Pienso, creo, escribo: Bobin no ha muerto
Los vivos nunca mueren. Sólo la muerte muere. Dos oraciones que, juntas, nos colocan frente a alguien que sueña con terminar, de una vez por todas, con la desazón, devolvernos todas las mañanas del mundo, idear el gran poema de Dios. A quien habita, con su literatura de horizontes olvidados, una isla que toca lo […]
Tocar una música de ciegos
Antes de seguir adelante, me gustaría tratar de responder a quienes puedan sorprenderse de que estemos hablando de música aquí. De esa música imposible siempre de decir. Jacques Derrida ha escrito varias veces sobre pintura, dibujo, arquitectura, fotografía, cine. Lo ha hecho acompañado, a menudo, por sus propios amigos escritores pintores, dibujantes, arquitectos, fotógrafos o cineastas. Pero no ha sido así en cuanto a la música. Podríamos preguntarnos qué sentido tiene entonces hablar sobre ello, siquiera mencionarlo en una sola palabra.
Sin aliento, un parloteo: notas sobre des Forêts
Quizá porque habría que leer más allá de lo escrito si queremos comprender una sola palabra. Es un barro fértil, entonces, el de la escritura. Las flores de la retórica crecen en este barro fértil, lleno de conchas y fósiles. Este lodo fértil de la imaginación es el fermento de la lectura. Lo que quisiera intentar encontrar en el punto ciego de la lectura de des Forêts es una especie de lectura/s sin la violencia de la dialéctica, el remache silencioso y la meditación tácita de un ensueño alejado del ruido y la furia que nada significan. Leer El Charlatán, como leer, en general, cualquier texto que constituya por sí solo un pequeño peirón en los caminos del pensar, es sumergirse en las profundidades de un abajo que también está más allá, la inmersión para siempre suspendida, el instante desde entonces siempre pendiente, pero es el único otro mundo posible (no hay mundo postrero o antes del mundo, solo hay lo contrario, el interior, lo íntimo, de este mundo).
Lo que somos: acerca de un libro de Beatriz Miralles
Una obra de recalificación de lo cotidiano, eficaz ante los lectores, que constituye una forma de ilustrar la experiencia estética dentro de la construcción social de la realidad, macerando sus textos para movilizar, dentro de su experiencia ordinaria, nociones del mundo del texto, por utilizar la expresión de Ricoeur. Se trata, en efecto, de una inversión de la situación –no práctica, sino simbólica- toda vez que es inmenso el papel que la experiencia estética parece desempeñar en la constitución de la realidad social. Mientras haya discurso, hay esperanza. Y cuando la palabra desaparece, la lengua no tiene nada que ver. El recomienzo que esboza cada nuevo uso discursivo está cautivado por sus virtualidades de desarrollo, y pretende espontáneamente llevar la totalidad de la palabra a su estilo y a su mundo. Pero nada puede evitar que se exponga de nuevo. El mundo sigue pasando. Si mantener la palabra es la exigencia irrenunciable, se trata entonces de buscar no la verdad del lenguaje, que sería una tarea ardua e inútil, sino de que ese lenguaje esté sólo donde tiene que estar. Estar allí, en los días, siquiera para decirlo, que el lenguaje literario alcance lo sublime al despojarse de todas sus envolturas artificiales, de todos sus revestimientos lingüísticos convencionales, también cuando rompe los biombos sociales, políticos e ideológicos para abrazar el movimiento de la Φύσις.
La vi, Malte, la vi: una enseñanza sobre la mirada (Rilke y la imagen II)
Existe, está claro, una relación entre la aparición como una apertura en lo visible y lo que Rilke llama lo Abierto. En este punto, todo Rilke, y para muestra sirven sus Cuadernos de Malte, es una enseñanza sobre la mirada. Así pues, el pasaje sobre la aparición de Ingeborg no es una abdicación ante un misterio insondable ante el cual uno tendría que caer de rodillas. Al contrario, si Malte hace de la escritura de esta historia una especie de ejercicio espiritual, es en el sentido de la disciplina implacable que se impone a sí mismo para aprender a ver. Aprender a escribir. El Otro no es una instancia trascendental que le dictaría algo, o que le daría a una pintura la última pincelada de algún más allá cuya idea Rilke rechaza.