Hoy desparecerá para siempre la casa en la que padre ha vivido toda su vida. Lo mató una angina de pecho hace poco más de una semana. El médico se lo había advertido, pero él decidió no renunciar a sus cigarrillos.
La petaca de cuero todavía conserva picadura de tabaco. Reposa, tal y como él la dejó, sobre la mesita baja que construyó cuando yo era todavía una niña. Lo recuerdo sentado en su mecedora, fumándose un pitillo y contándome entretenidas historias sobre viajes que nunca hizo, pero que yo, en mi inocencia infantil, creí verdaderas.
Ha muerto con las botas puestas, como se suele decir. Respondió con un no escueto y rotundo a quienes vinieron a ofrecerle un montón de dinero por su casa y sus cinco tahúllas de tierra. «Es mi casa, aquí nací, aquí moriré». Ni se inmutó cuando se lo robaron todo incluyendo su magra propiedad en un proyecto urbanístico.
Por más que me resulte duro decirlo, creo que la Muerte le ha hecho un favor. De seguir vivo lo hubieran tenido que sacar a rastras de su casa, y ese habría sido su fin. He venido hoy, antes de que la excavadora convierta su vida en un solar, para decirle adiós. No me voy a llevar nada, ni siquiera la petaca, que tantos buenos recuerdos me trae. La vida de padre está aquí y aquí debe acabar. No soy quién para llevarme ni una pizca de ella a otro lugar, salvo mis propios recuerdos.