Ensayo sobre MAETERLINCK, Maurice: La vida de las abejas. Planeta, Barcelona, 2008.
Parece que pocas veces resultó la belleza más sospechosa que con el escritor belga Maeterlinck, quien recibe el Premio Nobel en 1911, esto es, algunos años antes de que se desencadenase el primer capítulo de una historia de horror que es casi toda la del siglo pasado. Y esto, que la afirmación de que la belleza sea sospechosa se nos antoje a primera vista un pleonasmo, puede que sea el síntoma primero y esencial de lo que llamamos nihilismo. Su libro La vida de las abejas, acaso su obra mejor, posee esta índole, a la vez fascinante y peligrosa. Su introducción, escrita literalmente a las puertas de la colmena, ya es un prodigio de denegaciones: «No tengo la intención de escribir un tratado de apicultura o de cría de abejas. Todos los países civilizados los poseen excelentes, y es inútil rehacerlos.»[1]MAETERLINCK, Maurice: La vida de las abejas. Planeta, Barcelona, 2008, p. 9. [En adelante citado con el número de página entre paréntesis]. Si esto no es lo que va a hacer, ¿qué hará en su lugar? De nuevo su anuncio empieza con una negativa: «No nos empeñemos en encontrar la grandeza de la vida en las cosas inciertas. Todas las cosas muy ciertas son muy grandes, y hasta ahora no hemos modificado ninguna de ellas. No afirmaré, pues, nada que no haya comprobado yo mismo o que no sea tan admitido por los clásicos de la apicultura que toda comprobación sea ociosa. Me limitaré a presentar los hechos de la forma más exacta, aunque un poco más animada; a mezclarlos con algunas reflexiones más extensas y más libres, a agruparlos de una manera algo más atractiva de lo que puede hacerse en una guía, en un manual práctico o en una monografía científica.» (p. 10).
Y es verdad que no hace lo que dice que no va a hacer, aunque también lo es que su libro, que se augura inclasificable desde las primeras páginas, deja muchas otras preguntas sin responder. No sabemos, desde luego, si es la mirada de un entomólogo o la de un poeta la que cuenta, ocurre así con su alteración de lo grande y lo pequeño. Una no muy diferente a la que hallamos en otro entomólogo poeta, probablemente igual de peligroso. Me refiero al fabuloso Ernst Jünger, quien escribe: «Una característica de nuestros viajes es la de que, en superficies cada vez más vastas, se consigue ver cada vez menos. Y de cualquier manera todavía es posible llegar a ver un escarabajo tigre. Esta es una de las motivaciones para el que se dedica a estas cacerías sutiles: reduciendo las proporciones -o mejor, afinando- la unidad de medida, el mundo se agranda y aumenta su variedad.»[2]JÜNGER, Ernst: Cacce sottili. Guanda, Milano, 2008, p. 123. Por lo demás son bastantes las diferencias entre ambos. Como son diferentes los insectos y lo que uno puede hallar en ellos. Maeterlinck se centra en los himenópteros y Jünger lo hace en los coleópteros. El primero quiere cazar los secretos de la conducta de estos animales, o por lo menos ofrecerlos bajo una luz más poderosa. El segundo, en cambio, va en busca de sus nombres, y de conseguir acaso lo innominado. Ambos son, aunque no quiero hacer de esto nada principal, intelectuales de derecha conservadora. Maeterlinck comprometido con el Estado Novo portugués, esto es, con la dictadura salazarista, y Jünger haciendo una larga travesía del desierto desde el movimiento Wandervögel, militarista, tradicionalista y nacionalista, hasta una suerte de anarquismo conservador y aristocrático, y por supuesto enfrentado por último al nacionalsocialismo. Esa disidencia de Jünger obtuvo su primordial herramienta en la narración alegórica. Muestra de ello, y bastante importante para lo que nos ocupa, es la novela Abejas de cristal. En este originalísimo texto, todos los de Jünger lo son, mezcla recuerdos personales -resultan por ejemplo frecuentes sus referencias a la revolución de Asturias- con una meditación bastante profunda sobre el espacio totalitario y la movilización técnica, traída al hilo de una armada de Gläserne Bienen, de abejas de cristal robóticas, y que tanto recuerdan a nuestros drones de hoy, pero en tamaño reducido: «Evidentemente, el hecho de que estas abejas recolectasen miel constituía un juego. La tarea era absurda para una obra de arte. Pero con seres capaces de hacer algo semejante se podía hacer casi cualquier cosa. Para esta clase de autómatas era más fácil recolectar granos de oro y diamantes que el néctar que habían libado en las flores. Pero incluso para el mejor de los negocios seguían siendo demasiado caras. Las cosas económicamente absurdas sólo se realizan allá donde entra en juego el poder. Y, en efecto, quien dispusiese de semejante población de abejas era un hombre poderoso.»[3]JÜNGER, Ernst: Abejas de cristal. Alianza, Madrid, 1992, p. 137. El tecnoapicultor, el industrial convertido en una suerte de abeja reina, se llama Zapperoni, y abunda en lo absurdo, lo suntuario y lo lúdico, porque es en este exceso donde se hace visible el poderío. Si alguien lo duda, piensen en que el espanto nazi comenzó con una especie de enorme kermés sonámbula y ridícula, que es la que refleja la cineasta Leni Riefensthal en El triunfo de la voluntad. Claro que no era un juego, pero a la vista de todos los medios materiales desviados al asesinato masivo de civiles judíos parecía, en plena guerra, cuando menos estratégicamente absurdo.
Es un hecho que la metáfora de las abejas propone, casi desde el inicio, una continuidad entre lo vegetal, lo animal y lo humano. Mientras que de lo que Jünger habla es de una extensión hasta lo inerte/inteligente o hasta el autómata. ¿Por qué decimos que «casi»? Pues porque en la transición hacia el artificio y la domesticación, a la que el propio Maeterlinck no es ajeno, proponiendo una suerte de evolución compartida entre la abeja y el humano (p. 212), ese pasaje desde lo natural no se da de golpe. La antropología ha reservado, con Claude Lévi-Strauss, un capítulo de la mitología amerindia a la conexión entre la fase recolectora de la miel y el uso del tabaco, pues se establece en una zona gris de los valores: «las mieles sudamericanas no son las únicas que ilustran este pasaje casi insensible de la categoría de delicioso a esta otra de venenoso, dado que el tabaco y otras plantas cuya acción es asimismo estupefaciente pueden ser caracterizadas del mismo modo.»[4]LÉVI-STRAUSS, Claude: Dal miele alle ceneri. Il Saggiatore, Milano, 2001, p. 61. Esta ampliación de la técnica, totalizante y totalitaria, de la que Jünger da fe en su extraña ficción, es compatible con eso que su amigo Martin Heidegger llamó el Gestell: un encuadramiento (enframing) o plataforma para la totalidad de los entes. Como es sabido, el destino de la técnica no es otro que el de la metafísica occidental según el autor de Ser y tiempo. Y, de una manera sintomática, nosotros hemos individualizado su docencia sobre Descartes en este proceso. En los ejercicios del semestre de invierno (1937-1938), Descartes comparece de manera general con respecto a la verdad, y en particular por lo que hace referencia a la mathesis, a lo enseñable, igual que en la pregunta por la cosa de las lecciones de Friburgo del año 1935-1936.[5]HEIDEGGER, Martin: Posiciones metafísicas fundamentales del pensamiento occidental. Herder, Barcelona, 2012, p. 105. En cambio en las lecciones del año 1941-1942, eso que antes ha llamado matemático se pone en conexión con una extensio abstracta, ideal, como la que el propio Descartes halla en el ejemplo de la cera, en la segunda de las Meditationes de prima philosophia. Y para ello Heidegger incluye la cita literal, pues este trozo de cera que ofrece él mismo como texto se funde, por así decir, para mostrarnos lo que se puede con un cuerpo: «Se acaba de sacar de la colmena. Todavía no ha perdido nada del sabor de la miel, todavía conserva el aroma de las flores de donde se colectó para componerlo.»[6]HEIDEGGER. Martin: Ejercitación en el pensamiento filosófico. Herder, Madrid, 2019, p. 102. La riqueza de la naturaleza, ex habis fuit educta o que retinet odoris florum, resulta sustraída. Se hace maleable, insonora. Es de esa pobreza de la que nace, como el ave Fénix de sus cenizas, la cosa, ahora como objeto técnico. Eso que comparece pero que ahora lo hace ante un mando y una invocación. La historia viene de antes, claro. No en vano, cuando Francis Bacon propone una visión científica del mundo recurre al trabajo de las abejas. Lo hace en el aforismo XCV del Novum Organum, al distinguir una vía media entre los empíricos como hormigas y los especulativos como arañas: «Qui tractaverunt scientias aut empirici aut dogmatici fuerunt. Empirici, formicae more, congerunt tantum, et utuntur: rationales, aranearum more, telas ex se conficiunt: apis vero ratio media est, quae materiam ex floribus horti et agri elicit; sed tamen eam propria facultate vertit et digerit.» Bacon escribe estas líneas con una actitud deliberadamente antiaristotélica. Y con esa actitud antiaristotélica es con la que Thomas Hobbes rechaza las metáforas del primer libro de la Política, en las que están incursas, cómo no, las abejas o μελίττης (1253a 1-6).
Sobre esta disidencia hobbesiana tenemos a la vista una muy interesante investigación de Miguel Saralegui Benito, que examina con profundidad cómo uno de los padres del pensamiento político contemporáneo, quien introduce la figura del Leviatán para hacerse cargo del cuerpo político, sin embargo observa con suspicacia las confusiones debidas al uso de las metáforas.[7]SARALEGUI BENITO, Miguel: La colmena como metáfora política: crítica y fascinación de Hobbes por el naturalismo aristotélico, en Revista de Estudios Políticos nº 160, Madrid, 2013, pp. 199-228. La historia de la filosofía es, como seguro que aún recuerdan algunos de mis alumnos, un teatro de las paradojas. Lo que me hace regresar ahora a Maeterlinck a un pasaje en el que parece como que se le escapa una cita implícita, cuando habla sobre la regularidad de los alvéolos (p. 108) y examina las diversas teorías al respecto, por ejemplo que el hexágono resulte el ángulo más económico calculado (p. 109), pero puesto que los hexágonos alveolares de las avispas resultan mucho más frágiles (p. 110), parece que al compararlos con las de las abejas contemplamos una ciudad matemática, que como las de los hombres, «lucha cada vez más ardorosamente contra el tiempo, el espacio y la materia» (p. 111). Maeterlinck se inclina no obstante por la teoría clásica, renovada por Buffon, de que las abejas no poseen la menor intención de hacer hexágonos sino meros cubículos redondos, y que la razón es puramente mecánica: cada una tiende a ocupar el mayor espacio posible en un espacio posible, así que su cubículo cilíndrico termina siendo hexagonal por la presión. Y entonces es cuando Maeterlinck introduce una cita implícita: «He aquí unos obstáculos recíprocos que producen una maravilla, como los vicios de los hombres, por la misma razón, producen una virtud general, suficiente para que la especie humana, a menudo odiosa por sus individuos, no lo sea en conjunto.» (p. 112). El lector avisado habrá reconocido aquí el eco de la más célebre de las metáforas, dibujada sin embargo por un hobbesiano que, en nombre de lo que Macpherson bautizó como el individualismo posesivo[8]MACPHERSON, C.B: La teoría política del individualismo posesivo. Fontanella, Barcelona, 1970., resucita la figura de la colmena. Me refiero a la obra escrita por Bernard Mandeville, médico y filósofo, en 1724, concebida como comentario a un largo poema suyo en el que podríamos reconocer la sátira amarga de la pintura de Hogarth. Me refiero a La fábula de las abejas, en la que se articula la ecuación private vices, public benefits, vicios individuales que enriquecen y hacen grande al conjunto, pues como se lee en el poema mencionado: «De esta manera cada parte estaba llena de vicios/pero todo era un paraíso. Adulados en paz y en guerra temidos,/ eran apreciados por los extranjeros;/ y pródigos de riqueza y vida,/ hacían de contrapeso a todas las otras abejas. /Tales eran las bendiciones de aquel estado: / sus delitos contribuían a hacerles grandes;/y la virtud, que desde la política/ había aprendido mil trucos astutos,/gracias a su feliz influencia,/había hecho amistad con el vicio; y desde entonces/hasta el peor de la entera multitud/hacía alguna cosa por el bien común.»[9]MANDEVILLE; Bernard: La favola delle api. Laterza, Bari, 1987, p. 13. El problema está en cómo traducir la fantasía inmoralista de Mandeville. En principio podría identificarse con la mano oculta de Adam Smith, pero erraríamos en el detalle, puesto que Smith está por completo alejado del pesimismo antropológico de corte hobbesiano, no menos que su amigo David Hume. De hecho, es en las filas del emotivismo del siglo XVIII donde hallamos la más poderosa crítica al propio Mandeville, por ejemplo con Francis Hutcheson, quien no sólo demuestra que la exposición de éste no sólo es difícil de refutar, no tanto porque se aproxime a la verdad, sino porque resulta vaga y contradictoria, así que es preciso atacarla por reductio ad absurdum, es que, además, el punto de partida resulta erróneo, ya que «no hay mortal que no sienta un poco de amor por el prójimo y no desee la felicidad de los otros, más incluso que la propia. Los hombres perciben naturalmente algo de amable en observar los caracteres, los afectos y los temperamentos de otras personas, y son impresionados por la armonía de los modos y de ciertas formas de moralidad como lo son por la armonía de las notas.»[10]HUTCHESON, Francis: Pensieri sul rido e Osservazione sulla Favola delle api. Mimesis, Milano, 2016, pp. 66-67. Tampoco puede decirse que Maeterlinck postule con seguridad los principios del liberalismo económico, ya que en este libro a veces embriagante lo que prima es la belleza del sacrificio y el heroísmo erótico que sostiene a la especie. Charles Dickens imagina a todo Londres como una colmena en su novela Bleak house, siendo Skimpole la figura del zángano: «El señor Skimpole estuvo tan amable en el desayuno como lo había estado por la noche. Había miel encima de la mesa. No pondría objeción alguna contra la miel, dijo (y hubiese creído que no tenía ninguna por lo que parecía gustarle), pero protestaba contra la arrogancia de las abejas. No entendía en absoluto por qué le habían de imponer el ejemplo de las industriosas abejas. Si fabricaban miel es porque les gustaba, nadie las obligaba a ello. No tenían por qué hacer un mérito de su capricho. Si cada pastelero fuera zumbando por ahí buscando pelea con el primero que encontrase, dándole a entender a la gente que va al trabajo, y que no debe ser interrumpido, el mundo llegaría a ser un sitio insoportable.»[11]DICKENS, Charles: La Casa lúgubre. Penguin, Barcelona, 2016, pp. 141-142.
En la colmena dickensiana hay más hospitalidad hacia los Skinpoles, audaces defensores de su derecho a la pereza, que en las colmenas reales que pinta Maeterlinck. Y es que la ambigüedad práctica es, según Chesterton, la principal virtud del sentimentalismo de Dickens: «La razón de ello alcanza a las raíces de su reforma social y, como ocurre siempre que se trata de algo verdaderamente real, es una razón que incluye una cierta contradicción mística. Si nos proponemos salvar a los oprimidos, debemos disponer al mismo tiempo de dos emociones aparentemente antagónicas. Por un lado sentir que el oprimido es profundamente desgraciado; por otro, que es profundamente atractivo e importante. Debemos insistir violentamente en la nota de su degradación; más no menos violentamente debemos afirmar su dignidad. Porque si cedemos un solo milímetro en una de las dos aseveraciones, se nos objetará que el oprimido no necesita que le salvemos. Si cedemos en la otra, se nos dirá que no lo merece. Los optimistas proclamarán que la reforma es innecesaria; los pesimistas, que es inútil.»[12]CHESTERTON, G. K.: Charles Dickens. Pre-Textos, Valencia, 1995, p. 193. La imagen atractiva del zángano de alguna manera preserva la necesidad de lo necesario y la utilidad de lo útil.
Esa oscilación es la que le lleva, casi a cada paso, a permitirse las mayores libertades al buscar las similitudes entre el insecto y el humano y a la vez prohibírselas taxativamente. Es la tristeza que hallamos en la luz melificada del magnífico film de Víctor Erice, El espíritu de la colmena, en el que el interior se mira como si estuvieran los personajes dentro de un alvéolo o celdilla, como en el exilio interior de una guerra que apenas se puede concebir. Pero es también la tristeza que exuda, en cada una de las notas de su cuaderno imaginario, la obra maestra del sueco Lars Gustafsson, novelista y filósofo, titulada Muerte de un apicultor, que es, entre otras muchas cosas, una sobria reflexión sobre el misterio de la identidad: «La muerte de un enjambre se siente casi como la de un solo animal. Es una personalidad lo que se echa de menos, casi como si fuera un perro, o por lo menos un gato. Pero la muerte de una abeja lo deja a uno completamente frío; se barre y a otra cosa. Lo curioso es que la actitud de las abejas es exactamente la misma: es una falta total de interés por la muerte de sus congéneres que no se da en otras especies animales. Si mato a un par de abejas despachurrándolas al meter un palo sin cuidado por la colmena, las otras se limitan a apartar los cadáveres como si se tratara de cacharros rotos. Pero antes se ocupan de la miel, si la hay. ¿Y si lo sintieran de la misma manera? Se nota en el enjambre una individualidad, una inteligencia. Hay enjambres con tremenda personalidad. Los hay perezosos y diligentes, agresivos y comedidos. Los hay incluso frívolos y bohemios, y quién sabe si nos los habrá también con sentido del humor o sin él. ¡La fiebre del enjambre! Es exactamente como una persona nerviosa, arbitrariamente impaciente. Mal amante; sin paciencia alguna.»[13]GUSTAFSSON, Lars: Muerte de un apicultor. Nórdica, Madrid, 2006, p. 25. Es también Maeterlinck quien reconoce un triste espanto en la mirada a la colmena (p. 123), aunque no se deja arrebatar por el existencialismo crepuscular que siempre acompaña a la presión de lo social, sino que busca -y otra cosa es que lo consiga- una confirmación sin sombra de renuncia: «todo es triste en la Naturaleza cuando se la mira de cerca. (…) Nuestro deber actual está en averiguar si hay algo detrás de esos hechos tan tristes, y para eso no hay que apartar la vista de ellos y estudiarlos con tanto interés y valor como si fueran alegrías» (p. 124). Y es que el menor secreto natural puede contar tanto o más que nuestras pasiones (p. 117).
Cuando preparaba estas páginas tuve siempre presente la fuerza totalitaria que nos devolvía el espejo de las abejas. Y en particular la hallé en tres relatos de Aleksandra Kollontai, publicados bajo el título de El amor de las abejas obreras. Kollontai, junto a Inessa Armand y a Nadezhda Krúpskaia, la presunta amante y la mujer de Lenin, respectivamente, fundó la sección femenina del Partido Bolchevique. Parte de su biografía política está contenida con verdadera claridad en el menos ambicioso de los tres relatos, el segundo titulado Hermanas, en el que se muestra su descontento con la NEP, la nueva política económica dictada por Lenin, que aupó a una nueva clase social, introduciendo la desigualdad, la pérdida de posibilidades para las mujeres, y el feroz dominio de Stalin. El último de ellos, titulado con un nombre propio femenino, como la mayoría de las novelas victorianas inglesas, es Vasílisa Malyguina, que aborda también este periodo histórico, y que injerta en la novela proletaria el subtexto del adulterio, característico de la narrativa burguesa, con un instante de plenitud, que recuperará al final Vasia, la protagonista, acompañada por una amiga religiosamente devota: «No se atrevía a moverse; temía que aquella alegría imprevista, alada, radiante, la fuera a abandonar en cualquier momento. Era como si hasta entonces no hubiera sabido ni hubiera sentido ni hubiera comprendido lo que significa «vivir». Y de pronto, lo había comprendido. Se trataba de no apenarse, de no apresurarse, de no trabajar, de no alegrarse, de no afanarse, sino, sencillamente, de vivir. Vivir como la abeja que vuela alrededor de las lilas, como los pájaros que se llaman entre las ramas, como los saltamontes que cantan en la tierra.»[14]KOLLONTAI, Aleksandra: El amor de las abejas obreras. Alba, Barcelona, 2008, p. 206. La vida no es dirección sino participación, parece decirnos. Uno de sus escritos más interesantes, titulado La mujer nueva, tiene su origen en uno de 1918 y otro de 1923, que es una lectura muy positiva de Anna Ajmátova, esto es, de una poeta mal vista por la autoridad soviética. Pero es que Kollontai, como ese otro superviviente que fue Ilya Ehrenburg, nos sorprenderá siempre con esa mezcla de bravura y de sumisión. En el primero de ellos, estudia el desarrollo de un cierto protagonismo femenino, complejo, enfrentado a la ceguera patriarcal de los escritores masculinos, incluso de los más avanzados estéticamente, y para ello retomará la metáfora de las abejas: «Las heroínas, cuyos nombres han quedado grabados en las páginas de la historia, se han visto sucedidas por una larga hilera de desconocidas que sucumbieron como abejas en una colmena derribada. Sus cadáveres tapizaban el árido camino del anhelado futuro. Aumentaba su número, multiplicándose cada año. Pero los escritores y los poetas seguían pasando sin verlos, con una venda sobre los ojos. (…) Flaubert escribía Madame Bovary en el momento en que, a su lado, vivía George Sand en carne y hueso, sufría y afirmaba su «yo» femenino, anunciando luminosamente el nuevo tipo de mujer que despertaba a la vida.»[15]KOLLONTAI, Aleksandra: Marxismo y revolución sexual. Castellote, Madrid, 1976, p. 64. Vemos, por lo tanto, de qué manera una imagen se refracta, expone muy diversos mundos posibles, incluso cuando la realidad política de la que se nutre tiende a una unilateralidad con frecuencia opresiva. Parece como que las metáforas obedecen a una cierta mecánica, pero que, igual que los corpúsculos de los primeros filósofos griegos, son además capaces de un desvío. Este es tal vez su grado de libertad.
Título: La vida de las abejas |
---|
|
Referencias
↑1 | MAETERLINCK, Maurice: La vida de las abejas. Planeta, Barcelona, 2008, p. 9. [En adelante citado con el número de página entre paréntesis]. |
---|---|
↑2 | JÜNGER, Ernst: Cacce sottili. Guanda, Milano, 2008, p. 123. |
↑3 | JÜNGER, Ernst: Abejas de cristal. Alianza, Madrid, 1992, p. 137. |
↑4 | LÉVI-STRAUSS, Claude: Dal miele alle ceneri. Il Saggiatore, Milano, 2001, p. 61. |
↑5 | HEIDEGGER, Martin: Posiciones metafísicas fundamentales del pensamiento occidental. Herder, Barcelona, 2012, p. 105. |
↑6 | HEIDEGGER. Martin: Ejercitación en el pensamiento filosófico. Herder, Madrid, 2019, p. 102. |
↑7 | SARALEGUI BENITO, Miguel: La colmena como metáfora política: crítica y fascinación de Hobbes por el naturalismo aristotélico, en Revista de Estudios Políticos nº 160, Madrid, 2013, pp. 199-228. |
↑8 | MACPHERSON, C.B: La teoría política del individualismo posesivo. Fontanella, Barcelona, 1970. |
↑9 | MANDEVILLE; Bernard: La favola delle api. Laterza, Bari, 1987, p. 13. |
↑10 | HUTCHESON, Francis: Pensieri sul rido e Osservazione sulla Favola delle api. Mimesis, Milano, 2016, pp. 66-67. |
↑11 | DICKENS, Charles: La Casa lúgubre. Penguin, Barcelona, 2016, pp. 141-142. |
↑12 | CHESTERTON, G. K.: Charles Dickens. Pre-Textos, Valencia, 1995, p. 193. |
↑13 | GUSTAFSSON, Lars: Muerte de un apicultor. Nórdica, Madrid, 2006, p. 25. |
↑14 | KOLLONTAI, Aleksandra: El amor de las abejas obreras. Alba, Barcelona, 2008, p. 206. |
↑15 | KOLLONTAI, Aleksandra: Marxismo y revolución sexual. Castellote, Madrid, 1976, p. 64. |