
¿Conocéis la sensación de formar parte de un romance cuyos integrantes, un buen día y sin quererlo, dan un paso atrás y con ello resulta imposible que sus cuerpos se vuelvan a juntar? Pues, para tocarse, no bastaría ya un deseo sino dos (su lejanía es demasiada como para que pueda salvarla un cuerpo solo); ni tampoco un anhelo momentáneo y pulsional, pues son muchos los pasos que habrían de dar, y además hacerlo el uno junto al otro, para lo cual se requeriría constancia, y no hay mayor contrasentido que un deseo constante, sobre todo cuando éste habría de nacer desde la distancia…
Pues bien, antes de la lluvia roja, nuestras sociedades compartieron el destino de estas parejas fantasma. No había filia, celebración o actividad que fuera capaz de juntarnos… Perdón, exagero: ni siquiera juntarnos, tan sólo arrimarnos un poco… Pero no, ni siquiera: que fuera capaz de atenuar esta tendencia hacia la mayor distancia y hacer, así, estadísticamente viable algún tipo de contacto, incluso en un futuro lejano. Universo en entropía, habitábamos el tablero de una gigantesca tragaperras cuya bolita no hiciera más que rebotar contra nodos metálicos, en un respingo acompañado de un sonido de moneda. Pero, en nuestro caso, salíamos despedidos sin ni siquiera tocarnos, como si todos poseyésemos la misma carga eléctrica. Era el nuestro un horizonte sin gravedad, sin poder de atracción, con fuerza solamente para repelernos. Desde lejos, nos decíamos adiós antes de saludarnos, evadiendo así el conflicto entre darnos un beso o estrecharnos la mano, qué temas tratar o evitarnos, despedirnos demasiado tarde o demasiado temprano. Quien jugara con nosotros desde el cielo vería millones de bolitas rebotando contra el éter, contra la absoluta transparencia, movidas por quién sabe qué causas remotas.

Con el tiempo, aun la imagen de otros cuerpos acabó por molestarnos. Reconstruíamos nuestros desplazamientos diarios para que transcurrieran por espacios vacíos, por desiertos urbanos en los que fuera imposible que otra forma de vida penetrara en nuestro campo de visión y nos distrajera. Nos convertimos en estrellas errantes, carentes de órbita, en cometas interestelares, siempre de paso y sujetos solamente a trayectorias hiperbólicas. Por imitación de nuestros itinerarios, planetas y satélites desembarazaron sus lazos. El universo entero se deshilachó. Extraviamos hijos. Abandonamos ancianos.
Durante unos años todavía me topé con gente que se suicidaba en las esquinas, que se entregaba a extrañas prácticas sexuales, afiliada a sectas alucinadas y proyectos políticos desesperados. Todo ello para descubrir si estaban vivos. En vano. Igual que el poeta, que en las últimas páginas de su eterna novela comparó el paso de los años con zancos que crecen bajo nuestros pies, desde arriba de los cuales el anciano mira el mundo como si fuera un gigante, sí, pero también desde un equilibrio precario, con los temblores que sufre todo viejo desde lo alto de sus piernas delgadas, así también nosotros, en los últimos estertores de la humanidad, contemplábamos el mundo desde distintos abismos, no erigidos en el aire, sino excavados. Y, de nuevo, quien mirara desde el cielo pensaría que habitábamos un mismo suelo, una misma superficie, cuando en realidad deambulábamos por planos que se extendían a niveles diferentes, a diversos estratos de profundidad. Por eso nunca nos cruzábamos. En verdad, temíamos el encuentro con otro ser humano tanto como el de los aviones cuyo choque anticipábamos con aliento entrecortado, mirando al cielo, sin saber que volaban a distinta altura.

De la vida, recuerdo días en los que el universo estaba parado y el niño que fuimos se preguntaba si no estaría viviendo dentro de una fotografía. A nuestro alrededor no corría una gota de aire. Todo se movía a la velocidad acompasada a la que el sol surca el cielo y nuestros ojos proyectan su mirada sobre objetos que, sobre ese fondo de luz, también proyectan sus sombras. Entre el sopor inmóvil de esa neblina ruidosa, de pronto uno advertía algo cuya energía no entraba en el cálculo, cuyo pálpito excedente no había sido cancelado: ora una hoja que temblaba loca en su árbol, ora una flor que asentía —sí, sí, sí— frenéticamente en su tallo, como si el mundo se hubiese vaciado al depositar toda su energía justo ahí, concentrada en un remolino que atrapaba a la hoja, a la flor, en un motor perpetuo y mágico.
Así te descubrí yo, excesiva, en medio de un mar abierto y estático. Tu pelo fue el torbellino al que lancé mi barco arrasado, a ti, Caribdis que fraguaba el viento entero y de la que, tras morir ahogado en tu contacto, salí desparramado en un racimo de hijos, de risas y de cosmos. Durante un tiempo vivimos entre las lindes de nuestra pequeña galaxia en espiral, dentro un nido hecho de ramas, aire y cabellos arqueados. Y durante un tiempo gozamos, qué duda cabe, separados de una realidad que no podíamos metabolizar sin sacrificar con ello nuestras formas. Aferrados a contornos familiares, resistimos mientras el mundo llamó a la puerta con bufidos de lobo. Pero, al final, la entropía misma se traicionó para acabar con nosotros, al reunir sus fuerzas disipadas en racimos de bombas y tormentas de lluvia roja.
10 de junio de 2025
