―Enseguida se le pasará ―decía padre entre dientes como cuando soltaba maldiciones en la puerta del bar, la mirada fija en la torre de la iglesia. Y es que impresionaba oír a Salva balar dulcemente cuando se acercaba el Jueves Santo. La abuela le colgaba al cuello una esquila por miedo a que se lo llevara el lobo y, cuando se le empezó a llenar el cuerpo de una lana blanca y acaracolada, se confirmaron nuestros temores. También los rumores que corrían por el pueblo de que era el hijo adulterino de mi madre y el sacristán. El caso es que logró escaparse una noche sin luna rompiendo el cercado con los dientes, y solo nos queda de él una fotografía que apareció en el periódico, con la carne desgarrada y desangrado sobre el asfalto por mediar en una pelea a navaja de borrachos.