Mucho se ha dicho y escrito desde hace décadas acerca de don Ramón María del Valle-Inclán; tanto que no distinguimos la realidad de la ficción. Como si de uno de sus personajes esperpénticos se tratase, él mismo contribuyó a esa distorsión, entregándonos una imagen reflejada en espejos cóncavos, convexos, desfigurando su identidad y creando un muñeco enjuto, de largas barbas y melena descuidada. Por ello, parece que hemos de desechar ciertas leyendas y exageraciones que han ido alimentando unas y otras bocas, aunque eso signifique desmontar el retrato de un autor que sobrevivirá por los siglos de los siglos en la literatura. Según Joaquín del Valle-Inclán Alsina -su nieto-, tal y como figura en la biografía Ramón del Valle Inclán. Genial, antiguo y moderno (Espasa), no era mal actor, ni ceceaba, simplemente perdió un brazo y eso dificultó mucho su continuidad en los escenarios. Tampoco pasó tantas penurias económicas, ni era de izquierdas, ni antirreligioso. Se mostraba muy reservado con su vida privada y no dejó cartas, memorias o diarios donde expresara abiertamente sus sentimientos. Lo que resulta indudable es que sus obras son pilares fundamentales para cualquier lector apasionado y crítico.
En mi caso, le profeso tanto respeto que, antes de comenzar la lectura de cualquiera de sus obras, se impone cierto desconcierto en mí, como un escalofrío que me recorre o un leve temblor en las manos que me delata. Y esto es así desde que, hace algunos años ya, pretendiéramos estrenar una de sus obras de teatro versionada, intentándolo sin lograrlo en varias ocasiones. Siempre había algo que lo impedía, presintiendo el desacuerdo del autor tras cada uno de los sucesos. Por fortuna, logramos debutar con éxito y mucha satisfacción una noche de octubre, no sin antes soportar una lluvia intensa acompañada por rayos y truenos que destrozaron algunos de nuestros materiales de iluminotecnia. En ese instante comprendí que don Ramón nos daba su visto bueno, pero después de muchas pruebas fatales que hubieran hecho desistir al más entusiasta. Por este motivo, “Sonata de primavera” (1904) ha llegado a mí después de postergar mucho su lectura, ya que necesitaba documentarme y conocer con cierto criterio al marqués de Bradomín.
Bradomín relata sus recuerdos de juventud como si hiciera una confesión, con nostalgia, despidiéndose de quien fue, con la decadencia implícita de la avanzada edad. Y, aunque se ha identificado al marqués como el alter ego del autor, el don Juan de sus cuatro sonatas, podríamos afirmar que éste es singular. Tal y como parafrasea en su prólogo Alfonso Zamora Vicente, “un don Juan admirable, el más admirable tal vez. Era feo, católico y sentimental”[1]VALLE-INCLÁN, Ramón del. 1969. Sonata de primavera. Barcelona: Salvat Editores, p. 15; por lo que no podemos asemejarlo por completo al mito masculino envidiado por tantos, pues sus mañas y designios son muy distintos. Quizás, por este hecho ha perdurado y no se le confunde con ningún otro Casanova, tan recurrente en argumentos narrativos y cinematográficos.
“María Rosario fue el único amor de mi vida”[2]Ibíd., p. 73 y es la novicia, joven y pura, a la que pretende encandilar el susodicho. Durante la estancia de éste en palacio lucha con mente y cuerpo para no caer rendida a sus pies, negándose a sí misma cualquier sentimiento o brote físico que la predisponga a buscarlo. Lo desea y es consciente de la tentación que se le presenta en forma de hombre, porque “el Diablo tienta siempre a los mejores”[3]Ibíd., p. 95. Cándida, virginal e inocente quiere conservarse así para entregarse por completo a Dios, el mismo que la hizo humana, sensual y rebosante de una belleza arrebatadora.
Valle-Inclán ironiza en esta sonata con la hipocresía social y el olor a incienso de un país aún inmerso en apariencias y temeroso de la importancia de las habladurías.
A fuerza de calificar a la muchacha como santa, de resaltar su virtud y castidad, el lector encuentra entre líneas una crítica satírica donde entran en contraste la fascinación por la decencia y la moralidad con la vida regalada y ostentosa de las clases acomodadas. Del mismo modo, alude a brujerías y hechizos, supersticiones y creencias muy extendidas en el territorio nacional, donde acudir cuando se desea algo o a alguien por encima de todo. En ese preciso momento, se olvidan ángeles de la guarda y plegarias divinas, sustituyéndolos por magia negra, meigas y pactos con el diablo que se pagan con joyas o monedas de plata. A veces, el bien y el mal se miran en el mismo espejo, y dependiendo de qué palabras pronuncie e intenciones guarde el desdichado que se mire en él, obtendrá consuelo o desesperación. Al fin y al cabo, oración y conjuro pueden ser equiparables en un mundo que gira en torno a obsesiones inmortales.
“Sonata de primavera” es un ejercicio delicioso de estilo literario, donde se añaden la pintura y las citas paisajísticas y geográficas, como un revolucionario intento de trastocar moldes viejos y dotar de un toque artístico al hecho en sí de la escritura. De hecho, si ponemos atención, observamos la importancia de elementos que, a priori, podrían pasar inadvertidos. Es el caso de las ventanas, componente que participa en el escenario y en la acción, destacando el claroscuro de los arcos como fondo escénico. A veces, las utiliza como eslabón entre exterior e interior, entre lo accesible y lo inaccesible. Tristemente, también una de ellas marca el trágico final.
¡Cuánto le debemos a Valle-Inclán y qué bien nos retrató! Sólo por eso, sea cierto o no, podemos obviar que fuera gruñón y tuviera mal genio. Su legado ha de transmitirse de generación en generación, para que su visión punzante y grotesca de la realidad sea motivo de reflexión, de tertulias y conflictos cognitivos que, en definitiva, no sólo nos hagan mejores lectores, sino personas íntegras y con juicio propio.
Título: Sonata de primavera |
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