¿Cuáles son los riesgos de quemar libros hoy en día? En términos prácticos, no demasiados. Si uno se decidiese a prender fuego a toda su biblioteca, mientras tal acto permanezca en el ámbito privado, no hay riesgo de acabar sometido a un tribunal. No es el hecho de quemar el objeto libro, digamos, lo que es censurable en sí mismo, sino la motivación y su exhibición pública. Empero, incluso si uno está planeando una gigantesca quema de libros en el salón de su casa, aquí va un pequeño aviso: las hojas contienen cloro, que puede liberar sustancias tóxicas capaces de provocar lesiones cutáneas, daños hepáticos, malformaciones congénitas y otras enfermedades, así que recuerde, antes que nada, airearlas. Extraña forma, pensarán algunos, de comenzar una despedida. Y debe serlo, en la medida en que Nuccio Ordine ha muerto, antes de tiempo, en medio de los tiempos de indigencia que decretaron Hölderlin y, más adelante, Heidegger.
Quienes queman libros saben lo que hacen. Esto hay que repetirlo. Tenemos muy viva en la memoria la fatwa que el ayatolá Jomeini emitió a finales de los ochenta, en la que se ordenaba el asesinato de Salman Rushdie… ¡por haber cometido el simple pecado de escribir! Entonces, ¿por qué debería extrañarnos esta forma de comenzar una despedida? A fin de cuentas, la quema de libros es una constante en la historia y tiene un significado muy especial: lejos de ser obra de las masas incultas, siempre ha sido iniciada por gobernantes que conocían bien el poder de las palabras. Es sobre todo el resultado de revoluciones, bien de carácter religioso o antirreligioso. Así ocurrió en el Egipto de los faraones y en la antigua China. O en Roma, donde Augusto, admirador de Virgilio, ordenó quemar miles de obras antiguas en nombre del Estado. También los autos de fe de Teodosio II y Valentiniano III contra los nestorianos o los seguidores del Savonarola, gracias a los cuales ardieron obras de Dante, Boccaccio o Petrarca. A la excomunión de Lutero en el siglo XVI le siguió, por supuesto, la quema de sus libros.
Pero aún podríamos continuar, pues, por su parte, la mayor parte de las revoluciones han propiciado por sí mismas la destrucción de libros y bibliotecas. Francia –aparente cuna de las libertades- no fue una excepción durante la Revolución y la Comuna. Ni mucho menos la pavorosa Rusia de los bolcheviques, donde la esposa de Lenin, Nadezhda Krúpskaya, a cargo del Comisariado para la Educación Pública, ordenó la quema de libros de Kant y Descartes, entre otros. De hecho, incluso tras la muerte de Stalin, el régimen soviético no fue mucho más tolerante con los críticos del régimen, como demuestra la inclusión en la lista negra de las espléndidas El doctor Zhivago, de Pasternak, o Archipiélago Gulag, de Solzhenitsyn, años más tarde. En la Alemania nazi, los autos de fe fueron orquestados por el Ministro de Propaganda del Tercer Reich, Goebbels, filólogo, lector de clásicos griegos y… ¡bibliófilo! (sic). Su objetivo era, claro, principalmente los autores judíos. La historia y la barbarie se perpetúan, pues, desde hace más de tres mil años.
Es inútil asombrarse de esta despedida, decía, porque son (aún) tiempos de indigencia. Más aún si digo, como George Steiner, que quienes queman libros saben lo que hacen: «en esa gran polémica con los muertos vivos que llamamos lectura, nuestro papel no es pasivo. […] La lectura es un modo de acción. Conjuramos la presencia, la voz del libro. Le permitimos la entrada, aunque no sin cautela, a nuestra más honda intimidad. Un gran poema, una novela clásica nos asedian; asaltan y ocupan las fortalezas de nuestra conciencia. Ejercen un extraño, contundente señorío sobre nuestra imaginación y nuestros deseos, sobre nuestras ambiciones y nuestros sueños más secretos. Los hombres que queman libros saben lo que hacen. El artista es la fuerza incontrolable: ningún ojo occidental, después de Van Gogh, puede mirar un ciprés sin advertir en él el comienzo de la llamarada. Así, y en una medida suprema, ocurre con la literatura»[1]STEINER, George. 2003. Lenguaje y silencio. Barcelona: Gedisa, p. 26.
Entonces, ¿a qué esta introducción, si todo lo que quería –quiero todavía- escribir es una despedida? Nuccio Ordine ha muerto. Shakespeare lo ha dicho antes: la lengua de hierro de la medianoche ha hablado. Ha dicho que Ordine ha muerto. Si bien es cierto que a la literatura le gusta considerarse, gracias a ciertas veleidades de la crítica, en un estado de crisis perpetua, nunca como en este tiempo deberíamos preguntarnos, en verdad, si nuestra sociedad necesita realmente su aportación cultural. Es inútil la pregunta y, posiblemente, también la literatura misma. Pero esto hay que matizarlo. En el discurso actual, centrado en la ética de la productividad exasperada, la literatura es un saber inútil alejado de las necesidades de la realidad, del que más nos valdría acabar desconfiando y distanciándonos. Nuccio Ordine ha muerto. Y por eso tengo que despedirlo.
La utilidad de lo inútil (2013), y por aquí tendremos que empezar, el célebre ensayo del serenísimo filósofo calabrés, no pretende alimentar la oposición entre las disciplinas humanísticas y científicas –entre el llamado saber inútil y el tótem de la utilidad dominante-, sino reivindicar esa libertad de espíritu creativo y de conciencia ética que permite a la esfera cultural, entendida en su sentido más amplio, desempeñar un papel activo en el crecimiento del conocimiento y del sentimiento civil de la humanidad. Puede decirse que Ordine se encontraba cómodo entre libros y por eso puede pasar, sin problema, a lo largo de su obra, de Montaigne a Rilke, de Yourcenar a Heidegger o de Woolf a Celan. Cuando cuestiona la concepción actual del conocimiento, que sacrificaría la comprensión holística de una disciplina en el altar de la presunta cientificidad de lo fragmentario, o al abordar los efectos desastrosos de la lógica del beneficio, el ensayo de este bibliófilo, que ha muerto demasiado pronto, palpa, a propósito, una de las úlceras contemporáneas: no ya que la literatura puede volver a ser necesaria si redescubre su vocación hacia el bienestar de la humanidad, sin dejar por ello de reivindicar su propia autonomía, sino también su potestad para no ser útil.
El mayor logro de la literatura, y por lo mismo el más grande de los elogios posibles, es posiblemente que no sirve para nada. Entonces, si es inservible, cabe preguntarse por qué, «cuando prevalece la barbarie, el fanatismo se ensaña no sólo con los seres humanos sino también con las bibliotecas y las obras de arte, con los monumentos y las grandes obras maestras»[2]ORDINE, Nuccio. 2021. La utilidad de lo inútil. Barcelona: Acantilado, pp. 19-20 (en adelante, todas las citas, extraídas de esta edición, serán consignadas entre paréntesis). Y continúa, enumerando casos de autos de fe como los budas de Bamiyán, arrasados por los talibanes en Afganistán, los manuscritos del Sahel y las estatuas de Alfaruk en Tombuctú amenazadas por los yihadistas. Estas son, sin duda, «cosas inútiles e inermes, silenciosas e inofensivas, pero percibidas como un peligro por el simple hecho de existir» (20). Me temo que todo esto guarda una relación estrechísima con el nacimiento de la más vacua de las devociones posmodernas: la eternidad del crecimiento económico y la veneración de lo útil como precepto de salvación. Pero eso daría, naturalmente, para otro texto, así que no volveré sobre ello.
Aquí Ordine marca la pauta: lo que se ofrece es un varapalo a la justicia por mano propia. Porque la otra cara de la moneda suele ser siempre el lugar de lo que importa. Escritores, filósofos, gigantes de la existencia… todas esas voces son también las de Ordine. Lo inútil, para resumir su abundante pensamiento, es lo que define al hombre y lo saca del torrente del destino, lo arranca de sus instintos posesivos y dominadores, y da sentido, en fin, al absurdo del mundo cerrado. Ordine no combate la utilidad como categoría, sino que la rechaza como postrimer punto de referencia. Lo útil es útil, por supuesto. Pero al mismo tiempo es demasiado poderoso, lo invade todo, expulsa la interioridad y se opone al arte. Erradicar lo inútil, en tiempos de indigencia –de relativismo, si queremos- se ha convertido en el gran tema de moda. Ha ocupado su lugar como el mal que hay que confesar, so pena de castigo, y erradicar. Son numerosas las conferencias en las que priman los ¿principios? del menos es más y el elegir sabiamente.
Naturalmente, este es un fracaso sin precedentes de los gestores políticos: los estados, en manos de aventureros empedernidos, ya no disponen de las herramientas necesarias para distinguir la inutilidad perjudicial de la inutilidad útil. Así que corresponde a los lectores y a ciertos pensadores como Ordine –ajenos a las encarnizadas luchas políticas, donde uno ya no es capaz de distinguir con nitidez al amigo del enemigo- defender constantemente los inútiles útiles. No entraré en matizaciones sobre lo que ha devenido útil en nuestro tiempo, esto es, la cultura de la muerte frente a la vida o, por ejemplo, el enésimo intento, día a día, de adaptar lo humano a tareas funcionales como las máquinas, siervos ideales de lo útil. No lo haré, pues esta sólo pretende ser una despedida a Ordine y sus palabras son lo que ahora nos importa: «la utilidad de los saberes inútiles se contrapone radicalmente a la utilidad dominante que, en nombre de un exclusivo interés económico, mata de forma progresiva la memoria del pasado, las disciplinas humanísticas, las lenguas clásicas, la enseñanza, la libre investigación, la fantasía, el arte, el pensamiento crítico y el horizonte civil […]. En el universo del utilitarismo […] es fácil hacerse cargo de la eficacia de un utensilio mientras que resulta cada vez más difícil entender para qué pueden servir la música, la literatura o el arte» (11-12).
In principio erat la utopía de un mundo de holganza y cultura. Ahora, bajo la dominación de la perfección, el rendimiento, la eficacia y la utilidad, el resultado es una sociedad tensa e insatisfecha. Todo se lleva al límite: eficacia, rendimiento, capital, ambición y comercio. Siempre más, y por doquiera máximos. Durante mucho tiempo, el lujo, las fiestas y el arte dieron valor al mundo de lo inútil y se opusieron a lo útil como contrapeso. Ahora también se ven amenazados por la obsesión de tener que servir para algo. Antes, su única meta era la felicidad de los humanos. Hoy es la obligación de triunfar, de integrar lo útil y convertirlo en la pieza clave del alma de los hombres. En lugar de que lo inútil sirva como fuente de felicidad, lo útil se ha convertido en moral, y el resultado final es la extenuación. Sin la libertad y la gratuidad del conocimiento y de la investigación, sin un sistema que esté fuera del territorio donde se ejerce la dictadura del beneficio, la ciencia da vueltas, se repite y yerra el tiro. Produce, en fin, sólo ideología. Además, en el sistema del beneficio dominante, lo que se pierde es la curiosidad. Al hombre contemporáneo, así lo explicaba Heidegger y nos lo recuerda Ordine, «es cada vez más complicado sentir interés por cualquier cosa que no implique un uso práctico e inmediato para fines técnicos» (72). Lo inútil es el gran negocio de la literatura. Lo inútil fundamental –el amor-, por supuesto, pero también los mundos interiores.
No es casualidad, por ello, que la literatura universal celebre como uno de sus grandes personajes a un titán de lo inútil hasta la burla: Don Quijote. Víctima ridícula e ingenua de la mentalidad evidente de su época, en sus aventuras se hallaba una verdadera αλήθεια, un desvelamiento entre bastidores. Literatura significa, sin otra cosa, necesidad de lo inútil. «Si dejamos morir lo gratuito», escribe Ordine, «si renunciamos a la fuerza generadora de lo inútil, si escuchamos únicamente el mortífero canto de sirenas que nos impele a perseguir el beneficio, sólo seremos capaces de producir una colectividad enferma y sin memoria que, extraviada, acabará por perder el sentido de sí misma y de la vida» (25). Quienes queman libros saben lo que hacen. ¡Cuántos son los peligros que entraña el conocimiento! Por su gratuidad y desinterés, la literatura podría ser la panacea –verdadera inmunización- para los males que, como el utilitarismo, aquejan a nuestro siglo, contagiado de una desertización creciente que ahoga el espíritu o de esa competencia, entre los hombres, que ha llevado a la pérdida de lo que un día fue solidaridad. Más que nunca, parece pues necesario enseñar lo inútil, defender el conocimiento y la cultura desde una perspectiva humanista y volver a una pregunta fundamental: ¿cómo hacer que la humanidad sea más humana? Porque «los descubrimientos fundamentales que han revolucionado la historia de la humanidad son fruto, en gran parte, de investigaciones alejadas de cualquier objetivo utilitarista» (104).
Ordine presenta en La utilidad de lo inútil, a tales efectos, un texto de Abraham Flexner, el educador norteamericano que, a finales de los años treinta, citaba varios ejemplos de grandes descubrimientos científicos en los campos de las telecomunicaciones, la electricidad y la bacteriología, posibles gracias a investigaciones que no tenían ningún objetivo práctico. Esta es la utilidad de lo inútil, una batalla que se libra junto al humanismo. Reconozcamos, de una vez por todas, que los humanistas somos difíciles de gobernar. La literatura es una aventura que proporciona la vitalidad y el aire de libertad que tantas veces nos arrebatan los manuales escolares, que todo lo momifican y entristecen. A su manera, la batalla de Ordine me ha recordado siempre a la que libró el metafísico y logócrata Boutang, sobre todo en dos obras clave como Les abeilles de Delphes y su continuación, La Source Sacrée, basadas entrambas en un acervo considerable de cultura, donde cada pasaje dedicado a un poeta, narrador o ensayista son de una inteligencia y un fervor extremos.
Como Pierre Boutang, Ordine crea una poderosa alianza entre modernidad y tradición frente a la debacle de la anticivilización moderna.
Toda su obra discurre por cauces similares. Por ejemplo, cuando, al escribir sobre Giordano Bruno, expone que «cada elemento de la escritura […] tiene que ajustarse al concepto de un universo infinito donde la vida palpita dentro del elemento más pequeño y la varietas reina suprema»[3]ORDINE, Nuccio. 1996. Giordano Bruno and the Philosophy of the Ass. New Haven and London: Yale University Press, p. 144., o incluso en ese instante luminosísimo de Tres coronas para un rey[4]ORDINE, Nuccio. 2022. Tres coronas para un rey. Barcelona: Acantilado, deviene, de repente, una suerte de Ginzburg que escribe como el mejor Calasso, acompañándose de grandes figuras del siglo XVI. Sabemos que no está lejos de sus Clásicos para la vida o Los hombres no son islas, siempre tras el mismo parapeto, reivindicando, como Aristóteles, el asombro como resorte que desencadena el deseo de conocer. El conocimiento tiene valor cuando se busca por las más puras ansias de conocimiento, no en vista de lo que de él se deriva. Así es la fuerza generadora de lo inútil: frente a la quimera de una utilidad embaucadora, será siempre el bastión frente a la colectividad sin identidad.
La defensa de Ordine nos insta a exigir que la verdadera escuela, la que forma ciudadanos responsables, construya un mundo en el que nadie pueda permanecer cubierto por un manto de indiferencia. No puede haber hombres justos que sean extraños a la ciudad. Los que viven de verdad no pueden sino ser ciudadanos. Estas son las llaves. Esta la ciudad, como ha escrito Dylan, hablando de trovadores clásicos. Lo que queda, además de los clásicos, señeros baluartes de la memoria, es el heroísmo de aquellos llamados a la enseñanza por vocación y no por afán de lucro o meramente de retiro. Ordine nos hace partícipes inmediatos: la complejidad del mundo no se pliega a consignas fáciles ni a interpretaciones simplistas. Sólo abrazar una incesante objeción de vivir salvará a la sociedad del oscurantismo rampante. La anamnesis constante de la conciencia histórica devolverá la vaga esperanza del vendedor de almanaques a un sistema totalmente aniquilado que necesita recuperar la belleza de la gratuidad. Existen conocimientos que, precisamente por su carácter gratuito y desinteresado, pueden desempeñar un papel fundamental en el cultivo del espíritu y en el crecimiento civil y cultural de la humanidad, defendiéndola de la carcoma de la indiferencia. Útil es, pues, todo lo que nos ayuda a ser mejores: «ser ciudadano del mundo significa tener la capacidad de superar el limitado perímetro de los propios intereses egoístas para abrazar lo universal, para sentirse parte de una inmensa comunidad constituida por los semejantes»[5]ORDINE, Nuccio. 2022. Los hombres no son islas. Barcelona: Acantilado, p. 17.
Ordine es el gran apologeta de lo inútil, cuyo principal escuadrón es el conocimiento, porque escapa a la lógica del beneficio y se niega a encuadrarse en los obscenos esquemas de ese utilitarismo que monedea la cultura, calcula sus réditos y promueve su usufructo para el beneficio inmediato. La obra del filósofo –de título oximorónico y provocador-, de la que me he servido como excusa para esta despedida, denuncia una crisis profunda y casi irreversible, determinada por la elección de una jerarquía precisa de valores, moldeada sobre la distorsionada percepción de la realidad. Sólo lo que sirve y hace ganar dinero dicta la ley. En su orden perfecto, el texto de Ordine aparece dividido en tres partes: la primera se propone demostrar la inutilidad útil de la literatura. El autor cita a los filósofos Petrarca, Aristóteles, Platón, Kant, Ovidio y Montaigne, pero también a Lessing, Lorca o Ionesco. En la segunda parte, Ordine muestra que las reformas, la continua reducción de los recursos financieros y el afán de lucro en la educación, la investigación básica y las actividades culturales –sobre todo en Italia, pero puede extrapolarse también a España- están teniendo consecuencias desastrosas.
Se rebaja el nivel de la enseñanza para facilitar el éxito de los estudiantes, se recorta la enseñanza de los clásicos de la literatura y la filosofía, y las instituciones se transforman en empresas que fabrican diplomas al menor coste posible para el mercado de trabajo con el fin de ser competitivas. Limitar la educación a este objetivo, sin embargo esencial, es privarla de la dimensión pedagógica, que siempre está lejos de cualquier forma de utilitarismo: «Habrá que resistir a la disolución programada de la enseñanza, de la investigación científica, de los clásicos y de los bienes culturales. Porque sabotear la cultura y la enseñanza significa sabotear el futuro de la humanidad» (111). Por último, en la tercera parte, Ordine muestra el valor ilusorio de la posesión y sus efectos destructivos sobre la dignidad humana, el amor y la verdad. Este es un libro peligroso, como lo es, en definitiva, la obra de su autor. Dónde están, me pregunto, los bomberos de Ray Bradbury cuando hacen falta. ¡Es imposible soportar tanta realidad! No es la riqueza acumulada lo que constituye la dignidad humana, sino el libre albedrío. Creer en la verdad y mantenerla viva consiste precisamente en cuestionarla, porque «sin la negación de la verdad absoluta no puede haber espacio para la tolerancia» (131).
Es peligroso advertir el peligro. Ordine, que por fortuna ha muerto sin fatwa ninguna sobre su persona, comprendió –quizá demasiado pronto- la peligrosa involución del panorama cultural actual, acosado por imperativos corporativistas. Despedirnos de él es continuar, a nuestra humilde manera, su legado: exaltar todo lo que de ineludible tienen los clásicos en cuanto a forjar la personalidad individual y alcanzar el dominio de las herramientas de interpretación de la realidad. Sólo el estudio y el esfuerzo, exigidos por el análisis minucioso de los textos, conducen a la plena conciencia de uno mismo y por eso del mundo. Los clásicos, los inútiles clásicos –portadores de conocimientos milenarios, estratificados en nuestra cultura y germinados en otras dimensiones-, preludian y contribuyen a que alcancemos la ansiada condición de hombres libres y pensantes, conscientes del pasado y de nuestras raíces, y han sido siempre el punto de partida de Ordine para tratar de formar a las nuevas generaciones de ciudadanos. Sus paseos atraviesan lugares y siglos, llenos de pasajes intemporales en los que inspirarnos para ahondar en determinados problemas que acucian al hombre moderno. Verbigracia, la gloriosa Ciudadela, de Saint-Exupéry, de la que sirve para contraponer posesión al amor verdadero; o Thomas Mann, de quien extrae máximas contra la corrupción y la prevaricación. Lo mismo Yourcenar, con su comparación entre fundar bibliotecas y construir graneros públicos o Mendel el de los libros, de Zweig, donde el filósofo encuentra una exhortación a que nos rindamos al poder de los libros y no al del dinero.
Por eso es necesario preservar a los clásicos del anticlasicismo y antihistoricismo que ha azotado –y azota- al sistema escolar, con cada ley educativa, que no forma personas capaces de vivir en el δῆμος, sino que solo ideologiza. Quizá, si lo hacemos, un día seamos conscientes de la deuda que tenemos con Ordine y, como él, terminemos por elevar a su verdadera efigie las palabras de John Donne: «Ningún hombre es una isla, ni se basta a sí mismo; todo hombre es una parte del continente, una parte del océano […] La muerte de cualquier hombre me disminuye, porque soy parte de la humanidad; y por eso no envíes jamás a preguntar por quién doblan las campanas; doblan por ti»[6]DONNE, John. 1969. Devotions upon emergent occasions: together with death’s duel. Ann Arbor: University of Michigan Press, pp. 108-109. Por todos doblan, no hay duda, máxime cuando la curiositas, que mueve a perseguir el conocimiento por el conocimiento y no con vistas a alguna utilidad o beneficio material, es desviada por todos los medios hacia caminos trillados y engalanados, de modo que nada pueda salirse del surco. Ordine se ha ido, mucho me temo que, todavía, en mitad de la larga ofensiva que se libra en nuestro tiempo convulso: la tiranización de las humanidades gracias al desprecio de una mirada perversa, que reivindica la superioridad del tener sobre el ser, del hacer sobre el saber.
Ser sabio es hablar al pasar, ha escrito Harold Bloom[7]BLOOM, Harold. 1994. The Western Canon. New York: Harcourt Brace & Company, p. 154, y yo pienso que, en efecto, cuando nos enfrentamos a una obra como la de Ordine, nos hallamos frente ante una ἀπορία por excelencia: cuanto más inútil es el conocimiento, más debemos defenderlo en su propia utilidad. No estamos buscando una senda cualquiera, sino que la obra de Ordine nos lleva a través de un πóρoς, esto es, una ruta marítima o fluvial, la apertura de un paso, y aquí es inevitable citar a la inmensa Sarah Kofman, «a través de una extensión caótica que transforma en un espacio cualificado y ordenado, introduciendo caminos diferenciados, haciendo visibles las diversas direcciones del espacio, orientando una extensión inicialmente desprovista de líneas o puntos de referencia. […] Disipa la oscuridad que reina en la noche de las aguas primordiales»[8]KOFMAN, Sarah. 1983. Comment s’en sortir? Paris: Galilée, p. 18.
Gracias a esa ruta, el ser humano ha tenido la oportunidad –aunque pueda parecer ya tarde- de realizar un descubrimiento prodigioso: que los clásicos nos enseñan que las fronteras y los nacionalismos no existen. Lo que cuenta, lo que nos transforma, es el viaje y no el destino. Sólo el conocimiento nos hace libres. La deuda es con Grecia, porque Europa habría sido impensable sin su cultura, y frente a toda suerte de nacionalismos, que suponen la vetustez y el marasmo, cualquier ejemplo de pensamiento clásico no es, pues, un volumen gastado que hay que guardar en algún estante polvoriento, sino un instrumento del pensamiento. Un testimonio del pasado que se sitúa en la línea divisoria: absorbe los estados de ánimo de la época, sin los cuales ni siquiera podrían concebirse, y miran más allá de su tiempo, como quien se sitúa en la cresta de una montaña y a un lado ve la tierra que ha dejado atrás, al otro el paisaje que podrá recorrer, todavía brumoso, pero fascinante y evocador. El éxito de La utilidad de lo inútil y, en general, de la obra de Ordine, atestigua, por lo menos, que existen aún lectores, regentes de una sociedad civil que entiende y comprende el valor de la educación humanística y rechaza la distorsión corporativista. Que se resiste al pensamiento único, aunque resulte algo desolador que ese pensamiento único, esa hybris totalizante, ocurra precisamente en Europa, es decir, en la patria y cuna de la cultura occidental. Ordine sabía bien lo que hacía, o intentaba hacer: defender la identidad cultural europea cultivándola en las escuelas, tratando de convertirla en el eje de su sistema educativo.
A los humanistas nos queda, casi como aquellos heroicos judíos del gueto de Vilna, salvar los más valiosos documentos, primero de los nacionalsocialistas y, más tarde, de la ocupación soviética. El conocimiento es demasiado inútil como para no arriesgarnos a salvarlo. Al término de la búsqueda en los rincones del horizonte moderno, quizá una corona de nuevas provincias conozca un resplandor vivo que devolverá la grandeza y lo salvífico del destino humano. Es esta acuciante preocupación por ayudar a reencontrar al ser humano con una verdad originaria, alejada de la técnica, lo que nos otorga –hoy que tenemos que despedir a Ordine, bendito sea- la frescura juvenil de un amanecer soleado. Quienes queman libros saben lo que hacen, en efecto, pues aquellos son, sin otra cosa, un inútil, dulcísimo privilegio para quienes desean considerarse no súbditos, sino regentes de sus propios reinos.
Título: La utilidad de lo inútil |
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Referencias
↑1 | STEINER, George. 2003. Lenguaje y silencio. Barcelona: Gedisa, p. 26 |
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↑2 | ORDINE, Nuccio. 2021. La utilidad de lo inútil. Barcelona: Acantilado, pp. 19-20 (en adelante, todas las citas, extraídas de esta edición, serán consignadas entre paréntesis) |
↑3 | ORDINE, Nuccio. 1996. Giordano Bruno and the Philosophy of the Ass. New Haven and London: Yale University Press, p. 144. |
↑4 | ORDINE, Nuccio. 2022. Tres coronas para un rey. Barcelona: Acantilado |
↑5 | ORDINE, Nuccio. 2022. Los hombres no son islas. Barcelona: Acantilado, p. 17 |
↑6 | DONNE, John. 1969. Devotions upon emergent occasions: together with death’s duel. Ann Arbor: University of Michigan Press, pp. 108-109 |
↑7 | BLOOM, Harold. 1994. The Western Canon. New York: Harcourt Brace & Company, p. 154 |
↑8 | KOFMAN, Sarah. 1983. Comment s’en sortir? Paris: Galilée, p. 18 |