Pocos críticos discutirían la afirmación de que la mayor parte de la obra de Agatha Christie ejemplifica lo que se denomina ficción detectivesca clásica, un género que encontró su pleno florecimiento en la Inglaterra de los años 20 y 30. Alguien tan poco cercano al género como Auden, el poeta, definía la línea argumental de la novela policíaca clásica como una fórmula básica: «se produce un asesinato; se sospecha de muchos; se eliminan todos los sospechosos menos uno, que es el asesino; el asesino es detenido o muere»[1]AUDEN, W.H. 1962. «The Guilty Vicarage», en The Dyer’s Hand and Other Essays. New York: Random House, p. 147. Por muy compleja que pueda parecer en la superficie, pues, la línea argumental es directa y relativamente sencilla, y sigue un patrón fijado por el género. Además, la acción de la trama es lo que Mary Wagoner llama algo «cerebral, más que físico»[2]WAGONER, Mary S. 1986. Agatha Christie. Boston: Twayne, p. 33.
Es decir, que el interés principal no reside en el acto como tal del asesinato, ni en la víctima, ni en el autor, ni siquiera en la persona que realiza la investigación, sino en el proceso de descubrimiento, en los diferentes pasos que conducen al desvelamiento de la verdad. Y este proceso es doble, ya que, al seguir con atención la historia, el lector intenta resolver el asesinato al mismo tiempo, o incluso antes, que el detective. Por lo tanto, parte de la tarea del novelista es poner obstáculos y pistas falsas en el camino del lector para que el proceso de detección de éste sea más difícil y más sugestivo. La tercera peculiaridad importante del género es que, a pesar de que el asesinato es necesariamente el más violento de los actos, sin importar el método con el que se cometa, en estos escritos no se describen con detalle ni el acto del asesinato ni el cadáver.
El sufrimiento de otras personas afectadas por el crimen también recibe poca atención. Lo que el lector obtiene es una versión aséptica de los hechos. De este modo, se minimiza el impacto emocional del suceso y se maximiza su impacto intelectual. El resultado es que el lector no se involucra en la tragedia. Este distanciamiento es la razón que aduce Auden para afirmar que este tipo de literatura atrae especialmente a la mente no criminal: «A veces se dice que las historias de detectives son leídas por ciudadanos respetables y respetuosos con la ley para compensar en la fantasía los deseos violentos u homicidas que no se atreven, o se avergüenzan, de traducir en acción. Esto puede ser cierto para el lector de thrillers… pero es bastante falso para el lector de historias de detectives. Por el contrario, la satisfacción mágica que proporcionan estos últimos es la ilusión de estar disociado del asesino»[3]AUDEN, The Dyer’s Hand…, Op. Cit., pp. 157-158. En suma, el lector sigue siendo un observador con la conciencia tranquila y un enigma por resolver.
Existe entonces lo que podemos llamar moralidad y metafísica en el género.
Algunas de las implicaciones de estos rasgos resultan inmediatamente evidentes, aunque hay que ser cauteloso a la hora de intentar aplicarlas a todos los ejemplos de esta clase de literatura. La primera puede considerarse como una consideración esencialmente moral, ya que, al final de la clásica historia de detectives, el asesino es identificado y castigado, y el derecho triunfa inevitablemente. El lector sabe desde el principio que esto sucederá. En segundo lugar, el derecho y la sociedad están por definición del mismo lado. Esto significa que la justicia que prevalece es la de la sociedad a la que pertenecen los personajes, es decir, la sociedad inglesa (o al menos europea) de principios del siglo XX. Y no sólo los personajes participan de esta pertenencia social, sino también el autor, en virtud de su connivencia implícita con el detective y, por extensión, con el lector. Ciertamente, la justicia que opera en el caso puede ser también divina o poética, pero la justicia que vemos en acción es la justicia humana, en su forma tradicional inglesa. En la clásica novela policíaca inglesa -y, por extensión, en el relato corto- no hay lugar ni para un pensamiento social radical ni para la intervención del cielo mediante un práctico deus ex machina. Es cierto que a veces el acto perpetrado contra la sociedad se identifica como una manifestación del mal. Así ocurre en varias de las novelas de Agatha Christie. No cabe duda de que la autora creía en la realidad del mal. En la novela Némesis (1971), por ejemplo, Miss Marple afirma haber percibido varias veces su presencia en el entorno[4]CHRISTIE, Agatha. 1972. Nemesis. London: Fontana/Collins, pp. 99 y 181. Y, sobre todo, será en Maldad bajo el sol (1941) donde, en boca del gran Hercule Poirot, escucharemos la siguiente afirmación: «Todo respira paz. Brilla el sol. El mar es azul. Pero no olvide que en todas partes está la maldad bajo el sol»[5]CHRISTIE, Agatha. 1963. Evil under the sun. London: Pan Books, p. 15.
En la obra de Christie, por tanto, es la presencia del mal la que señala el asesinato. Éste, como cualquier otro crimen, representa la transgresión contra un ser humano, pero, sobre todo, personifica el avance del mal contra una sociedad que desea mantener el mal a raya. Y no olvidemos que hay, también, una asunción paradójica de lo que es real. Por un lado, incluso cuando se acepta tácitamente la noción del mal, se prohíbe en el género cualquier aportación de fuerzas espirituales que amplíe el ámbito de la acción más allá del plano terrenal; la batalla entre el bien y el mal tiene lugar en el plano social, es decir, en el plano material de la existencia humana y a través de las acciones de los protagonistas. Al mismo tiempo, la presunción de que el acto de asesinato debe ser castigado se ve contrarrestada de tal manera por la forma aséptica en que se presenta el acto que el efecto se acerca a una negación de la materialidad del delito. Así, en la clásica novela policíaca inglesa, tanto el autor como el lector juegan ya con nuestra identificación cotidiana del mundo real con el material. Naturalmente, es la víctima la que sufre la agresión física, pero el crimen por el que se pide que pague el asesino parece ser el no material, cometido contra la norma.
No obstante lo anterior, queda lejos de mis intenciones elaborar aquí un tratado cualquiera sobre la metafísica del mal en las novelas de Agatha Christie, sino escribir unas palabras acerca de una de las grandes películas de la década de los ochenta, Muerte bajo el sol (Evil under the sun, 1982), la adaptación que realizó el reivindicable Guy Hamilton de la antedicha novela, y que fue la última de las cuatro adaptaciones de Agatha Christie producidas por John Brabourne y Richard Goodwin en la década de los 70 y principios de los 80. La serie constaba de tres películas protagonizadas por Hercule Poirot, Asesinato en el Orient Express (Sidney Lumet, 1974), Muerte en el Nilo (John Guillermin, 1978) y Muerte bajo el sol, así como una –por cierto que bastante fallida- película de Miss Marple, El espejo roto (Guy Hamilton, 1980). Peter Ustinov interpretó a Poirot en 1978 y 1982, aunque volvería a encarnar al detective en tres telefilmes de la década de los ochenta, La muerte de Lord Edgware (Lou Antonio, 1985), El Templete de Nasse House (Clive Donner, 1986) -siendo ésta la mejor de todas ellas, sin duda- y Tragedia en tres actos (Gary Nelson, 1986), así como en otro largometraje, Cita con la muerte (Michael Winner, 1988), una producción independiente a manos de la Cannon.
La de Winner fue un –por otra parte, comprensible– fracaso de taquilla y el declive de las películas de Agatha Christie de los años ochenta contribuyó a mantener sus obras alejadas de los cines durante las dos décadas siguientes. En su lugar, Miss Marple y Poirot se trasladaron a la pequeña pantalla con las series de televisión británicas. Empero, las cuatro adaptaciones de Agatha Christie de John Brabourne y Richard Goodwin, en las que se incluye Muerte bajo el sol, podrían ser precursoras en gran medida, no reconocida, de un tipo de cine británico de los años 80 y 90, llegando antes, por ejemplo, que los célebres Merchant-Ivory. Demostraron así, ambos productores, que las adaptaciones literarias con suntuosas ambientaciones de época podían ser atractivas para la taquilla. Aunque antes había muchos dramas históricos y obras de época, el cine británico no se asoció especialmente con esos géneros hasta las adaptaciones de Agatha Christie.
Por eso, en esta película inolvidable, la ambientación tiene una relevancia manifiesta. El escenario es una isla del Adriático –sustituyendo al Devon original del libro– y un pequeño, exquisito y carísimo hotel que en su día fue el palacio de verano del rey de Tirania. Son los últimos años de la década de los 30, justo en la época del Anschluss, aunque a nadie en el hotel le importan Hitler, el nacionalsocialismo, la soberanía de Austria o el inminente final de una era. Todos están demasiado ocupados con sus asaltos intramuros a la amistad, el matrimonio, la reputación, el carácter y, una vez llevados al límite, la vida misma. El aburrimiento es el enemigo de este mundo, cuyo estilo sí lo es todo, tanto un arma como una defensa. Cada frase, no importa lo ácida que sea, se pronuncia con el tipo de elegancia que sólo los ricos, los famosos o los indiferentes pueden afectar con confianza.
La historia es un clásico del misterio: un excéntrico grupo de personas excéntricas se reúne en un lugar. Alguien muere. Todos tienen un motivo para cometer el asesinato. Aparecen pistas fortuitas. Finalmente, un brillante detective reúne a todos los sospechosos en una sala y revela la identidad del asesino y cómo se cometió el asesinato. En los mejores whodunits, terreno en el que Agatha Christie es maestra indiscutible, la trama está tan bien construida que todas las pistas deben encajar perfectamente para revelar la única explicación posible. Muerte bajo el sol responde exactamente a esta fórmula. Pero atendamos primero a la trama: la actriz retirada Arlena Stuart (Diana Rigg, desaparecida este mismo año) viaja a una pequeña isla del Adriático con su nuevo marido, Kenneth Marshall (Dennis Quilley), y su hijastra, Linda (Emily Hone). El hotel está dirigido por su enemiga íntima, Daphne Castle (Maggie Smith), y Rigg y Smith intercambian deliciosas y fantásticas bromas a lo largo de sus interacciones. En una de las mejores, Daphne parece elogiar a Arlena diciendo: «Arlena y yo bailábamos juntas en el coro de un espectáculo. Ella siempre podía levantar las piernas más altas que cualquiera de nosotros», y luego añade: «Y abrirlas». Ver a Smith y Rigg juntas es una auténtica delicia.
Todos los demás invitados del hotel tienen alguna relación con Arlena. Odell y Myra Gardener (James Mason y Sylvia Myles) son dos productores neoyorkinos a los que ella hizo perder una fortuna. Rex Brewster (Roddy McDowall) es un embustero columnista y admirador de Arlena. Patrick y Christine Redfern (Nicholas Clay y Jane Birkin) forman una pareja que conoce a Arlena, con quien él mantiene relaciones adúlteras. A Sir Horace Blatt (Colin Blakely) se le conoce por ser el ex amante de Arlena, a quien dejó plantado para casarse con Kenneth. Y, por último, pero no menos importante, el famoso detective Hércules Poirot (Peter Ustinov), al que contratan Blatt y su compañía de seguros para recuperar un diamante que supuestamente le robó Arlena. Todos ellos forman parte del exquisito plantel de clientes, y nada tendría que desentonar en semejante pátina… hasta que la propia Arlena aparece asesinada en una playa desierta.
Trama que, por cierto, encontramos remendada de forma exquisita nada menos que por Anthony Shaffer, autor del clásico La Huella, adaptado luego de forma admirable por Mankiewicz, en 1972. Y algo de su espíritu prevalece también en la película de Hamilton, imbuida del mismo halo de charada y misterio que la obra antedicha. Shaffer se deja llevar por su imaginación al redactar el libreto, y tanto él como el director parecen observar, fiel y humorísticamente, todas esas ideas elegantes de salón que tanto hechizan a los fans de Christie. Hay quien dice que Muerte bajo el sol no está a la altura de las dos primeras adaptaciones que tuvieron a Poirot de protagonista, pero lo cierto es que atesora tal cantidad de elementos favorables que resulta difícil que no resista la comparación con sus predecesoras. Empezando por el escenario principal, en realidad Mallorca, que es de una belleza deslumbrante: acantilados escarpados, lagunas turquesas, jardines formales, playas solitarias y un sinfín de lugares desde los que la gente puede observar a otras personas sin que se sientan observadas.
La banda sonora es una antología de los grandes éxitos de Cole Porter, atractivísimos en esta conmemoración de una vieja época dorada que es, ante todo, la película, y lo mismo puede decirse del diseño de producción de Elliot Scott y el vestuario de Anthony Powell, verdaderos prodigios. Incluso las acuarelas llenas de luz de Hugh Casson, que ocurren a la vez que los créditos iniciales, son deliciosas. La presencia de Cole Porter y lo que ésta nos recuerda a todos sobrevuela, sin duda, la función entera, no sólo por esa prometedora secuencia en la que Arlena agasaja a los invitados en el salón después de la cena, cantando You’re the Top, sino por ese cameo que tiene el músico en el libro de registro del hotel, que enumera como huéspedes recientes a Porter, Ivor Novello, Chaplin, Maurice Chevalier e incluso a los hermanos Astaire (Fred y Adele). No parece casualidad que también en La Huella cobrase especial importancia el gran músico, ni que la mayor parte de su reparto estuviese constituido por cameos inexistentes, incluida Joanne Woodward, en un cuadro que parece representar a la esposa de Laurence Olivier.
Shaffer maneja, una vez más, los hilos del guion a su antojo, simplifica la trama original, despojándola de las pequeñas –y francamente extrañas, por momentos– componendas de la novela, hasta lo más esencial, convirtiéndola en algo nítido y ajustado. La inclusión de un MacGuffin como el desaparecido diamante de Sir Horace Blatt a la historia deviene prodigioso recurso que funciona especialmente bien en la película, así como las modificaciones realizadas en los personajes, eliminando algunos sospechosos y combinando otros. El cambio más interesante, a mi juicio, es la alteración de Emily Brewster, una profesora de atletismo e implícita lesbiana, por el columnista, Rex Brewster, exageradísima figura de un cronista homosexual, interpretado de forma distinguida por el llorado Roddy McDowall. Todo esto termina sumando enteros para convertir el film de Hamilton en la más ingeniosa adaptación de Agatha Christie de cuantas se han hecho, sin lugar a dudas. Entre el trasfondo del mundo del espectáculo de algunos de los personajes –incluida Arlena Marshall–, los ingeniosos diálogos y la exclusiva ambientación de la película, consigue captar maravillosamente la ambivalencia de la alta sociedad de boato y cafés de los años treinta, y todo eso entrevisto a través de un prisma policíaco.
No descuiden esta estupenda muestra de un estilo de cine que ya no volverá (muy a pesar de las intenciones revisionistas de Kenneth Branagh para con la escritora) y sigan un consejo: eviten, en el mejor de los casos, chocantes sombreros chinos como el de Arlena, por lo que pueda pasar. Hagan mejor como Poirot, sirviéndose un Sirop Banane, algo de cera de abeja para atusar los sentidos, y colóquense frente a sus pantallas. Lo que Muerte bajo el sol ofrece, ante todo, es una diversión sin par y una voraz necesidad de recorrer Mallorca y la finca de Raixa.
Ficha técnica |
---|
Título original: Evil under the sun. Año: 1982. Duración: 111 min. País: Estados Unidos. Dirección: Guy Hamilton. Guión: Anthony Shaffer (según una novela de Agatha Christie). Fotografía: Christopher Challis. Música: Cole Porter (arreglos de John Lanchbery). Reparto: Peter Ustinov, Jane Birkin, Colin Blakely, Nicholas Clay, James Mason, Roddy McDowall, Sylvia Miles, Denis Quilley, Diana Rigg, Maggie Smith, Emily Hone, John Alderson, Paul Antrim, Cyril Conway, Barbara Hicks. Productora: EMI Films, Titan Productions. |
Referencias
↑1 | AUDEN, W.H. 1962. «The Guilty Vicarage», en The Dyer’s Hand and Other Essays. New York: Random House, p. 147 |
---|---|
↑2 | WAGONER, Mary S. 1986. Agatha Christie. Boston: Twayne, p. 33 |
↑3 | AUDEN, The Dyer’s Hand…, Op. Cit., pp. 157-158 |
↑4 | CHRISTIE, Agatha. 1972. Nemesis. London: Fontana/Collins, pp. 99 y 181 |
↑5 | CHRISTIE, Agatha. 1963. Evil under the sun. London: Pan Books, p. 15 |