Siempre es un placer leer a Flaubert. Y es que siempre consigue que uno se sienta identificado no con los protagonistas de sus novelas y relatos, sino con la visión propia que el autor da de la sociedad en la que se ambienta su obra. Una sociedad que era la suya y que dejó manifiesto que no le inspiraba mucho más que un profundo hastío. Una sociedad que, a pesar de haber transcurrido un siglo y medio, apenas se diferencia de la actual en aquellos aspectos que provocaban la molestia de Flaubert. Aunque sí hay que distinguir que la crítica social de su literatura se centraba más en la clase burguesa acomodada y moralista de la época, mientras que los males de la nuestra son el mismo moralismo hipócrita junto con el conformismo y el aborregamiento que se extienden a todas las clases. Pero yo quiero hablar de una obrita que, obviamente, refleja esa crítica insistente del autor, pero endulzada por el protagonismo de un alma que no puede despertar en el lector otra cosa que no sea ternura. Un alma de Dios. Y aunque el título original en francés (Un coeur simple) identifica mejor el carácter de la protagonista, lo cierto es que la traducción es más que acertada. Vamos a ver por qué.
Felicidad, que así se llama la protagonista, quedó huérfana muy joven y como sus hermanas tomaron cada una un camino, a ella no le quedó más remedio que buscar el suyo propio. Los inicios fueron muy duros, trabajando en condiciones inhumanas. Y cuando las cosas le empezaron a ir bien, fue el desengaño de su única historia de amor lo que provocó que decidiese buscar otro camino. El profundo dolor que le causó una promesa de matrimonio desvanecida sin remedio la obligó a cambiar de aires y fue así como conoció a la viuda madame Aubain, quien la tomó como cocinera. Aunque sus labores al servicio de la familia abarcaron mucho más que la mera cocina. Cuidó y protegió a la viuda y a sus hijos como si de su propia familia se tratase. Y no solo a ellos. Pues, aunque el corazón de Felicidad era sencillo, a pesar de las cuitas que sufrió, jamás se endureció lo más mínimo. Y cuando un corazón como el suyo, que no había recibido instrucción religiosa, descubre la figura de Cristo, ya no puede hacer otra cosa sino amar. Eso es lo que le ocurrió a Felicidad cuando empezó a llevar a la hija de madame Aubain al catecismo y así fue como el resto de su vida quedó determinada por su infinita piedad.
En cuanto al carácter crítico de la obra, lo encontramos en el resto de personajes: el falso prometido de Felicidad, la propia madame Aubain, los nobles y burgueses que visitan la casa de ésta, la hermana con la que se reencuentra la protagonista… todos faltos de valores y movidos únicamente por su propio interés. Ahora bien, no son todos los personajes y tampoco son tan deleznables como los de Madame Bovary. Lo cierto es que Un alma de Dios refleja más bien el patetismo de esa sociedad, mientras que la obra más conocida de Flaubert en algunos momentos llega a resultar desagradable por la necedad, la fatuidad y la mezquindad que reflejan los distintos personajes. Diría que si hay algo en lo que se puedan comparar ambas historias es en el contraste existente entre el carácter de la protagonista y los demás personajes como representantes de esa sociedad decadente. Y como Felicidad es una santa sin necesidad de compararla con madame Bovary (que no tiene perdón de Dios), su entorno es mucho menos perverso. Eso no quita para que Flaubert se dedique a sembrar desdichas en la vida de la pobre criada. Tanto que uno acaba pensando que el nombre de la protagonista es una broma del autor. Aunque si se tiene en cuenta su constante carácter afable, su resiliencia y su ya mencionada infinita piedad, ¿por qué no llamarla Felicidad? Alguien que al final de sus días, cuando todos a los que conoció, quiso y cuidó han muerto o se han ido, cuando lo único que le queda es el cadáver disecado de su adorado loro, sorda y medio ciega, aun con todo eso, preserva su bondad inmaculada. ¿Acaso no merece ese nombre? Y tal vez es ahí donde precisamente yace la verdadera crítica social de este relato, y es que es una pobre criada cándida e inculta que acaba dedicando su vida a los demás el único y admirable ejemplo de voluntad y dignidad en una sociedad burguesa disoluta y autocompasiva.
Tanto que, cuando la situación de Felicidad ya no puede ser más precaria, el propio autor acaba mostrando cierta compasión por ella y con cierto humor empieza a centrarse enel loro disecado cada vez que puede y en situaciones de lo más patéticas o ridículas, pero no faltas de ternura. Y es al final de la historia, en el último capítulo, donde Flaubert despliega la belleza de su narrativa con toda su intensidad. Me encantaría desmenuzar aquí ese momento y compartir mi experiencia al leerlo, pero estaría feo destripar el final y prefiero dejarlo ahí. Colosal colofón.
¡Ah! Se me olvidaba mencionar que Flaubert, en su obsesión por el detalle, pidió prestado al Museo de Ruan un loro disecado para escribir este relato. Y tras la anécdota sólo me queda recomendar leer Un alma de Dios cualquiera de esas tardes de las vacaciones de verano en las que el calor infernal hace que salir de casa no sea una opción. Una lectura sin pretensiones y simplemente para practicar el sabio consejo del mismo Flaubert:
“No lean, como hacen los niños, para divertirse o, como los ambiciosos, para instruirse. No, lean para vivir”.
Título: Un alma de Dios |
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