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«Nuestra época, humanista y esclarecida, sólo se ocupa de los malos, sacando en conclusión, de toda nuestra serie de experiencias, que cada uno es un santo. Mas sospecho […] que casi todo el mundo es, en cierto modo, un asesino»[1]CHESTERTON, G.K. 1961. «El secreto del Padre Brown», en Obras Completas II. Barcelona: Plaza y Janés, p. 735. Las palabras del padre Brown son válidas para mostrar la forma en que, por lo general, la mayoría de los escritores de novela negra conceptualizan el Mal. La novela policíaca moderna ve el Mal de forma subjetiva, como algo de lo que todos somos capaces. La visión de que el Mal está en todos y de la que se concluye, por tanto, que dadas las circunstancias adecuadas, cada persona tiene la capacidad de asesinar, estaba, es cierto, menos extendida en la antigüedad. Entonces, el hombre objetivaba los impulsos de su alma y les daba forma piadosa. El diablo personificaba el Mal, en tanto que ausencia de bien. Así pues, en un asesinato cometido en una habitación cerrada, el consenso común en la Edad Media y épocas anteriores habría sido que se trataba de una obra del mismísimo Satanás. Pero un Sherlock Holmes, un Padre Brown o un Hercule Poirot examinan soluciones racional y técnicamente viables. Con la modernidad, el Mal pasa a percibirse como algo que se concentra en el interior del hombre. Pienso que en pocos lugares se expresa mejor que en Asesinato en el Orient Express, de la gran Agatha Christie, donde todos los pasajeros tienen el mismo motivo para asesinar. Ahora volveremos sobre ella, pues este año se celebra el noventa aniversario de la novela y resulta, más necesario que nunca, homenajearla[2]Tengo que recomendar aquí otro de los homenajes que ha recibido la insigne escritora en esta misma casa, gracias a María Rodríguez Velasco..
En cualquier caso, con la subjetividad llegó la comprensión de que el Mal tenía una relación más dinámica con el Bien. Christie diferencia entre distintos tipos de maldad. En Maldad bajo el sol, por ejemplo, el Mal de la víctima está impulsado por instintos puramente animales, mientras que el del asesino está asociado con la mente, con la razón. Más tarde sabremos que el asesino tiene un lado inhumano cuidadosamente ocultado, y utiliza la razón para servir a fines bestiales. Al igual que Poe, también Christie diferenció lo humano (el Bien) de lo bestial (lo inhumano) y también de lo divino (lo sobrehumano). Una jerarquía del Bien y del Mal, no de la ausencia del Bien, regía la supremacía de uno u otro; el Bien en un ser humano siempre implicaba la jerarquía adecuada de estas cualidades. El libre albedrío, la redención, los matices y la responsabilidad hacen que la caracterización del Mal resulte un asunto no poco peliagudo para un autor de novela negra. No es de extrañar, pues, que las novelas policíacas escritas a mediados de los años veinte y treinta, también conocidas como la Edad de Oro de la novela policíaca, dieran paso a una era de novelas de intriga y a un género sin asesinos en serie en el que el enigma y su solución se encontraban en el ámbito de la razón, y en el que el Mal y el Bien poseían múltiples facetas. Dickson Carr, Stanley Gardner, Van Dine, Ellery Queen y, por supuesto, Agatha Christie, mostraron una visión matizada del Mal.
En sus relatos, se ponían de relieve los grados de maldad, ejemplificados en la ley por el homicidio involuntario, el crimen y el asesinato cometido cuando no se está en pleno uso de las facultades mentales. El homicidio involuntario se produce cuando la intención no es asesinar, sino hacer daño, mientras que el asesinato consiste en todo lo contrario. Hay una tercera categoría en la que la intención de hacer daño es sospechosa porque la persona podría ser non compos mentis, esto es, que no estaba en su sano juicio. En Telón, Agatha Christie demuestra la separación entre la responsabilidad legal y moral del asesinato. X es moralmente responsable de asesinato, pero no en el sentido legal porque sus víctimas han cometido el asesinato. Así, el ejecutor de un acto malvado puede ser una herramienta (y, por tanto, menos culpable) en manos de alguien que tiene la responsabilidad moral y es, por tanto, la fuente del Mal. Así pues, la intencionalidad sustenta la visión moderna del Mal, a diferencia de los videntes védicos, para quienes abarcaba un ámbito mucho más amplio. Como escribe Calasso en El ardor, el Mal incluía ciertos actos involuntarios, así como actos que simplemente no podían evitarse si la humanidad quería sobrevivir, como el acto de comer[3]CALASSO, Roberto. 2014. Ardor. New York: Farrar, Strauss & Giroux, p. 48. El Mal está, pues, en todas partes. El acto del sacrificio es lo que trae el Mal a la conciencia. La fuente del Mal en un misterio acogedor es un deseo envidioso de trastornar el orden social o demostrar su poder.
Los criminales de Christie están apenas un peldaño por debajo en la escala social de sus víctimas. El asesino es quien camufla su aspiración de ascenso. El resto de los personajes lo tienen oculto, como si fuese la carta de un tahúr, haciendo posible que esa aspiración sea controlada y mantenida a raya por quienes alimentan el mismo deseo. Por eso, en tantos y tantos misterios, el asesino se nos presenta a los lectores como alguien que muestra empatía. La esposa agraviada que se lamenta en silencio pero que más tarde se descubrirá como la asesina (Maldad bajo el sol), el médico despreocupado que supone un narrador poco fiable (El asesinato de Roger Ackroyd), un actor campechano y jocoso que asesina, primero de todo, a un inocente, a modo de ensayo general (Tragedia en tres actos), etcétera. Si todo el mundo tiene la propensión a cometer un acto malvado, si el individuo ha desplegado su libre albedrío para tomar esa decisión, ¿cuál es el potencial de redención? Esta actitud hacia la redención puede estar en función de cómo perciben los autores la maldad de un asesinato. Tal conceptualización subjetiva del Mal invoca la pregunta: ¿es malo todo asesinato? ¿O existe un mal mayor para el que el asesinato es la solución? En Telón, Hercule Poirot lo piensa así y se convierte en aquello mismo que ha perseguido durante su carrera: un asesino. Poirot cree haber evitado un mal peor asesinando a X, cuya manipulación de los invitados le empuja a estos a cometer terribles actos de asesinato. Poirot realiza el sacrificio supremo y salva a su amigo, Hastings, de convertirse en un asesino. También en Asesinato en el Orient Express el homicidio de un homicida no es percibido como un acto malvado ni por los que clavaron el cuchillo (las víctimas del secuestrador) y ni siquiera, me atrevería a decir, por el propio Poirot.
La forma correcta de contar una novela policíaca sería, si reinterpretamos la Weltanschauung aristotélica, sería presentar la verdad de tal manera que el lector inteligente se vea inducido a crear su propia malla de mentiras. Ni siquiera los peores criminales deben ser retratados como monstruos o caricaturas del Mal. Paralogismo, falsas conclusiones… algo así podría concluir Aristóteles acerca del arte de la novela policíaca. Hay que hacer creer al lector que el criminal es honorable mientras que un personaje decente es culpable. El método favorito de Christie, seguido por muchos escritores de ese género, consiste en crear un personaje corriente o fuera de toda sospecha, como un niño o el narrador. Chesterton prefería una característica particular para su personaje malvado: no parpadea, mientras que el detective, el padre Brown, es un hombrecillo bajito con ojos de búho que parpadean (¿una antítesis?). Las novelas de Agatha Christie, lejos de retratar un mundo volteriano –lo que siempre terminaría por faltar a una parte de la verdad- en el que el asesinato, la codicia y los conflictos ideológicos son las fuerzas motrices, se centran en un caso criminal concreto y ponen de relieve la incertidumbre de dónde está, y qué es, el Bien, y dónde, o qué, el Mal. Chesterton tiene razón al afirmar que la novela policíaca trata de la pugna entre voluntades individuales, y no de fuerzas sociales impersonales o impulsos psicológicos. La elección de ser mejor o peor, de cometer o no un acto malvado, corresponde a cada individuo. Por eso los lectores valoramos una novela policíaca en la que el protagonista indaga hábilmente en la conciencia de cada sospechoso y muestra los matices del Mal, porque todos hemos experimentado –o no estamos exentos, al menos, de hacerlo- esa miríada de matices.
Frente a quienes rebajan la importancia literaria de la obra de Agatha Christie, a la que incluiría, al menos en parte, en la tradición romántica, no solo mantengo que se trata –por toda la ambivalencia en el comportamiento de Poirot, sus vacilaciones a la hora de enfrentarse a un crimen, la conciencia de las posibles consecuencias, sumados al lenguaje sencillo, la trama enigmática y sus finales inesperados, así como el respeto a los clásicos mediante los títulos y los epígrafes introductorios (Shakespeare, Tennyson, Spenser, Blake, Eliot, Carroll…)- de una de las más grandes autoras de novelas policíacas, sino también que un análisis de la estructura interna del concepto del Mal en sus novelas policíacas, especialmente en las protagonizadas por Hercule Poirot, arrojan una serie de peculiaridades patentes y coincidentes en la estructura interna de dicho concepto y, además, forman parte de esas peculiaridades discursivas. En Maldad bajo el sol, por ejemplo, Agatha Christie pone en práctica una concepción orientada al pasado del Mal, que debe ser identificado y cuyos culpables deben ser expulsados de la sociedad. En esa historia, como sabemos, se describe el asesinato de Arlena Marshall, una bella actriz que coquetea con varios hombres. En opinión de la gente, Arlena es el Mal personificado y su muerte es vista por muchos como una φανέρωσις o manifestación de la justicia. Uno de los personajes de esa historia, Stephen Lane, un clérigo algo perturbado, también considera a Arlena como una persona pecadora y su forma de entender el Mal es esa: «En nuestros días, nadie cree en el Mal. Se considera, a lo sumo, una mera negación del Bien. El Mal, dice la gente, lo hacen aquellos que no conocen nada mejor, que están menos evolucionados, que son más dignos de la compasión que de la culpa. Pero, señor Poirot, el Mal es real. ¡Es un hecho! Y creo en el Mal como creo en el Bien. ¡Existe y es poderoso! ¡Recorre la tierra!»[4]CHRISTIE, Agatha. 1963. Evil under the sun. London: Pan Books, p. 17. Del mismo modo que nos sirven, a estos efectos, las palabras de la señora Folliat en El templete de Nasse House, nada más citar, por cierto, a Edmund Spenser: «Este es un mundo muy malvado, señor Poirot, lleno de gente malvada»[5]CHRISTIE, Agatha. 1973. Dead man’s folly. London, Glasgow: Fontana/Collins, p. 43.
Esa concepción del Mal es muy característica de las novelas policíacas de la Edad de Oro. En esa noción, un villano es un desviado que se deja llevar por impulsos no desarrollados y su comportamiento va por detrás de la actitud del miembro común de la sociedad. Agatha Christie también se dio cuenta de que en su época la distinción entre el Bien y el Mal, lo correcto y lo incorrecto se estaba volviendo confusa y normalizada, por lo que lo expresó en palabras de Poirot: «¡Es lamentable acabar con la ilusión y el misterio! ¡Hoy todo está normalizado! […] Y a mí me recuerda a la Morgue de París»[6]CHRISTIE, Evil under…, Op. Cit., p. 11. Sin embargo, esta escritora que hoy nos acompaña, a través de su extraordinaria fertilidad intelectual y su percepción, que la acerca más al catolicismo de lo que parece, desarrolló una nueva visión de un personaje criminal y del Mal. A la noción de villano le añadió también la percepción de que el Mal puede ser obra de un personaje muy parecido a cualquier persona corriente. Poirot, en Maldad bajo el sol, afirmará que «todo respira paz. Brilla el sol. El mar es azul. Pero no olvide que en todas partes está la maldad bajo el sol»[7]Ibíd., p. 15. Pues bien, Agatha Christie demostró esa afirmación, una vez más, en su Asesinato en el Orient Express, donde describe a doce individuos diferentes implicados en un crimen. Todos ellos proceden de distintas sociedades. Entre ellos hay un vendedor italiano, una enfermera sueca de mediana edad, un joven gobernador británico, un coronel británico de mediana edad, una princesa rusa y su criada alemana. Esa diversidad de nacionalidades y estatus es expresada por el director de la compañía, Bouc, que comenta a Poirot lo siguiente: «a nuestro alrededor hay gente de todas las clases, de todas las nacionalidades, de todas las edades»[8]CHRISTIE, Agatha. 1975. Murder on the Orient Express. Glasgow: Fontana/Collins, p. 21 (todas las citas, en adelante, estarán extraídas de esta edición y consignadas entre paréntesis). En opinión de Poirot, también podrían estar «unidos por la muerte» (21). Así, un asesino podría no ser uno de los pasajeros, pero de hecho lo es, y Poirot lo expresa diciendo: «Lo imposible no puede haber sucedido. Luego lo imposible tiene que ser posible, a pesar de las apariencias» (116).
Veamos entonces cómo encajan las piezas hasta llegar a lo que aquí nos interesa en Agatha Christie. Esto es, lo que hemos llamado en alguna ocasión su Metafísica del Mal[9]ARANA, Daniel. 2021. «En todas partes está la maldad bajo el sol». <https://amanecemetropolis.net/en-todas-partes-esta-la-maldad-bajo-el-sol/>. En línea. Internet (28 abril 2024). Aparentemente por casualidad, Poirot acaba en el Orient Express, un famoso tren que recorre Europa. El viaje comienza en Jerusalén y termina en Europa occidental y, por extensión, en América. Como si se tratara de un plan divino, esta historia refleja la trayectoria del propio cristianismo. Así se prefigura, ya desde el mismo inicio, toda la trama. Una vez que el tren se pone en marcha, ocurre lo habitual en las novelas policíacas: que alguien es asesinado. Alguien que responde al apellido Ratchett y que, desde casi el mismo inicio, es descrito por Poirot, célebre investigador privado y antiguo policía, como la personificación del Mal. Christie se ha esmerado en construir, casi desde el inicio mismo, una atmósfera de corrupción claustrofóbica. Igual que en la excelente versión cinematográfica de Muerte en el Nilo (John Guillermin, 1978), escuchábamos a Poirot decir: «Siento la presencia del Mal a mi alrededor», en Asesinato en el Orient Express, por dos ocasiones, leemos algo parecido. La primera, a través del narrador omnisciente: «cuando el individuo, al hacer cierta observación a su compañero, miró hacia el otro lado del comedor, su mirada se detuvo sobre Poirot un momento, y durante aquel segundo sus ojos mostraron una extraña malevolencia, una viva expresión de maldad» (16). La segunda, en palabras del propio Poirot: «Cuando pasó a mi lado en el restaurante […] fue como si un animal salvaje […] me hubiese rozado. […] No puedo deshacerme de la impresión de que la maldad pasó junto a mí» (17).
Naturalmente, una vez más, se recurre al incomparable detective belga para desentrañar el misterio y tratar de encontrar al asesino de Ratchett. Y aquí, pienso, es donde Christie emplea siempre, y con mayor brillantez, su prestidigitación. Abruma al lector con sempiternos interrogatorios y revelaciones condenatorias sobre ciertos personajes. Pero hay algo que no encaja. Todas las pesquisas de Poirot revelan algo condenatorio, aunque se distraiga deliberadamente al lector para que no sepa qué es. En mayor o menor grado, todos parecen culpables. Pero no conseguimos descubrir al verdadero culpable. Sin embargo, todo esto es una maniobra de despiste. Estamos buscando al asesino mientras Christie se prepara para sorprendernos con un clímax tan profundo que deja atónita a la propia imaginación. Poco a poco, Christie va desentrañando el móvil del asesinato: la venganza por otro asesinato, hace mucho tiempo, de una niña, Daisy Armstrong, que fue secuestrada para cobrar un rescate y más tarde asesinada. Hecho abominable tras el que su madre y su hermano nonato mueren en el parto. El afligido marido se quita la vida, igual que la niñera, acusada falsamente del asesinato. Es una trágica cadena de acontecimientos con efectos de largo alcance. Poco a poco, descubrimos cómo este atroz crimen ha afectado profundamente a todos los pasajeros a bordo del Orient Express. Poirot se ve obligado a concluir, pues, que se trata de una gran conspiración. Uno a uno, los viajeros admiten abiertamente sus motivos para vengar el asesinato de la joven Daisy y se unen al asesinato de Ratchett.
He aquí la extraordinaria maniobra de la novela: estamos en 1934 y Agatha Christie nos muestra, sin exornos, el sacrificio de un hombre por los pecados del resto.
La escritora, por medio de Poirot, tal es su abnegación por el Bien supremo, hará que el lector asista al movimiento de un sacrificio perfecto –la apoteosis del cristianismo- extendido a Occidente y por todo el mundo. El héroe, Poirot, no es simplemente el que vence al Mal con el Bien, sino el que vence al Mal sacrificándose por el Bien supremo. En un momento determinado, Poirot dice estar leyendo a Dickens (19) y después de ese final sacrificial, épico, de la novela de Christie, uno piensa en Historia de dos ciudades, cuando Carton afirma: «Esto que hago lo considero, pero con mucho, el acto mejor de mi vida. Y este reposo que me espera será mejor, infinitamente mejor, que todo el que conocí hasta ahora»[10]DICKENS, Charles. 1949. «Historia de dos ciudades», en Obras Completas II. Madrid: Aguilar, p. 1240. Poirot imita este acto grandioso de entrega, a su vez una imitación del de Cristo por todos nosotros. De cualquier modo, decir que la ley del hombre no basta está muy lejos de promover una injusticia, sino que nos sitúa, muy al contrario, cerca de la justicia última; una justicia que los hombres no pueden comprender sin la ayuda de Dios. No es la justicia del hombre sino la de Dios la que dice que un hombre perfecto y abnegado puede expiar los males de otros. Recordemos a San Pablo, que nos explica cómo el sacrificio de Cristo en la cruz «a quien Dios puso como propiciación por medio de la fe en su sangre, para manifestar su justicia, a causa de haber pasado por alto, en su paciencia, los pecados pasados, con la mira de manifestar en este tiempo su justicia, a fin de que él sea el justo, y el que justifica al que es de la fe de Jesús» (Romanos 3: 25-27).
Christie se sirve de Poirot para recordarnos a aquel que es, a la vez, justo y justificador. El misterio que tiene lugar en el Orient Express nos recuerda que los actos malvados tienen consecuencias que pueden ser mucho más trascendentales de lo que creemos. Si no se controla y resuelve, ese Mal puede alcanzarnos a todos. La propia vida de Ratchett nos ha enseñado esta lección, junto con otras dos, no menos importantes: primero de todo, que la justicia es un rasgo humano básico y visceral. No se puede evitar el castigo justo del Mal. Cuando se produce una injusticia y el castigo no se distribuye equitativamente entre los autores, ese castigo se trasladará a las víctimas. Segundo, que la justicia va más allá del alcance de la razón humana. No podemos esperar simplemente vengarnos de quienes nos han hecho daño. No podemos simplemente asesinar para salir de nuestros problemas, por muy elaborado que sea nuestro plan. En pocas palabras, alguien debe recibir el justo castigo por nuestros muchos pecados. Cuando esto no sucede, los efectos del Mal se extienden como un cataclismo que todo lo destruye a su paso. Así lo ha dicho, con acierto, Richard York: «La violencia se torna difusa y el mal antes cometido por Ratchett contamina a todos los pasajeros»[11]YORK, Richard A. 2007. Agatha Christie. Power and Illusion. New York: Palgrave, p. 18. O existe justicia, o todos podríamos devenir posibles asesinos, en tanto que verdugos. Es este un mundo sin escalas de grises. Nos enfrentamos a la fría y dura realidad de que ninguno de nosotros es inocente. Y la ley del hombre no basta. Necesitamos algo más elevado. En este mundo de moralidad unívoca, aunque la justicia puede ser algo difícil de descifrar, reconocemos el Mal cuando lo vemos. O al menos lo hace Poirot. ¿Quién puede matar a un niño, como la dulce Daisy Armstrong, sin representar el Mal verdadero?
Poirot se sacrifica, decía antes, al preparar una solución falsa, por plausible que resulte, al asesinato (ahora ya ejecución) de Ratchett. Dado su perfecto historial, imaginamos, por supuesto, que los funcionarios de la policía aceptarán su historia sin dudarlo, al finalizar el tren su arduo viaje. Del último viaje, tal vez, en muchos aspectos. Los conspiradores son liberados para vivir libres del pecado de su venganza asesina. Poirot asume el castigo por su maldad. ¡Sencillamente extraordinaria la lucidez de Agatha Christie! Conseguimos ver la realización de nuestra sed de justicia y ser liberados de la culpa por tenerlos porque no hay culpa en tenerlos. Poirot utiliza su brújula moral en lugar de su deber para con la ley, de forma tal que, con su decisión postrera, llega a pensar que los crímenes cometidos eran, a su vez, justificables como compensación de la maldad inevitable de Ratchett. En la versión cinematográfica con la que Sidney Lumet, en 1974, deleitó a los espectadores, Poirot exclama, una vez presentada las dos soluciones, y elegida la falsa, que lo que le resta es luchar con su informe para la policía y con su conciencia. Otra forma de mostrar la moralidad a través de la justicia y el juicio es a través de las coartadas de los pasajeros. Christie da la justificación para matar a Ratchett: «Ahora ya lo sabe todo, señor Poirot. ¿Qué va a hacer al respecto? Si todo tiene que salir a la luz, ¿no puede culparme a mí y solo a mí? Habría apuñalado a ese hombre doce veces de buena gana. No se trata ya que él sea responsable de la muerte de mi hija y de su hijo, así como de la del otro niño que ahora podría estar vivo y feliz. Es más que eso: había habido otros niños secuestrados antes que Daisy, y podría haber otros en el futuro. La sociedad lo había condenado. Nosotros sólo ejecutábamos la sentencia. Pero es innecesario meter a los demás en todo esto. Esas buenas almas fieles» (191).
Uno puede entender que Poirot no detenga a los criminales porque, sencillamente, no lo son. Solo hay un verdadero criminal en Asesinato en el Orient Express, el abominable mafioso Cassetti, alias Ratchett. Es pues evidente que Agatha Christie dirige la atención del lector hacia la naturaleza interior del ser humano, que puede conducir a la maldad. Al presentar el progreso en la descripción del Mal desde una especie de aceptación de un crimen (Asesinato en el Orient Express) hasta dibujar un retrato psicológico de un personaje que desea cometer un crimen (Un triste ciprés), sabemos que el Mal es un elemento de todo ser humano, pero que debe mantenerse bajo control. Aunque el Mal sea repulsivo en sí mismo, puede percibirse como un recurso literario para mostrar una transición en la naturaleza de un personaje. En Asesinato en el Orient Express, se nos describe un problema y una dificultad en la administración de la justicia por parte de los personajes principales. De ser amigos de la familia de una víctima pasaron a ser verdugos que castigaban a un delincuente. Hasta en dos ocasiones se llega a decir, incluso, que la víctima asesinada merecía lo que le pasó (63, 96). Agatha Christie, en sus historias de detectives, muchas veces se centraba en la sentencia justa. Una de las cosas más importantes para ella era castigar el Mal, incluso si a veces esto implicaba la acción de la gente común para tomar el asunto en sus propias manos, como ocurre en Asesinato en el Orient Express. En ese caso, un malvado había escapado una vez de la justicia debido, como dice Poirot, «a la enorme riqueza que había acumulado y al control secreto que ejercía sobre varias personas» (55), aunque «no hubiese dudas sobre su culpabilidad» (186).
Durante el viaje, Ratchett/Casetti se enfrenta por fin a la justicia. Incluso Poirot, que es partidario de un sistema legal y legítimo, cuando revela la solución, no parece siquiera molesto por la decisión de esos doce personajes de aplicar su particular sentencia. Esa comprensión de una justicia legal, a menudo inadecuada, para hacer frente al mal, parece otro motivo decisivo para que Agatha Christie muestre sus puntos de vista a través de tantas historias detectivescas. Esto es lo que se describe en Telón, que tengo para mí como otra de las mejores de su autora: un envejecido y enfermo Poirot se enfrenta a un asesino en serie, sin prueba alguna para incriminarle y con el peligro añadido, además, de que estos puedan continuar sin remedio. Con tantos muertos inocentes alrededor, uno diría que está implicado el mismísimo Yago. Sin embargo, la última muerte, la del propio Poirot, que se sacrifica, ejecutando de un disparo al asesino, por un lado, y con su propia vida, al dejar de tomar su nitrato de amilo, demuestra que el ejecutado se trata de un peligrosísimo criminal, que se vale de aplicar una extrema presión psicológica a otras personas para que cometan sus asesinatos por él. Puede que se trate de Yago, en efecto, pero la ejecución que lleva a cabo Poirot nos saca del circuito narrativo de Shakespeare. Las emocionantes palabras últimas de Poirot, las más últimas, nos devuelven a Asesinato en el Orient Express: «Ya no tengo más que decirle. No sé, Hastings, si existe o no una justificación para lo que he hecho. No, no lo sé. Estimo que un hombre no debe tomarse la justicia por su mano… Pero, por otro lado, ¡yo soy la ley! Siendo muy joven, cuando pertenecía a la fuerza policíaca belga, abatí a tiros a un criminal desesperado que se había encaramado a un tejado, dedicándose a disparar sobre todas las personas que pasaban por la calle. En los estados de emergencia, se proclama la ley marcial. Al suprimir a Norton salvé otras vidas, vidas inocentes. Pero todavía no sé… Quizá me esté bien empleado esto de no saber a qué atenerme. Me he mostrado siempre tan seguro […] Adiós, cher ami. He quitado de mi mesita de noche las ampollas de nitrato de amilo. Prefiero ponerme en las manos del bon Dieu. ¡Deseo conocer cuanto antes su castigo, o su misericordia!»[12]CHRISTIE, Agatha. 1976. Telón. Último caso de Poirot. Barcelona: Molino, p. 251.
Este es el final, no hay vuelta atrás en esta inmolación. Sacra conversazione. El Mal es un hecho demasiado complejo, debido a la multifacética naturaleza humana. Frente a la justicia, para la que, basándose en pruebas, un personaje acusado cometía un crimen, pero sin tener en cuenta la psique y los sentimientos humanos, Christie actúa justo al revés. Un buen ejemplo puede ser, como digo, el comportamiento de los doce personajes descritos en Asesinato en el Orient Express, que no fueron capaces de superar el crimen impune y decidieron ser subalternos de la justicia. La maldad infligida aquí contra el villano está en cierto modo excusada, debido a sus repulsivos actos anteriores. Pero sigue habiendo lugar para los escrúpulos: ¿deberíamos darles el derecho a hacerlo o no? En el pasaje citado de Telón, nuestra autora expresó su actitud hacia la intercambiabilidad con la justicia en el castigo del Mal. Al invocar los acontecimientos del pasado, Poirot sugiere que la ley se construye entonces para hacer frente al mal y como fuente del Bien. Poirot incluso decide sacrificar su autoridad y convertirse en asesino para enfrentarse con éxito al Mal. Christie o la Metafísica del Mal. Esto daría, tal vez, para una tesis extensa, y no hay tiempo. Al recorrer sus novelas policíacas, nos vemos expuestos a comulgar con el Mal, que se presenta aquí tanto como la característica de un villano cuanto que la de una víctima. En los tiempos de esta escritora, se esperaba que un malhechor fuera expulsado de la sociedad. Pero a veces, cuando la justicia no era capaz de probar la culpabilidad de alguien, un villano era liberado para siempre.
En Asesinato en el Orient Express, los personajes administran justicia en lugar de los jueces. Pero también Poirot, en su decisión última, termina actuando de igual forma. No podremos decir que la verdad que ha expuesto haya sucedido, así que tendremos que inventar una historia que exonere a los culpables. Suponemos que el muy católico Poirot se encontrará frente a un dilema moral: si la gente tiene derecho, en ocasiones, a actuar per procura. Sí, lector, es cierto: la prosa de Christie, en toda su profundidad, oculta al verdadero héroe durante la narración, a la espera de ese momento crucial en que se desenmascarará su heroísmo. De todas formas, como ha demostrado también Alastair Rolls, la novela va mucho más allá de ser un simple ejemplo de narrativa policíaca, sino que «en la medida en que la investigación del asesinato de Ratchett se circunscribe por completo a un tren, […] Asesinato en el Orient Express es la quintaesencia del roman de gare. Con un alto grado de reflexividad, pone en escena las paradojas del género: es, de manera explícita, la historia de la concepción y escenificación de un crimen (con detectives que discuten la ficcionalidad de su entorno y hacen referencia a Dickens para explicar su propio mundo real y actores que juegan a asesinar en el escenario montado por estos detectives) y, al mismo tiempo, encarna la condición misma de la lectura de ficción detectivesca»[13]ROLLS, Alastair. 2022. Agatha Christie and new directions in reading Detective Fiction: Narratology and detective criticism. London, New York: Routledge, pp. 38-39. La prestidigitación de Agatha Christie nos distrae de la tesis genuina hasta los últimos momentos. Entonces, la pura perspicacia se precipita sobre el lector, inesperadamente.
Por fin lo entendemos. Comprendemos que Poirot, el héroe de nuestro tiempo –si se me permite el exergo lermontoviano-, de todos los tiempos, no es simplemente alguien que vence al Mal en favor del Bien, sino alguien que se sacrifica voluntariamente por el Bien de los demás. Quizá esta historia tenga, en efecto, más de dos mil años. Agatha Christie nos ha enseñado lo que puede significar el hecho mismo de contar historias poderosas: una revelación desgarrada de la condición humana. Cuando la nieve mengua y el viaje puede continuar, sabemos que el dedo de Dios ha apuntado, una vez más, hacia el Mal que, siempre de cerca y a cada tanto, nos atraviesa. Lo hace para que no olvidemos que existe. Solo hay que prestar atención. Los enigmas de esta escritora son una forma de condensar el Mal en un rompecabezas. El ordenado mundo de Agatha Christie nos permite, pues, sentirnos más cómodos en nuestros hogares. La comodidad de la vida, tal y como la conocemos, puede continuar gracias a la instauración del orden por parte de personas como Hercule Poirot. Tiene, pues, sentido querer que el mundo tenga solución. Encasillar el Mal, por tanto, como algo exterior a nosotros. Los lectores encontrarán la lectura de su obra, verbigracia Asesinato en el Orient Express, tan reconfortante como pueda serlo un versículo de la Biblia o un soneto de Shakespeare. Las historias sencillas –no olvidemos lo que Sciascia nos ha dicho sobre ellas- sobre el Bien y el Mal necesitan pinceladas amplias como las de Agatha Christie. Bendita sea.
Título: Asesinato en el Orient Express |
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Referencias
↑1 | CHESTERTON, G.K. 1961. «El secreto del Padre Brown», en Obras Completas II. Barcelona: Plaza y Janés, p. 735 |
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↑2 | Tengo que recomendar aquí otro de los homenajes que ha recibido la insigne escritora en esta misma casa, gracias a María Rodríguez Velasco. |
↑3 | CALASSO, Roberto. 2014. Ardor. New York: Farrar, Strauss & Giroux, p. 48 |
↑4 | CHRISTIE, Agatha. 1963. Evil under the sun. London: Pan Books, p. 17 |
↑5 | CHRISTIE, Agatha. 1973. Dead man’s folly. London, Glasgow: Fontana/Collins, p. 43 |
↑6 | CHRISTIE, Evil under…, Op. Cit., p. 11 |
↑7 | Ibíd., p. 15 |
↑8 | CHRISTIE, Agatha. 1975. Murder on the Orient Express. Glasgow: Fontana/Collins, p. 21 (todas las citas, en adelante, estarán extraídas de esta edición y consignadas entre paréntesis) |
↑9 | ARANA, Daniel. 2021. «En todas partes está la maldad bajo el sol». <https://amanecemetropolis.net/en-todas-partes-esta-la-maldad-bajo-el-sol/>. En línea. Internet (28 abril 2024) |
↑10 | DICKENS, Charles. 1949. «Historia de dos ciudades», en Obras Completas II. Madrid: Aguilar, p. 1240 |
↑11 | YORK, Richard A. 2007. Agatha Christie. Power and Illusion. New York: Palgrave, p. 18 |
↑12 | CHRISTIE, Agatha. 1976. Telón. Último caso de Poirot. Barcelona: Molino, p. 251 |
↑13 | ROLLS, Alastair. 2022. Agatha Christie and new directions in reading Detective Fiction: Narratology and detective criticism. London, New York: Routledge, pp. 38-39 |