Mi madre está poseída por un espíritu, el de la Navidad. Yo sé que no está loca, es el espíritu que se le ha metido dentro. Él la obliga a hacer cosas que son de diciembre.
En esta casa vivimos una navidad perpetua, gritó mi padre. Perpetua quiere decir para siempre. Y no exageraba. Él se ha ido. Y también es perpetuo. Tenemos un árbol con adornos, que vamos podando para que quepa en el salón. Cantamos villancicos antiguos y cada día comemos turrón y mantecados. Antes mamá se empeñaba en que fuera con mis hermanos a pedir el aguinaldo, pero la gente ya se reía al llegar la primavera. Ahora ya no lo hacemos. Estamos en navidad siempre, pero con la puerta cerrada, nadie lo sabe. O casi nadie, porque hay días que vamos con ella y desea felices fiestas a todo el mundo. Aunque estemos en la playa. Y la gente nos mira. Mi madre no se da cuenta porque está poseída. Por lo visto, si estás poseída no te das cuenta si te miran mucho y hablan bajito de ti. La asistenta social la quiere llevar a una curandera para que le saque el espíritu de dentro, pero a mí me da mucha penita que la dejen sin ilusión. Y a nosotros, sin sus villancicos. Si lo pienso, me da por llorar. No sé, a lo mejor es que el espíritu ya me ha poseído a mí también.