
Preguntita típica: ¿qué te llevarías a una isla desierta? Obviamente la respuesta dependerá de cuántas cosas se puedan elegir y del nivel de pragmatismo de cada uno. Y que no falte un buen cuchillo, claro. Pero, puestos a escoger, preferiría poder seleccionar a las personas con las que querría contar a mi lado en caso de acabar en la puñetera isla. Porque las herramientas facilitarán la supervivencia, pero la buena compañía puede hacerlo aún más. Y como no sea buena, ya puedes rezar porque os encuentren pronto. Es decir, en función de quiénes integren el grupo de robinsones, éste podría sobrevivir años o aniquilarse en días. Por lo que un señor cuchillo sigue siendo esencial. Aunque muy mal se tendría que dar la cosa para acabar en desastre. Siempre habrá algún miembro díscolo y desestabilizador cuyos actos estén mayormente condicionados por su narcisismo y que alguien más sin criterio propio esté de su parte, pero en la mayoría de los casos formarían una minoría. Para que el grupo corriese verdadero peligro tendría que haber dos o tres iluminados y al menos un cincuenta por ciento de desustanciados. En definitiva: si fuesen los participantes de un «reality show» como Supervivientes, en una semana aquello sería Holocausto caníbal. Está claro que no eligen a los concursantes precisamente por sus virtudes y que lo que se busca es producir morbo para atraer espectadores, por lo que no representan ningún modelo de supervivencia y ejemplifican todo lo contrario. Ignoremos pues el interés malsano del que se alimentan estos programas de televisión y disfrutemos con aventuras realmente amenas y positivas acerca de este tema, que la literatura está plagada de novelas de náufragos que merecen mucha más atención. Y para ello vamos a hacerlo de la mano de Jules Verne, de cuyo fallecimiento se cumplen ciento veinte años este mes. Además, si alguien ha escrito reiteradamente sobre naufragios es él. Así que allá voy con Dos años de vacaciones, una de sus historias isleñas. También hablaré de otra novela posterior que guarda algún paralelismo con la de Verne, pero que no considero que sea ejemplo de nada (aunque muchos se empeñen en encumbrarla): El señor de las moscas, de William Golding.
En la ficción de Verne, quince estudiantes de un colegio de Auckland, que pretendían pasar sus vacaciones navegando por las costas de Nueva Zelanda en el yate del padre de uno de ellos, acaban naufragando. A estos chicos los encontramos nada más empezar la novela en mitad de una tempestad sin mayor presencia de la tripulación del yate que la de Mokó, el grumete negro de doce años. El hecho de que no hubiese ningún adulto a bordo se debía a que, la noche en que los chicos embarcaron fueron acomodados en sus camarotes por el contramaestre, el cual los dejo solos para ir a la taberna con el resto de la tripulación, y se soltaron las amarras mientras dormían en el yate, quedando éste a la deriva y sin nadie que viese cómo era arrastrado mar adentro. Tras sobrevivir a la tempestad e ignorando a dónde les había conducido ésta, terminan por llegar a una isla con la ayuda del viento. Y una vez en tierra, deciden quedarse en el yate varado y comenzar a organizar expediciones para reconocer el territorio. En cambio, en la novela de Golding los niños viajan en un avión que acaba estrellándose. Y cómo sobreviven al accidente, cómo el avión acaba arrastrado al mar por la tormenta tras atravesar la selva, por qué la única presencia adulta se encontraba en la cabina del avión, por qué no hay restos del fuselaje ni de los enseres a bordo y tampoco se hace intención alguna por buscarlos, cuál era la ruta de vuelo o por qué demonios volaban… ni pajolera idea. De repente están por ahí desperdigados por la isla y, cuando se reúnen, resulta que nadie se ha roto nada. Vamos, que el libro empieza siendo un «porque sí» en toda regla. Pero volvamos con Verne.
El grupo de colegiales lo componen quince muchachos de entre ocho y catorce años y de distintas nacionalidades. Los más mayores están bien educados y saben defenderse cazando y pescando. Briant y Gordon son los más sensatos y los que dan orden a la situación. Por otro lado, Doniphan representa el ego herido que se esfuerza por llamar la atención llevando la contraria, cuestionándolo todo y actuando impulsivamente. Y los pequeños obedecen y acatan las tareas que se les encomiendan. Así pues, hay cierto equilibrio en el grupo. Y pasan varias semanas en el campamento establecido en el emplazamiento del naufragio. Montan guardias ante el desconocimiento de qué posibles amenazas puede albergar la isla y cazan algún que otro animal para proporcionarse alimento fresco que complemente los víveres del yate. Cuando por fin organizan una buena expedición y se adentran en la isla, se encuentran con que no son los primeros en habitarla. Tras esto, deciden trasladarse al nuevo lugar descubierto y es aquí donde crean su hogar; capturan animales para su cría, intentan domar a alguno, organizan nuevas expediciones con la ayuda de un mapa encontrado y construyen una señal para ser vistos desde el mar. El equilibrio se mantiene hasta que Doniphan pierde en las elecciones convocadas por Gordon, quien había liderado al grupo hasta entonces. Aunque el cisma dura poco, pues una amenaza mayor llega a la isla. Y ya no desvelo más. Lo importante es que en esta historia vemos como los jóvenes náufragos no se mantienen ociosos viendo pasar su tiempo en la isla y no sólo se enfrentan a los problemas que van surgiendo, sino que buscan formas de hacer su permanencia en la isla más llevadera.
Lo que Verne nos muestra es a un grupo de niños civilizados que afrontan la adversidad como una auténtica aventura.
Nada que ver con la jauría de Golding. Pobres críos. Y digo pobres por la injusta consideración que se les da. Porque, si el autor pretendía mostrar lo decadente que puede ser la naturaleza humana, más le habría valido hacerlo a través de personajes adultos capaces de hacer el mal conscientemente y no sirviéndose de seres inocentes. Si es que esa era su verdadera intención. Pues, como decía, se empeñan en considerar El señor de las moscas como una novela alegórica o una parábola o yo qué sé qué más pamplinas. Bueno, sí: ¡una lectura estándar! ¡Pero si, por mucho que sea ficción, la historia no puede ser más forzada! A lo mejor es porque la mayoría olvidan como eran de niños, pero es imposible obviar más aspectos de la psicología infantil que en este libro. Y si los adultos validan esta obra como un reflejo de la sociedad, mal rollo. Por no hablar de la personalidad de los protagonistas; estereotipos desarrollados a medias. Y hablando de desarrollo, el de la propia historia: casi todo el tiempo discutiendo sobre si lo más importante es mantener una hoguera encendida o salir a cazar. Sinceramente, para lo que realmente ofrece el libro, prefiero ver ¿Quién puede matar a un niño? (Narciso Ibáñez Serrador, 1976). Resultan mucho más creíbles los protagonistas del gran Verne, por no decir que su novela es infinitamente más amena y esperanzadora. Y lo digo desde un punto de vista humanista, que a mí los moralismos me van más bien nada.
Reivindico, pues, un auténtico clásico poco conocido, considerado «literatura juvenil», frente a ese disparate de «recomendada lectura» que han convertido en un «clásico moderno». Prefiero el sonido de la corneta para llamar a los niños dispersos que el símbolo de la caracola. Porque si algo nos legó la mente preclara de Jules Verne fue su visión de las grandes proezas a las que el ser humano puede aspirar. Y acabo con las últimas palabras de Dos años de vacaciones:
…los niños, leyendo este libro, deben siempre tener presente que con orden, celo y valor, no hay ninguna situación, por mala que parezca, que no se pueda vencer; y no olvidar, sobre todo pensando en los náufragos del Sloughi, que experimentados por grandes contratiempos, y acostumbrados al duro aprendizaje de la vida, a su vuelta los pequeños eran casi adolescentes, y los mayores, casi hombres.
Título: Dos años de vacaciones |
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