Sí, ahí estaba y aquí sigue estando conmigo dentro de mi cabeza, aunque solo cuando estoy fuera, ahí es cuando se me mete ese maldito zumbido y va aumentando hasta que se apodera de toda mi masa gris o de lo que sea que haya ahí dentro. Es difícil de explicar, me resulta difícil de explicar porque yo no me acostumbro; y, sin embargo, no le pasa a la mayoría. El resto de la gente parece que más o menos lo lleva bien y lo ha integrado en sus vidas, cada cual como buenamente ha ido pudiendo. Pero, yo no.
La cosa empezó después de ese fin de semana que decidimos ir a París a visitar a MariCarmen, que estaba allí trabajando en unos jardines. Bueno, no exactamente en unos jardines más bien Maricarmen, después de mucho penar, y por su empeño de querer a toda costa quedarse para aprender bien la lengua, consiguió ser guía de jardines de París. Un gusto fue pasear con ella y que nos enseñara toda la historia de planificación, diseño, estilo de esos lugares. Un gusto con el que se ganaba bien la vida, hasta que ya, bueno hasta que ahora pues se le ha vuelto a complicar la cosa. Es que ya no interesa tanto conocer los jardines porque el zumbido no te deja pasear tranquilamente o escuchar a nadie.
El lunes por la mañana teníamos el vuelo previsto para volver a casa, hasta que esa madrugada llegó el gran cambio y se suspendieron todos los viajes por algo que nunca he llegado a entender del todo, pero que tenía que ver con la resonancia magnética y la atracción hacia los polos, o algo así; esto hizo que todos los aeropuertos cerraran de la noche a la mañana y hasta ahora.
Aunque estábamos asustadas y nos daba mucha cosa dejar a MariCarmen allí, por el desconcierto y el caos, el miércoles decidimos que no podíamos quedarnos más tiempo, también estaban los perros que por lo que nos decían andaban como borrachos, así que ni cortas ni perezosas no alquilamos uno de los pocos coches que quedaban en todo París. Una odisea lo que nos costó encontrar un rent a car con vehículos disponibles; y una barbaridad lo que nos costó la broma de atravesar toda la península en coche de alquiler. A toro pasado cuando lo pienso creo que fue una de las mejores decisiones que tomamos.
MariCarmen sigue allí, pero es que ella es muy muy fuerte mentalmente, todo lo que le echan lo toma sin remilgos y ahora se ha puesto a investigar las cosas de los fondos de los ríos, y las vegetaciones y los grados de contaminación. Ella sí que lo tiene claro que por ahí se van a abrir los siguientes nichos de mercado y mejor, claramente, estar preparadas.
Cuando lo pienso fríamente me parece todo un gran delirio; pero bueno, es lo que hay y tenemos que seguir apechugando con lo que nos venga.
Así que nos alquilamos el coche y 14 horas después estábamos en casa. Por la carretera vimos de todo. Era como cuando en la pandemia se viralizaban imágenes de un piara de jabalíes en mitad de Soria o un montón de ocas paseando por Chiclana, pues igual, pero con este ruido que nos nos deja y con humanos comportándose como el resto de animales, asombrados por el cambio brusco de la naturaleza.
14 horas después llegamos a casa y ahí el miedo, el dolor de cabeza, los tapones, la gente como loca queriendo dar explicación a algo que es mejor ni pensar, cuando tenga que acabar acabará o eso creo yo.
8 días después de que comenzara el ruido me entró un picor por todo el cuerpo que me tenía en un sinvivir. No podía. Una mañana camino del supermercado me encontré a un señor con la típica máscara del Decathlon, de esas para hacer snorkel y ahí fue cuando me rompí.
Me rompí como pocas veces en mi vida. Es verdad que yo tiendo al desquicie y ya mi terapeuta de los 16 me decía Toñi tú tienes que respirar, no te olvides de respirar, cuando te venga el agobio tú te paras y a respirar. Pero ese día lo de respirar no me sirvió de mucho y las cosas que pasan, dolor en el pecho, temblor interno, taquicardia. Ya sabéis sensación de muerte y catacrack me vine abajo en mitad de este ruido que me persigue como un perro rabioso.
El buen hombre de la máscara que vio cómo me desintegraba, me cogió y me llevó al hospital, que por suerte nos pillaba cerca; y, enseguida me atendieron, pastilla debajo de la lengua y a dormir como una bendita.
Pasé a observación por lo de los picores y lo mal que me vieron. Y ahí, menos mal, si es que estaba para mí, me encontré con Sandra, un ángel caído del cielo que me invitó a ir con ella a la playa y me contó lo que algunas personas habían empezado a organizar en el mar. Un altar le vamos a poner todas las que nos hemos ido mudando a su pequeña comunidad acuática.
Sí, cada vez somos más y es que aquí debajo no hay ruido y tampoco pasamos frío. Cada cual va encontrando su pedazo de tranquilidad; y así, poco a poco nos vamos conociendo y respetando. Al océano vamos llegando sobre todo a las que la vida de arriba nos atormenta y nos perturba.
Y es que a pesar de los meses, en lugar de acostumbrarnos, muchas vamos teniendo menos tolerancia a este nuestro ruido cósmico.