scritti sulle arti del visibile (1979-2004). Milano: Jaca Book, p. 92 y la forma define, retiene y encierra en su esquema lo propio de sí que está definiendo. Ya sea intuición, evidencia, verdad como develación, teoría o contemplación.
Derrida escribe, en El oído de Heidegger, que «el logocentrismo quizá no es tanto el gesto que consiste en poner el logos al centro, como la interpretación del logos como Versammlung, es decir, la reunión que precisamente concentra lo que configura»[8]DERRIDA, Jacques. 1992. «Heidegger’s Ear: Philopolemology (Geschlecht IV)», en SALLIS, John. 1992. Reading Heidegger: Commemorations. Bloomington: Indiana University Press, p. 187. Y más adelante, en El Tocar: «Lo que estamos debatiendo aquí, ¿es otra cosa que la intuición? […] un intuicionismo constitutivo de la filosofía misma, del gesto que consiste en filosofar -e incluso del proceso de idealización que consiste en retener el tacto en la mirada para asegurar a esta lo pleno de presencia inmediata requerido por cualquier ontología o por cualquier metafísica […] la intuición privilegia la vista. Pero siempre para alcanzar con ella un punto donde la consumación, la plenitud o el llenado de la presencia visual toca en el contacto, es decir, un punto […] donde el ojo toca y se deja tocar […]. Al menos desde Platón, sin duda, y pese a su endeudamiento con la mirada, el intuicionismo es también una metafísica y una trópica del tacto, una metafísica como hapto-trópica»[9]DERRIDA, El Tocar…, Op. Cit., p. 179. Así, ya sea óptico o háptico, ese intuicionismo filosófico, o sea, la filosofía como ontología, siempre apunta a una presencia inmediata plena. La música no tiene cabida en este objetivo.
Es por eso que, desde Platón hasta Hegel, como poco, la música siempre ha sido maltratada por la filosofía. Incluso cuando la filosofía le asigna un lugar alto en la jerarquía de las artes, siempre llega un momento en el que muestra al menos una vergüenza, si no un rechazo violento.
En efecto, nos preguntamos qué hacer con un arte cuya expresión nunca se conoce realmente, o si expresa algo, que parece un juego de formas, vacío de significado, pero que, extrañamente, tiene efectos poderosos e incontrolables. Un arte que parece escapar a la representación. Un arte cuyas obras no se dejan reunir en presencia, en la inmediatez de una presencia plena, pero que sin embargo puede moverse como ninguna otra. Este desorden o rechazo culmina, por supuesto, cuando la música, dejando de acompañar a las palabras, se convierte en música puramente vocal, sin habla, sin discurso inteligible o, peor aún, puramente instrumental. Así, para Hegel, del mismo modo en que se necesita la estatua del dios en el templo para que la arquitectura tenga sentido, se necesita el texto en la música para que no se reduzca a una arquitectura sonora vacía de significado y, además, sin consistencia, evanescente, que escapa a cualquier comprensión del concepto. La deconstrucción derridiana de este intuicionismo de la presencia plena, de este logocentrismo, elimina muchos obstáculos y permite al pensamiento un acercamiento a la música que la filosofía, como la ontología, como la fenomenología misma, está casi necesariamente condenada a carecer (pero este es quizás el caso, más o menos, de todas las artes, y la música es quizás sólo la reveladora privilegiada de esta impotencia).
Por lo tanto, me gustaría tratar de esbozar ahora algunos pasos en estos caminos hacia la música abiertos por Jacques Derrida. Para ello, partiré de dos movimientos que hizo el argelino: por un lado, ver no es algo que se dé sin una cierta ceguera, y por otro lado, tocar no se da sin un hueco que excluye cualquier contacto absoluto. Esta ceguera y desviación no son meros límites, son también condiciones de posibilidad. «Manteniendo la cosa a la vista, uno sigue mirándola»[10]DERRIDA, Memoirs of…, Op. Cit., p. 1, leemos en Memorias del ciego, pero la mirada ya no puede mantenerse, ser abrumada por lo que está mirando, ser como si fuera enviada de vuelta a su punto ciego. Esto sucede en el deslumbramiento o en el terror. También sucede cuando, mirando a la cosa, la cosa comienza a mirarnos. La cosa entonces ya no es una cosa. Así que sucede que un cuadro nos está mirando, e incluso cuando este cuadro no es un retrato o un rostro: podemos ser mirados por el Monte Sainte Victoire, por ejemplo, dice el mismo Derrida[11]DERRIDA, Pensare al…, Op. Cit., p. 93, y quedar sin aliento. Cuando nos quedamos sin aliento frente a un dibujo o una pintura es porque no vemos nada. Una visibilidad repentina: lo invisible. Cuando nos quedamos sin aliento… ¿Qué mente privilegiada diría eso? Kierkegaard, Mozart, Nietzsche quizás, Jacques Derrida por supuesto. El filósofo clásico se sorprende, lo sabemos, pero nunca se queda sin aliento cuando mira una obra de arte, una pintura o escucha música. O la cosa es otra mirada que me mira y ya no puedo ver nada. O bien, finalmente, es la mirada del dibujante que está ciego en el momento mismo en que dibuja la línea de su dibujo, cuando se abre paso a través de la oscuridad como si fuera a través de un muro. El dibujante o el pintor que hace su autorretrato sólo se aferra a una ruina, el agarre de su mirada se le escapa: el punto de origen.
Pero no divagaré más. Debo recordar otro punto que nos hará volver a la música. La vista no sólo es algo que puede asirse, puesta en perspectiva, sino que puede perderse, deslumbrarse, hasta que ya no ve. Pero sobre todo, no debemos olvidar que los ojos no tienen la única función de ver. Los ojos también están hechos para llorar y Derrida dedica las últimas páginas del libro al motivo de las lágrimas. Las lágrimas no dependen de la vista. La pérdida de la vista no impide el llanto. La ceguera no prohíbe las lágrimas, no nos priva de ellas. Si se puede ver con un ojo, parpadear con un ojo, es imposible llorar con un ojo (excepto por metáfora u oftalmia): es todo el ojo, todo el ojo el que llora. Se dice que las lágrimas oscurecen la visión, como aquellos de Marcelle, si pensamos en Bataille, que lloran lágrimas de orín[12]BATAILLE, Georges. 2004. «Histoire de l’œil», en Romans et récits. Paris: Gallimard, p. 99. ¿Es una nueva ceguera? ¿No es más bien la profunda verdad de la ceguera? ¿No podría ser la revelación de una verdad oculta a la vista, oculta por la vista?
«Dirigir la oración, el amor, la alegría, la tristeza en lugar de la mirada. Incluso antes de iluminar, la revelación es el momento de las lágrimas de alegría»[13]DERRIDA, Memoirs of…, Op. Cit., p. 126. La oración y las lágrimas. Sabemos lo importantes que fueron para Jacques Derrida, como para Agustín, y también para Nietzsche, sus compañeros de pensamiento más cercanos, que se mencionan varias veces en el libro. Escuchemos de nuevo, escuchando todas las palabras: «el mejor punto de vista […] es un punto de origen y un abrevadero, un punto de agua, que por lo tanto se reduce a lágrimas. La ceguera que abre el ojo no es la misma que la ceguera que destruye la vista. La ceguera reveladora, la ceguera apocalíptica, la que revela la verdad misma de los ojos, sería la mirada velada de lágrimas. Él ni ve ni deja de ver, sino que es indiferente a la visión borrosa. Implora»[14]Ibíd., pp. 126-7. El mejor punto de vista es, por tanto, aquel en el que no hay punto de vista, es el punto de agua, el punto de vista de las lágrimas, y Derrida citará a Marvell, el metafísico, el poeta ciego: «Dejad que lloren estos ojos, que vean estas lágrimas»[15]MARVELL, Andrew. 1986. Selected poetry and prose. New York: Methuen, p. 21. Y entonces aquel eco del principio nos asalta de nuevo: tal vez sólo la música es adecuada para las lágrimas. «No sé hacer ninguna diferencia entre lágrimas y música», así habló Nietzsche[16]NIETZSCHE, Friedrich. 2005. Ecce Homo. Madrid: Alianza Editorial, p. 55. Las lágrimas de Pamina en La flauta mágica son ciertamente lágrimas que ven. ¿Pero qué es lo que ven? Ella canta sobre las lágrimas causadas por Tamino, por los anhelos de amor: «Ya nunca más volveréis a mi corazón».
Ya nunca más…, la alegría y la felicidad se han ido, junto a ellas el amor es substituido por el dolor y la muerte. Quizás debemos buscar lo que estas lágrimas ven más allá de las palabras mismas, lágrimas que a través de las lágrimas de Pamina son sin duda las de Mozart, pero también las de aquellos que escuchan y se dejan tocar por la canción. La voz que se vela a sí misma cuando se alza como en una queja o una oración, siempre a punto de irrumpir en un suspiro, una llamada. El aria está en sol menor: casi siempre la clave trágica en Mozart.
Dejarse tocar por la canción, escribía antes. La música es quizás, de todas las artes, la que más se toca, la que más se mueve. Pero también aludía arriba a esta brecha que excluye cualquier contacto absoluto, límite y condición de tacto que, como escribió Jacques Derrida, toca sin tocar. Existe un espaciado irreductible, nos ha dicho el filósofo argelino, algo que espacia el tocar mismo, es decir, el contacto. De tal forma que, siendo el no contacto la propia condición o experiencia del contacto, encontramos la imposibilidad de una experiencia de presencia plena del presente, de cualquier inmediatez en la relación. ¿Y no es la música, escuchar música, par excellence, la experiencia de esta imposibilidad? Escuchar lo que uno escucha alejarse, perderse, en su propia llegada. Escuchar es no poder estar presente. Es no ser capaz de contenerse. Es no poder volver. Lo que escuchamos nunca está presente, sino que pasa y sólo pasa, y sólo así, dejando espacio para lo que viene y pasa a su vez. Lo que no se ha escuchado ya no se escuchará. Lo que se ha escuchado sólo se conservará en la memoria, es decir, se mantendrá como perdido: la memoria está desconsolada en esencia, como Derrida ha demostrado al escribir sobre su amigo Paul de Man. Y habría que analizar aquí este trabajo de duelo alojado en el corazón de la escucha, tan importante en la escucha musical (lo he intentado en otros lugares). La música no permanece, sino que es del orden del rastro, de la huella, algo que queda después de todo. «Voy a tratar de la muda de la voz humana»[17]QUIGNARD, Pascal. 2002. La leçon de musique. Paris: Gallimard, p. 11: la voz de Quignard en La leçon de la musique nos sobrecoge a cada tanto.
La música es, por excelencia, uno de esos acontecimientos que sólo consiguen desvanecerse, como la fórmula ya mencionada. Algo que se encuadra, en todo caso, en un motivo primordial en el pensamiento de Jacques Derrida. Es posible pues, en esta fórmula, acentuar el desvanecimiento que nos devuelve al lado del luto, pero también podemos acentuar la llegada de la llegada. Escuchar música es dejar que lo que está sucediendo venga, sin poder anticiparlo, verlo venir, preverlo. Es cierto que la costumbre, la práctica y el conocimiento musical pueden permitirnos anticiparnos un poco -la música no es pura evanescencia y, mucho antes de la notación, siempre ha sido una forma de escritura, es decir, la inscripción mnemotécnica de formas que pueden repetirse- pero la música sólo llega a condición de una sorpresa que es más esencial que cualquier anticipación. Escuchar es siempre escuchar el acontecimiento, lo que sucede sin ser anunciado, que no vemos venir, que frena todo cálculo, que sólo puede sorprender, tomar, caer… por sorpresa, sin poder ser atrapado. Esta es la naturaleza del acontecimiento: el insistente motivo del pensamiento derridiano. Y la experiencia musical nos recuerda en el sentido etimológico de esta palabra: experiencia, la travesía, el viaje, la exposición al peligro de lo impredecible, como al don de la gracia.
Habría mucho más que decir y que tocar. O quizás no pueda decirse nada más. Ya nada. Hay en Derrida, pese a todo o gracias a todo, un sueño, un sueño de música en cierta forma. Pero hemos buscado la música que pudiera responder, sin ilustrarlo, a este extraordinario texto sobre El Tocar y, por extensión, al canto que hoy resuena como una despedida, cada vez única, en el fin del mundo. Pensando en el amor de Kierkegaard por Mozart, lo hacemos también en el Kierkegaard que Derrida ha comentado con no menos amor y atención. Y entonces, la despedida –a Derrida, a Nancy, a nuestro texto mismo- es pura música: un brevísimo y terrible adagio que precede e introduce, sin interrupción, el alegro final del que sólo oiremos el principio: «apenas mi propia voz, sólo el vuelo, un ruido de alas, el ángel que, esta noche, se adueñó de mi ordenador».
Un oscuro ostinato, compañía de graves ecos. Del abismo de lágrimas a la alegría más salvaje, la tristeza de la muerte o la despedida, de un momento a otro se transfiguró en una superabundancia de vida.
Pretendo un eco aquí. Y tocar, al fin, ¿pero tocar qué? ¿A quién?
Título: El tocar, Jean-Luc Nancy |
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Referencias
↑1 | BENNINGTON, Geoffrey y Jacques Derrida. 1994. Jacques Derrida. Madrid: Cátedra, p. 246 |
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↑2 | SAN AGUSTÍN. 2007. Sobre la música. Madrid: Gredos, p. 351 |
↑3 | DERRIDA, Jacques. 2003. «Cette nuit dans la nuit de la nuit…», en Rue Descartes 42, novembre, pp. 112-127 |
↑4 | DERRIDA, Jacques. 1995. «Passages – from Traumatism to Promise», en Points… Interviews, 1974-1994. California: Stanford University Press, p. 394 |
↑5 | DERRIDA, Jacques. 2011. El tocar, Jean-Luc Nancy. Buenos Aires: Amorrortu, p. 180 |
↑6 | DERRIDA, Jacques. 1993. Memoirs of the Blind: The Self-Portrait and Other Ruins. Chicago and London: The University of Chicago Press, p. 16 |
↑7 | DERRIDA, Jacques. 2020. Pensare al non vedere. Scritti sulle arti del visibile (1979-2004). Milano: Jaca Book, p. 92 |
↑8 | DERRIDA, Jacques. 1992. «Heidegger’s Ear: Philopolemology (Geschlecht IV)», en SALLIS, John. 1992. Reading Heidegger: Commemorations. Bloomington: Indiana University Press, p. 187 |
↑9 | DERRIDA, El Tocar…, Op. Cit., p. 179 |
↑10 | DERRIDA, Memoirs of…, Op. Cit., p. 1 |
↑11 | DERRIDA, Pensare al…, Op. Cit., p. 93 |
↑12 | BATAILLE, Georges. 2004. «Histoire de l’œil», en Romans et récits. Paris: Gallimard, p. 99 |
↑13 | DERRIDA, Memoirs of…, Op. Cit., p. 126 |
↑14 | Ibíd., pp. 126-7 |
↑15 | MARVELL, Andrew. 1986. Selected poetry and prose. New York: Methuen, p. 21 |
↑16 | NIETZSCHE, Friedrich. 2005. Ecce Homo. Madrid: Alianza Editorial, p. 55 |
↑17 | QUIGNARD, Pascal. 2002. La leçon de musique. Paris: Gallimard, p. 11 |