Empecemos y hagámoslo, esta vez, por el principio mismo. Como mínimo, hay aquí algo de fiar. Algo que se nos da. En efecto, se impone una fecha, y se impone con una obviedad brutal y aterradora. Pero, ¿cómo podríamos evitarla? La fecha del 27 de mayo de 1918 parece aquí tan fatal como lo fue la bala que convirtió a Joë Bousquet, de un solo golpe, en el gran herido, en el gran poeta oscuro, hemipléjico, que mereció la amistad de Éluard, Paulhan y Weil o la admiración de Bachelard, Blanchot, Derrida y Deleuze. Por cierto que este último nos ha dicho, con acierto, que «hay que llamar estoico a Joë Bousquet. La herida que lleva profundamente en su cuerpo, la aprende sin embargo, y precisamente por ello, en su verdad eterna como acontecimiento puro. En la medida en que los acontecimientos se efectúan en nosotros, nos esperan y nos aspiran, nos hacen señas»[1]DELEUZE, Gilles. 1994. Lógica del sentido. Barcelona: Paidós, p. 157.
Bien, por aquí quisiera empezar. Por el acontecimiento. Sería inútil negar la conjunción, si pensamos que toda la obra de Bousquet se dedica, precisamente, a responder al acontecimiento que tuvo lugar en la tarde de aquel día. Es imposible leerlo sin preguntarse por el impacto real de la bala enemiga que atravesó su vida, aunque nunca del todo, el 27 de mayo de 1918. Sin embargo, Dios sabe que Joë Bousquet habrá hecho todo lo posible para que esta fecha nos sea arrebatada por el mismo gesto por el que nos fue concedida. Me pregunto qué ocurrió realmente ese día, qué diferencia tanto a Bousquet de otros célebres heridos de guerra como Cendrars o Céline, por ejemplo. Qué puede suceder cuando, a pesar de muchos intentos y formas de evadirlo, nunca consigue contar del todo el momento de esta herida que es, a la vez, lo que destroza su cuerpo y despierta su espíritu a la poesía.
Decir y no decir, entonces, la herida, en una obra que a cada instante la evoca, quizá como una narración irremediablemente lesionada en el resto del libro por venir: un decir perfecto, colocado en el lugar de la narración que falta. Creo que quien tiene la suerte de salir vivo de una trinchera convierte, a menudo, la historia de su vida (de su supervivencia, de su sobrevida) en una leyenda o un misterio. Todos los recuerdos que conserva de aquella fatídica velada parecen estar bañados por una oscuridad que se cultiva y nos cautiva. Este es un círculo nocturno, de sombras, que no intentaré disipar, pues sería desentrañar una historia en la que el propio Bousquet admite no creer del todo. Un momento fabuloso. El instante (no) de su muerte.
Momento deseado (nunca) de su muerte, situación que le lleva lejos, como ha dicho felizmente Édith de La Héronnière, en su monumental biografía del poeta, hasta «sondear el abismo […] transmutar esta masa, realizando sobre sí mismo, con el cuerpo y la mente tan entrelazados, una metamorfosis capaz de destilar vida, vida aguda y brillante, triunfando sobre todo lo que se le opone, y esa embriaguez de la inteligencia y la percepción, a las que toma de la mano»[2]HÉRONNIÈRE, Édith de la. 2006. Joë Bousquet: une vie à corps perdu. Paris: Albin Michel, p. 75. Hemos entrado, gracias a la irrealidad de la guerra, a esa epifanía en nuestra propia subjetividad, en el klossowskiano mundo de los simulacros, de las sustituciones de todo tipo: una fecha esconde otra, un hecho oculta otro, una herida enmascara otra y con la fábula se explicarán tantas cosas como quedarán veladas otras. No hubo patriotismo alguno en el compromiso de Bousquet, sino el tan funesto y aterrador deseo de someterse a las peores limitaciones de la realidad para conquistarse a sí mismo.
Pero la cuestión es que ese deseo es una fantasía, una ilusión, y la fantasía, por definición, se sirve con finura de la realidad. Lo pienso más como un Gran Juego daumaliano, el único posible que hace que el hombre, paradójicamente, sea el protagonista activo de lo que le sucede. ¿Está este juego del lado del lanzamiento de los dados, que nunca abolirá el azar, pero que permitirá al hombre que lanza los dados, desde el fondo de un naufragio, hacer surgir un lugar –el lugar quizás de una constelación- y restablecer su libertad? ¿O quizá toma partido por la apuesta de Pascal, signo de la libertad del hombre dentro de la propia predestinación? La salvación del ser es también la salvación de una palabra. Pero sigamos haciéndonos preguntas.
Por ejemplo, ¿cómo puede tomarse en serio la guerra cuando cada batalla da lugar a un nuevo edicto? Y, sobre todo, ¿cómo se puede acallar la vocecita burlona, ese charlatán que, como en el libro de Des Forêts, dice lo irrisorio como lo que se honra, alaba o celebra constantemente? Ni por un momento el héroe que vimos en Bousquet logró disipar de su mente la desastrosa impresión de que todo era una falsificación y que otros, mucho más que él, merecían los elogios que se le hacían. No tuvo otra solución que exponerse cada vez con más peligro, ante la incoherencia fundamental del espectáculo que tenía ante sus ojos. La herida permanece. Es otra noche dentro de la noche. No se le puede mirar a la cara. Su horror es infigurable.
No debe sorprendernos, pues, que la enfermedad, en la obra de Bousquet, no sólo cambie de causa, sino de nombre o de naturaleza. Tal vez, incluso, la pérdida de la motricidad se retrata con menos frecuencia que la privación de otra facultad: la de ver, lo sabemos, la de oír o incluso la de crecer, pero también, y de forma mucho más extraña, la de llorar, la de reconocerse en un espejo o la de tener una sombra. Hay tantas formas diferentes en las que la vida puede desheredarnos. Nos hiere según su propio placer de esto o aquello. Y disminuye de forma siempre imprevisible para aprovechar el efecto sorpresa y, al mismo tiempo, extirpar la esperanza de una posible reparación. Ahora ha de hablar, por primera vez, Bousquet: «Con el fin de que en los rasgos donde soy / tenga su transparencia por imperio / mi cuerpo introducido en sí mismo»[3]BOUSQUET, Joë. 2022. Conocimiento de la tarde. Ed. Ángel Sánchez Rivero. Barcelona: Galaxia Gutenberg, p. 77 (todas las citas, en adelante, irán entre paréntesis)..
Este paralítico no es, ni por asomo, un hombre de piedra, sino que tiene el cuerpo flácido de un nadador agotado al que, poco a poco, se lo tragan las olas en las que le ha sumergido su cataclismo. Observando su vida, en la que queda atrapado para siempre como un náufrago en su isla, sólo para ver, más tarde, por la huella cada vez menor de sus pisadas en la arena, que su cuerpo se va marchitando: «Una hermana de ceniza abandonando nuestras tierras / lleva su cuerpo lunar a los muertos que soy» (151). Su herida adopta así mil y una formas para llegar, incluso, a la indagación perpetua. ¡El paralítico queda, pues, condenado a caminar eternamente en su espacio cerrado!: «Sabré sobre todas las cosas / que la habitación donde crezco / estaba cercada en mi corazón» (87). Y cuando no es Robinson Crusoe, es Don Quijote, el caballero andante, condenados ambos a la soledad, pero también a vivir en sus sueños.
En realidad, Bachelard, en La poética del espacio, lo ha afirmado con rotundidad: «El filósofo del espacio se pone él mismo a soñar. Si se aman las palabras de la metafísica compuesta, ¿no puede decirse que Joë Bousquet acaba de revelarnos un espacio-sustancia? […] A cada materia su localización. A cada sustancia su existencia. A cada materia la conquista de su espacio, su poder de expansión allende las superficies […] Por su inmensidad, los dos espacios, el espacio de la intimidad y el espacio del mundo se hacen consonantes»[4]BACHELARD, Gaston. 1992. La poétique de l’espace. Paris: P.U.F., p. 184. Así que bastarían estas palabras suyas. Podríamos terminar aquí este homenaje, que ha desencadenado la publicación en España de Conocimiento de la tarde –gracias a Galaxia Gutenberg y al ingente trabajo de Ángel Sánchez Rivero- su única obra poética no revelada de forma póstuma.
O, por el contrario, emprender un viaje hacia el número 53 de la calle Verdun, en Carcassonne, a una habitación donde las persianas están siempre cerradas. Hay gruesas cortinas rojas en las ventanas, unas velas a los pies de la cama, cuadros de Max Ernst, una pipa de opio –como la mescalina a Michaux, le permite calmar su sufrimiento y al mismo tiempo acentuar su malestar, colorear sus paisajes mentales, liberarse momentáneamente del espacio y del tiempo, aunque el precio sea muy alto- y el sonido incesante de la pluma contra el papel. Estos elementos tienen una materialidad definida, pues constituyen la esencia de la vida material de Bousquet, liberado ya de cualquier calendario, que hace de su cuerpo un lugar y de su pequeña morada una encarnación del espíritu.
En cierto modo, Bousquet ha concebido una existencia fuera del mundo y los días, pero a costa de un subterfugio de violencia inaudita: cada vocablo posee una confianza inagotable que hace que se escuche el temblor de un hombre, cuya obra parece moverse entre dos hilos: la poesía y la ontología. He nacido para encarnar mi herida es el lema bousquetiano por excelencia y no nos parece que esté lejos de Lacan, cuando afirma que «el sujeto se hace instrumento del goce del Otro»[5]LACAN, Jacques. 2003. Escritos. México: Siglo XXI, p. 803. Este hombre, privado de su cuerpo, no habla de su propia condición, sino de la total condición humana: «Llegué a comprender que la naturaleza de las cosas hizo que fuera una ley para mí aspirar a la muerte, y no porque yo sea yo, sino porque soy un hombre»[6]BOUSQUET, Joë. 2020. Traduit du silence. Paris: Gallimard, p. 11[6]. Quiere que su humanidad devore su individualidad.
Su herida se convierte así en la de la vida misma: «Soy una vida antes de ser hombre, una vida que debo arrancar de la languidez de los horizontes, y a cada minuto de tiempo, enderezarla, como si la disputara con los hechos que serán su sombra. Escribir en voz alta, con dureza, con frases escupidas. Mis palabras deben dejar su huella en la vida de las personas, no en sus pensamientos»[7]BOUSQUET, Joë. 1980. Papillon de neige (Journal 1939-1942). Paris: Verdier, p. 40. Esta escritura pertenece más al orden del conocimiento de la noche y el atardecer que al del yo, esto es, al de un lenguaje que pueda metamorfosear la horizontalidad de su vida en una existencia ofrecida. Ha creado su obra una vez desposeído de su cuerpo, con un lenguaje nuevo y misterioso al que presta capacidades cosmogónicas. La escritura será una forma de alcanzar este estado de gracia. Es un olvido en el que puede convertirse en sí mismo, y unirse, de tal modo, a la vida real, la del lenguaje.
Hay una noche en la noche[8]BOUSQUET, Traduit…, Op. Cit., p. 12, un instante (todavía no, quizás nunca) de su muerte, cuando, afectado por el insomnio debido al dolor al que le somete su cuerpo muerto, escribe en las horas del crepúsculo. Por eso, en Traducción del silencio, una especie de prosa autobiográfica, la mención del tiempo es frecuente: «Escribo en mi cuaderno negro, a medianoche, cuando mis mejores amigos se han ido»[9]Ibíd., p. 167. Las cortinas de su ventana, su sueño errático y la inmovilidad le impiden ser consciente del paso del día a la noche. El tiempo, irremediablemente gris, despierta la carne a una profundidad que está fuera de sí misma. La noche cae, al final, sobre un Bousquet que ya está en soledad plena con sus pensamientos y cambia el espacio de la habitación: las lámparas brillan en las ventanas, el viento se duerme en el silencio de los pájaros y «las horas son sólo una al canto que las escucha» (149).
En la escritura de Joë Bousquet se codean luz y sombra, y toma forma la conciencia de un hombre al que desgarra la noche.
Entonces es necesario domar la oscuridad para transformar lo quedo en momentos de embriaguez poética, en un loco deseo de abrazar la noche, de conseguir habitarla. Durante estas horas de olvido, recorre una procesión de imágenes con las que la angustia, el goce, la carencia y el éxtasis se combinan a la manera de una sonata frenética de la que surge un paraíso sensorial. En medio de este ceremonial de soledad y jubiloso dolor, resuena la voz de Blanchot cuando escribe que «en la medida en que su arte, por esta reabsorción de las palabras, hace patentes lo indecible e inefable, atrae sobre sí la dicha de lo hermoso […] Joë Bousquet nos conduce no como un guía cuyos ojos siguen abiertos pese a la oscuridad, sino como hombre igualmente perdido, que avanza con los ojos cerrados por el miedo de su pesadilla»[10]BLANCHOT, Maurice. 1977. Falsos pasos. Valencia: Pre-Textos, p. 233.
Escritor de la noche, Joë Bousquet quiere liberarse de la realidad, porque vive «con un final llegado antes de tiempo» (169). Dirige cada una de sus palabras hacia una mística nocturna, una poética del Ser desde la que desplegar su herida. Si bien esto se plasma en la bala que recibió, parece más profundo y existencial, pues no sólo ofrece imágenes inquietantes –que a veces rozan la incoherencia-, sino que propone, más allá del encuentro entre el imaginario del texto y el del lector, una reconfiguración del espacio interior, en tanto que literario, y una ampliación de los límites de lo sensible. Así, lejos de esperar a que llegue el día del Juicio Final para, con su cama al hombro, volver a caminar, Bousquet no duda en hacer de su propia herida el equivalente a los mayores desplazamientos que se puedan concebir. Su lesión le convirtió en un exiliado, un habitante del fin del mundo (su lado robinsoniano) o un habitante del otro lado del mundo (su lado quijotesco).
Herido, es uno de los que regresan de lejos, con aspecto demacrado y con los ojos todavía llenos de los países extraños y desconocidos que cruzaron en su marcha. Este homo viator ha vuelto, es cierto, de muy lejos y, aunque haya perdido facultades, es capaz de moverse, en última instancia, «sobre un tiovivo de cenizas / donde el hombre es sólo sus pasos» (141). Pero olvidemos de nuevo esta confidencia tan curiosa que se tiende a achacar al humor. No, más bien abramos el poema como un camino de bosque que no lleva a ninguna parte. Esto no es mucho, es verdad. Los pasos siguen siendo pequeños. Pero es suficiente. Basta con que un factor de irrealidad se adhiera, como sombra ligera, a los pasos de la herida. ¡Los pasos de la herida! Una fórmula aberrante, pero que el propio Bousquet nos insufla cuando escribe, por ejemplo, «bailando sobre la hierba tierna / me encontré con mi amigo» (185).
No son juegos de palabras. El hecho es que, incluso cuando su herida no es ni de cerca ni de lejos su objeto, Bousquet parece mostrar siempre una atención muy particular, discreta, pero muy insistente, al sentido literal de las palabras o expresiones que, de manera figurada, se refieren más o menos al acto de caminar. Esto no es sorprendente. Supongo que para un paralítico hay palabras tabú. Palabras que son tanto más deseables cuanto que están como prohibidas, que se atraen como el fuego. ¿Cómo puede uno resistirse a la tentación de poner la mano sobre ellas y hacer una pequeña lumbre de palabras? Con Bousquet, pero con tantos otros también, lo sé. No hay nada más banal, incluso para un escritor, que esta metáfora del camino. La razón es, obviamente, que todos los escritores son, a su manera, iteradores, por volver a Deleuze.
La escritura es una huella, un desplazamiento, un viaje en el lenguaje. La obra es el camino, según la máxima de Klee. Quizás me atrevería a parafrasearme, unas líneas antes: nada más banal, incluso para un escritor, que su herida. Pero hay que decir que las formas en que la herida llega a inscribirse en la lengua son infinitamente diversas. Variadas y siempre inesperadas. Confusas, engañosas incluso, que convierten la obra de Bousquet en la de todos los géneros sin género. Todos, sin excepción, no importa si mejor o peor, los ha practicado, incluso habitando, la mayor parte de su tiempo, un género y otro, es decir, asignando a su escrito menciones que lo designan como perteneciente al cuento o al retrato, al diario o a la carta de amor, al del ensayo filosófico o la autobiografía, la traducción o, claro, la poesía.
No importa, digo, pues la lista es ingente y, como demuestra con brillantez Derrida, esas marcas, que sitúan más o menos explícitamente el texto en su relación con un género determinado, no pertenecen ellas mismas al genus (pensemos también en el γένος), al que sólo designan. Se inscriben tanto dentro como fuera del texto que marcan marginalmente y forman así lo que Derrida, continuando su análisis, llama la cláusula o esclusa del género y que «desclasifica lo que permite clasificar. Tañe el toque de muerto de la genealogía o la genericidad a las que, sin embargo, da luz […] Sin esta cláusula no hay género ni literatura, pero desde que hay ese abrir y cerrar de ojos, esa cláusula o esclusa del género, […] la degeneración habrá comenzado»[11]DERRIDA, Jacques. 2011. Parages. California: Stanford University Press, p. 229. Una degeneración que Bousquet, a su febril manera, no dejó de querer precipitar. A decir verdad, no hay un solo texto suyo que no sea fundamentalmente heterogéneo.
Todo sucede como si esta escritura herida corrompiera todo lo que toca: los géneros que pretende ser, los que la generan, se desfiguran. Caminamos, a tientas, sobre los géneros. ¿Acaso no es esta, también, una noche toda dentro de la noche? ¿Acaso podemos dejar de seguir los caminos, sendas y senderos que sus palabras desbastan a través de su lenguaje? Digamos, aún con más precisión y radicalidad, que la palabra camino, por retener sólo ésta, parece aplicarse a todas las demás palabras de la obra de Bousquet. Caminos, pasos, la palabra prohibida. ¿Y por qué debemos abstenernos ahora de utilizar tal o cual palabra prohibida en su significado más común? Metáfora o no, ¡qué importa, después de todo! Ya no es seguro que esta diferencia siga siendo relevante. ¿Por qué estas frases no habrían de ser tan servibles como cualquiera, aunque sea en el margen? ¿Acaso hay que privar a un paralítico de toda una parte del léxico?
Aquí no hay ninguna referencia a la herida. Ninguna alusión, ni siquiera furtiva. Incluso en forma de lapsus. Pero, de nuevo, ¿puede uno realmente, cuando está postrado en la cama, escribir tales cosas con toda inocencia? Diremos, antes que nada, que sí, quizá porque Bouquet espera, imperturbable, «en el fondo de los días abolidos» (129). Su espera es, sin otra cosa, algo fecundo, como lo demuestra toda su obra. A diferencia de Spinoza, que, con su actitud de aguardo, sólo pretende reflexionar seriamente[12]SPINOZA, Baruch. 1988. Tratado de la reforma del entendimiento. Principios de filosofía de Descartes. Pensamientos metafísicos. Madrid: Alianza Editorial, p. 78, los místicos modos del poeta recuerdan al pensar de su amiga Simone Weil, que también aboga por la inmovilidad y, dentro de ella, permanece atenta, a la espera de cualquier llamada: «La actitud que lleva a la salvación no se parece a ninguna actividad. Viene expresada por la palabra griega hupomone que patientia traduce bastante mal. Es la espera, la inmovilidad atenta y fiel que se prolonga indefinidamente y a la que ningún impacto puede hacer estremecer»[13]WEIL, Simone. 2009. A la espera de Dios. Madrid: Trotta, p. 120.
Weil reivindica la espera como inmovilidad hasta su manifestación más física. Para ella, la parálisis resultante de una herida de guerra, esta obligación de permanecer postrado en cama, inmóvil, toda su vida, que experimentó Bousquet, es la mejor condición para esperar y realizarse. En una carta, Weil le escribe que es «un ser infinitamente privilegiado, pues lleva la guerra alojada permanentemente en su cuerpo, esperando fielmente desde hace años que esté usted maduro para conocerla […] Gracias a esta inmovilidad, la infinitesimal semilla de amor divino arrojada en el alma, puede crecer a gusto y dar sus frutos en la espera»[14]WEIL, Simone. 2011. Pensamientos desordenados. Madrid: Trotta, pp. 54-55.
Pero iríamos ciertamente demasiado lejos si sospecháramos que Bousquet olvida su hemiplejía. ¡Parecía insuperable! Y apenas unas palabras, en todo caso, suelen ser suficientes para recordar su «carne cerrada en los confines de planetas extremos» (177). Palabras que a veces aparece en el título, en el margen. Así pues, es difícil imaginar que Bousquet eligiera títulos como Une passante bleue et blonde (Una paseante azul y rubia) y La vie ne suit pas son cours (La vida no sigue su curso), o enigmáticas anotaciones en sus diarios como «la felicidad a la que mi lesión abrió el camino»[15]BOUSQUET, Joë. 1977. Le bréviaire bleu. Limoges: Rougerie, p. 44.
Por otra parte, cómo estar seguros de que sigue pensando en su estado cuando, en Les Capitales, ese ensayo picaresco, pero innegablemente serio, donde atraviesa las ideas, caminos y los hitos dispuestos entre Duns Escoto y Paulhan y evoca –para contrastarlo con el hombre de método cartesiano- a un cabalista como Llull, camino de París, «apoyado en su bastón de ruta»[16]BOUSQUET, Joë. 1996. Les Capitales. Paris: Deyrolle, p. 50. ¿Puede un hecho biográfico, por mucho que pese, interferir en las más altas reflexiones metafísicas? Respondamos, no tímidamente, sino con la mayor seguridad posible, con la mayor firmeza posible. Sí, respondamos con toda franqueza (como en un franqueo, ¡qué palabra, otra vez!): quizás. Bousquet no se cura, no se muere, ocupando, como tantas veces, una posición que es estrictamente interválica: «una mañana que nace con los ojos cerrados» (157).
Ahora tengo que detenerme, tal vez, no lo sé, haya hablado demasiado de esta noche oscura del alma. Nos bastará con fingir, por el momento, que todavía creemos en ella. Lo principal, lo único que será importante, es que respetemos la única regla que Joë Bousquet se impuso a sí mismo cuando habló de su herida: hacer de ella un acontecimiento que siempre está escrito y que siempre hay que reescribir. Hemos tratado de mirar dentro de él, de su obra, y me pregunto ahora si podemos decir, en verdad, que hemos visto. Con Bousquet uno nunca mira al otro a los ojos. Uno sólo mira en la pupila. Lo hace a sí mismo y a lo que es más íntimo en él, más paradójicamente secreto: el equívoco de su herida.
La última vez que estuve, hace ya tiempo, en Carcassone, vi posarse, sobre el tejado de una iglesia solitaria, algunos cuervos. Quizás sea en una capilla silenciosa y desguarnecida, como esa, donde hemos entrado. Quizá esos cuervos fuesen la seña incontestable de una muerte que nunca se fue muy lejos, amenazante: los cuervos sobre la iglesia y la ausencia de cualquier movimiento alrededor de ella hablan claro. Pero las dos figuras tutelares, poesía y ontología, entre las que camina Bousquet no parecen tener prisa por abandonar su guardiana credencial. Sin duda están caminando hacia la partida final, el postrer mutis, pero su paso, a cada instante, se ralentiza poco a poco. La catástrofe es inminente (¿quién podría decir que, en realidad, no había ya sucedido ese 27 de mayo de 1918?), pero su inminencia parece prolongarse ad infinitum, y todo sucede al final como si Joë Bousquet no hubiera recibido aún el golpe del que se está muriendo. Irresuelto, inacabado, desde entonces siempre pendiente.
Título: Conocimiento de la tarde |
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Referencias
↑1 | DELEUZE, Gilles. 1994. Lógica del sentido. Barcelona: Paidós, p. 157 |
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↑2 | HÉRONNIÈRE, Édith de la. 2006. Joë Bousquet: une vie à corps perdu. Paris: Albin Michel, p. 75 |
↑3 | BOUSQUET, Joë. 2022. Conocimiento de la tarde. Ed. Ángel Sánchez Rivero. Barcelona: Galaxia Gutenberg, p. 77 (todas las citas, en adelante, irán entre paréntesis). |
↑4 | BACHELARD, Gaston. 1992. La poétique de l’espace. Paris: P.U.F., p. 184 |
↑5 | LACAN, Jacques. 2003. Escritos. México: Siglo XXI, p. 803 |
↑6 | BOUSQUET, Joë. 2020. Traduit du silence. Paris: Gallimard, p. 11 |
↑7 | BOUSQUET, Joë. 1980. Papillon de neige (Journal 1939-1942). Paris: Verdier, p. 40 |
↑8 | BOUSQUET, Traduit…, Op. Cit., p. 12 |
↑9 | Ibíd., p. 167 |
↑10 | BLANCHOT, Maurice. 1977. Falsos pasos. Valencia: Pre-Textos, p. 233 |
↑11 | DERRIDA, Jacques. 2011. Parages. California: Stanford University Press, p. 229 |
↑12 | SPINOZA, Baruch. 1988. Tratado de la reforma del entendimiento. Principios de filosofía de Descartes. Pensamientos metafísicos. Madrid: Alianza Editorial, p. 78 |
↑13 | WEIL, Simone. 2009. A la espera de Dios. Madrid: Trotta, p. 120 |
↑14 | WEIL, Simone. 2011. Pensamientos desordenados. Madrid: Trotta, pp. 54-55 |
↑15 | BOUSQUET, Joë. 1977. Le bréviaire bleu. Limoges: Rougerie, p. 44 |
↑16 | BOUSQUET, Joë. 1996. Les Capitales. Paris: Deyrolle, p. 50 |