Cuando nació mi hijo, recuerdo haber pensado que la humanidad se dividía entre quienes detenían sus vehículos ante el paso de cebra en el que yo esperaba, paciente, con el asa del carrito en mis manos, y quienes no lo hacían.
Pero la idea fundamental no fue ésta. Ni siquiera fue mía. En realidad, me la había dado, años antes, un ciudadano anónimo del pueblo de mi mujer, cuando me mudé con la idea de alquilar un piso y casarnos. Entre las pocas cosas que traje conmigo estaba un coche de segunda mano, que no tardó en estropearse. Como la avería era importante, el taller me ofreció un vehículo alternativo mientras los mecánicos lo reparaban. El coche llamaba la atención, por su tamaño minúsculo y su color fucsia brillante. Tan ridículo era, que en la primera rotonda que tomé de vuelta a casa, un individuo me lanzó una naranja desde lo alto del balcón de una finca cercana. Me dio un susto de muerte. Por suerte, la fruta reventó con el impacto y esparció su pulpa por la luna delantera. Tuve que bajar a limpiarla.
No hubo daño, pero aquel impacto plantó una semilla en mi cabeza. Pues años después, cuando un conductor imprudente estuvo a punto de atropellarme a mí y a mi hijo sobre la bicicleta (por no darme la preferencia cuando yo la tenía), entonces se me impuso con luminosidad cristalina la idea de haberle lanzado una fruta podrida y mancharle el coche antes de que desapareciera. Me propuse dar una lección a quienes así ponían en peligro el bienestar de mi familia. Esa misma tarde, instalé en mi bicicleta una cesta delantera. Sin embargo, por miedo a que las frutas pudiesen causar algún daño, decidí sustituirlas por huevos. Un vecino criaba gallinas en su casa de campo y nos los regalaba. Con ello, además, aumentaría el simbolismo de mi acción; pues un huevo roto tenía la connotación de una vida perdida, y ese era el efecto que buscaba causar para agitar las conciencias. No el cristal, sino el corazón de los conductores era lo que deseaba quebrar cuando me los imaginaba limpiando —viscosos cual manchas de sangre— los restos de yema reseca.
Durante las próximas semanas tuve ocasión de lanzar muchos huevos. Pero los coches nunca paraban. Y tampoco lo hicieron cuando empecé a arrojarles piedras. Ni siquiera se detuvieron cuando el cuerpo de mi hijo golpeó contra sus ventanas, el día en que nos atropellaron. Con rabia, les lancé mi bicicleta entera; incluso les lancé el amor de mi mujer cuando se divorció mí… pero tampoco entonces los coches pararon. Ni siquiera cuando yo mismo hice un proyectil de mi cabeza y me tiré contra ellos, el día de mi suicidio. Ni aún después, cuando mis cenizas alcanzaron las nubes del cielo y, desde allí, seguí lanzándome contra sus cristales, cual kamikaze escondido entre la lluvia negra, y con cada gota mi cuerpo estallaba en un odio que pervivía más allá de la muerte.