Ana, mi mejor amiga de la infancia, hoy se repite en mi cabeza una canción que me ha recordado a ella. Le perdí la pista, tenía catorce años cuando dejamos el barrio donde nací y desde entonces no sé de ella y ya hace más de treinta.
He recordado un primero de agosto, días antes de mi noveno cumpleaños, estoy sentada en el escalón del bloque donde vive Ana. Observo absorta el ajetreo de la familia subiendo y bajando toda clase de bultos y cajas. Es la primera vez que veo un remolque de coche. Necesitan poco tiempo para llenarlo y continúan subiendo bultos a la baca. Alucino con la escena del tan anunciado inicio de sus vacaciones. Soy consciente de que, literalmente, Ana se muda a un pueblo costero. Yo tendré que estar todo un largo mes sin ella pero me gusta imaginarla como a Tito y Piraña en verano azul, recorriendo las calles de Conil en bicicleta. Haciendo su otra vida de verano.
Yo también esperaba ansiosa la llegada de los ociosos días de verano. Pasar el día en braguitas, desayunar tarde cacao con la leche muy fría, alejarme del sudorífico sofá de escay lanzando una sábana sobre el suelo del salón, tumbarme allí frente a la tele y disfrutar de la programación infantil. Comer sandia a tajadas y pringarme con su jugo. Días ociosos esperando la llegada del domingo para ir al pueblo a ver a la abuela. Me abrazaba a ella esperando sus besos y corría hacia el baño que siempre olía a heno de pravia, cambiaba mi ligero vestido de tirantes por un colorido de bikini y ya estaba lista para pasar horas jugando con mis hermanos. Una manguera bastaba, mojarnos y mojarlo todo, saltar sobre los charcos que se formaban en el suelo del patio, tumbarnos a tomar el sol. Con suerte hacíamos el camino de las huertas que llevaba hasta el río y nos bañábamos sin miedo a los seres extraños que pudiesen habitar aquellas aguas.
¿Cuándo llegamos? La pregunta de siempre allá donde vayamos. Poco tiempo después el padre de Ana murió de un infarto. Lo encontraron en aquel coche que les llevaba a Conil. Ya no hubo más mudanzas veraniegas. Después mi padre y mi abuela y tampoco hubo más visitas al pueblo. Un final prematuro pero no venimos con la fecha de caducidad escrita, hasta entonces nos dieron la vida de aquellos pueblos que abren el alma
La niña que fui, la espera y la relativa medida del tiempo mientras esperamos algún cambio. A los trece esperaba salir ilesa de los abusones del cole, en cambio otros buscaban conseguir su amistad.
A los dieciséis esperaba que mis caderas no crecieran más y otras justo lo contrario. La pesada esclavitud de lo físico empieza pronto y todavía no sé cuando acaba.
Después comenzar a trabajar y ganar el primer sueldo para acariciar la independencia económica, a otros les bastaba con sus notas para que les llenaran de dinero los bolsillos.
Viajar y después volver a viajar, subir montañas o tan solo soñarlo. Recuperar el brillo en la mirada.
Hay familias numerosas que esperan poder cambiar su coche por un nuevo monovolumen, yo espero sobrevivir sin carnet hasta que los coches se conduzcan solos.
Hay quien espera que suba el valor de sus acciones en bolsa, otros la llamada de un médico con los resultados de sus pruebas.
Comprar una casa con patio y un salón grande para tumbarme en el suelo en verano.
En septiembre comenzamos a esperar a agosto y mientras llega la navidad y confiamos en que nadie falte a la cena.
La espera es larga de lunes a viernes y el domingo se va que ni te enteras. El tiempo siempre adelante, nunca hacia atrás, no volvemos al río de la infancia, no se puede.
Esperamos a que llegue un momento para luego esperar otro, en ocasiones llega, luego se va y no nos hemos dado cuenta.
Parar en vez de esperar, parar un momento, un momento largo en un liviano día de verano, eso me apetece escuchando en bucle esta canción del canto del loco.