Llevaba bastante rato en la sala de espera ―abarrotada, inmensa y muda― cuando llegó la chica. Ocupó un asiento a mi lado y al momento sentí el calor del sol anaranjado que tenía dibujado en su camiseta. De una bolsa de plástico de esas para guardar pruebas médicas sacó un «Mortadelo» y retó, desde la primera viñeta, al silencio solemne con sus carcajadas. Sacudía la cabeza hacia atrás y mostraba dos hileras de dientes centelleantes. Yo reprimí una risita que intenté disfrazar como tos nerviosa mientras paseaba tentativamente la mirada a mi alrededor. Una mujer se sujetaba la comisura de los labios con el pulgar y el índice para que no se le descolgara la mandíbula y a su acompañante le huía la papada temblona de la órbita del cuello de la camisa. Cuando la enfermera vino a buscarme para la visita con el oncólogo, avancé provocando un contagio que se fue agravando de hilera en hilera de sillas de duro plástico. Vi caras congestionadas, palmetadas en los muslos, hilillos de saliva. Y lágrimas, pero de las que salpican sin dejar surcos. Me giré antes de que se cerrara la puerta de la consulta y lancé un beso a la chica, que me sonreía por encima de las páginas del tebeo.