Las grandes mentes iluminadas de siempre han tenido esa pretensión mística de impulsa a las personas hacia un prometedor futuro, algo que los convirtiera en seres nuevos más allá de las corruptas fronteras del presente. Algunas anécdotas en los propios orígenes del cristianismo nos puede servir para ilustrar esa pugna por totalizar, de un modo útil, todo hay que decirlo, nuestra concepción de la historia mediante la creación de una literatura liberadora y las herramientas “mágicas” del que se vale la misma para crear un engaño en nosotros.
Es en la figura de Pablo de Tarso, el hombre que despertó verdaderos recelos en sus coetáneos, donde se dio sentido y forma al cristianismo al liberar el mismo de sus raíces judías, señalando la pesada carga de las prácticas cultuales de estas y abriendo, así, el cerco que guardaba el deseo de identidad del pueblo escogido por Dios. Es a partir de entonces, que la idea fija de seguir atrincherados tras los muros del templo, de crear violencia tras la confesión de las promesas salvíficas, da paso al concluyente acontecimiento salvador en la figura de un Jesús universal, el cual llama a todos los pueblos. Ese es el verdadero símbolo del amor cristiano, este no es algo que produzca armonía, sino que es algo caótico que viene a sembrar cizaña entre padres, hijos, hermanos, etc., para romper, de este modo, ese “identitarismo racionalista” que subsume al pueblo.
Se crea a partir del resultado de aquel Concilio de Jerusalén, al que Pablo había ido para confrontar el problema que suscitaba los judaizantes, una internacional que obrara hacia el mundo entero, y con la pretensión de liberar a los seres humanos de sus cadenas. Todos son iguales ante los ojos divinos puesto que este ha venido a liberarnos a todos, sin distinción de clases.
La tradición queda, pues, configurada en un afán misionero que traerá grandes frutos. Atrás quedan los recelos de aquellos que no querían desatarse de la tradición judía. A lo largo del tiempo, y debido a los resultados de la expansión del cristianismo, todo aspecto tradicional quedará relegado a los márgenes de aquella verdad que inspira esta nueva religión. Los garantes y transmisores de la misma impondrán los propios principios de esta, a la par que restringirán todo aquello, según el contraste con su propio criterio, que vuelva la espalda al evangelio, puesto que Jesús, como he dicho, es concluyente y liberador absoluto. Todo debe acomodarse bajo el mismo cielo, no hay margen para el no ser, no hay margen, parafraseando a nuestro querido Antonio Escohotado, para el conocimiento.
A lo largo de la historia hemos visto repetido todo este mismo proceso. En toda historia revolucionaria, ha habido un “plus sintomático” en ese proceso que ha permitido liberarnos de los grilletes que nos mantenía esclavizados. Este se ha aprovechado de ese miedo inmemorial que sentimos hacia los que vienen de más allá, para echarnos a los brazos de alguien que guíe nuestra conciencia a través del inmenso campo de inseguridades que nos asolan. Un alguien que actúa como bote salvavidas, un alguien absoluto que termine por darnos una seña de identidad que defenderemos, igual que el pueblo escogido, con uña y dientes.
Al igual que Pablo cuando señaló al dios no conocido en Atenas y dijo: “Pues bien, lo que adoráis sin conocer, eso os vengo yo a anunciar” (Hechos 17:22-17:31), todo movimiento revolucionario está forjado sobre una profunda fe religiosa, y los que se dan en la actualidad no presenta ninguna excepción. Ese Dios no conocido, en el mundo griego, es imprevisible y no ocupa un lugar concreto, es el vínculo que nos une con los distintos relatos ficticios. Lo podríamos comparar con la relación de una economía de mercado que es manejada por la imposibilidad del cálculo, con el principio de incertidumbre de Heisenberg, con ese craso error que escapa a una pedagogía conductista, con ese punto oscuro que está más allá de cualquier control psicológico, etc. Bien, todos estos puntos son señalados por la persona iluminada de turno para desvelarnos al “Dios cristiano” oculto, y así poner un guardián omnisciente y omnipotente que desvíe todas nuestras inseguridades. Este, a la par que difumina todos nuestros errores, alimenta de manera retroactiva una única tradición, es el peaje que debemos pagarle.
Surge el camino de un nuevo mito del que renacerá una persona fiel y totalmente filtrada de imperfecciones, el ser humano nuevo. Este, al igual que antaño con los símbolos religiosos paganos o precolombinos que se «cristianizaba» para incluir a los otros en una esfera de poder, también es abducido hacia una misma esencia divina que no admite alternativas, y se nos dice —, bajo esta hazaña liberadora será esto o no será nada—.
Todo está forjado bajo el mismo yugo religioso. (Del cristianismo a las nuevas corrientes ideológicas)
3 agosto, 2023
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