Quisiera empezar a hablar y siento que ya es tarde, que ya no hay tiempo. Porque aquí acaba el tiempo donde no estoy y empieza el tiempo donde vuelvo a estar, donde vuelvo a empezar. Empezar a hablar con estas palabras, en y desde su propio principio, es, en efecto, empezar de nuevo. Entonces, ¿cómo puedo dirigir una palabra a Rilke, y sólo a él, en cada nuevo comienzo? Con demasiada frecuencia se produce un recomienzo a través de la reanudación de lo posible existente, de lo ya reconocido, y casi nunca se pone en acción lo posible desconocido de cualquier palabra. Entonces me pregunto si la mía, si mi palabra absolutamente mía hacia este poeta, podría ser alguna vez común. A fin de cuentas, a Rilke se le ha leído ya con profusión a estas alturas. Sin embargo, ¿no es menos cierto que, para que una palabra sea común, sólo puede ser idéntica a lo ya existente, a todo lo común existente?
Así que te corresponde a ti, palabra común, devolverlo todo a sus cimientos, a su origen, reinventar la gramática común en tu propia libertad. Como quiera que quizás tiene razón Benjamin cuando afirma que Rilke ofrece a la más pura poesía lírica, en el hondo silencio de su existencia, «el refugio apartado en el cual podía descansar»[1]BENJAMIN, Walter. 1991. «Rainer Maria Rilke und Franz Blei», en Gesammelte Schriften IV (I). Frankfurt am Main: Suhrkamp, p. 453, en ese silencio debería yo dejarle reposar también. Pero se ha cumplido el centenario de la publicación de los Sonetos a Orfeo y me veo incapaz de guardar todo el silencio que querría. Así es que mantendré mi palabra, pero a medias: diré sólo tres cosas, pues, como digo, apenas hay tiempo.
Lo primero que quisiera decir se refiere a la figura de Orfeo, porque lo que importa, antes que nada, es que los Sonetos a Orfeo comienzan igual que las Elegías de Duino. Después de todo, su problema esencial es el mismo, aunque sus soluciones sean distintas. En Duino, junto al mar, Rilke oye de pronto, en su interior, una voz que será el primer verso de las Elegías: «¿Quién, si yo gritara, me oiría entre las órdenes angélicas?»[2]RILKE, Rainer Maria. 2021. Gesammelte Werke. Hamburg: Nikol Verlagsgesellschaft, p. 921 (en adelante, todas las citas, extraídas de este volumen y traducidas por nosotros, serán consignadas entre paréntesis). Y la palabra clave de este primer verso es, por supuesto, hören [oír]. Pero el Rilke de esta pregunta se corresponde, no lo olvidemos, también con la convalecencia que sufre desde 1912, después de Malte, así como, de igual forma, con ese Rilke que, siguiendo el consejo de Lou Andreas Salomé, cuestiona la necesidad del psicoanálisis. No es en absoluto exagerado ver, por todo ello, una consecuencia fundamental en la poética rilkeana. Me refiero a la apelación al ángel. Aunque pueda parecer obvio, tenemos que insistir: la pregunta dirigida al ángel, única y dupla, sigue siendo sólo una pregunta, esto es, algo que pertenece al orden de la propia belleza angélica. Por el momento no diré nada más al respecto. La belleza tiene como sentido este único, puro y doble requerimiento sin respuesta, pues el ángel, idéntico a Rilke y que, como ha apuntado con acierto Adam Zagajewski, ha devenido atemporal, «está allí para guardar momentos de éxtasis […] horas de mística ignorancia, días de ocio, dulce lentitud de lectura y meditación»[3]ZAGAJEWSKI, Adam. 2017. Releer a Rilke. Barcelona: Impedimenta, p. 64.
Vayamos ahora al primero de los Sonetos, que contiene también, como palabra clave, hören, pero esta vez con la aparición de Orfeo. Una figura mitológica que, en cuanto canta, suscita la escucha universal, incluidos los animales, es decir, las criaturas que ya no están, como el ángel, más allá de lo humano, sino por debajo de él: «Y se elevó un árbol. ¡Oh, pura elevación! / ¡Oh, canto de Orfeo! ¡Oh, gran árbol frondoso en la escucha! / Y quedó todo callado. Pero incluso en ese silencio / había un nuevo comienzo, una señal y un cambio. // En la quietud, salieron los animales del calvero / liberado de genista y guaridas; / y entonces resultó que no habían callado / por astucia ni por angustia, // sino para oír» (957). Entonces, si la pregunta inaugural en las Elegías era una pregunta sin respuesta, una pregunta que sigue siendo una pregunta, es la respuesta en los Sonetos la que, desde el principio, deviene una respuesta sin pregunta: el Rilke de Duino es sólo esta pregunta de una escucha posible. Aquí, el cantor es escuchado porque, sin duda, su canto mismo es el creador del oyente. Aparte del valor temático, rico y profundo, de Orfeo, hay en esta figura una verdad aún más fundamental para Rilke, que tienta el estatuto mismo de lo poético. Esta será, en adelante, el canto poético que es, por sí mismo, capaz de hacer surgir inmediatamente a su oyente. Basta con que la canción se eleve y hallaremos el sensor fortuito convertido en oyente sagrado: el oído en un templo donde resuena la poesía misma.
Y si la cuestión del ángel, en efecto, ya no se plantea en los Sonetos, si nos hemos convencido ya de su representación problemática, como apuntará Cacciari[4]CACCIARI, Massimo. 1989. El ángel necesario. Madrid: Visor, p. 77 , es porque Rilke se ha convertido en aquel para quien ningún ángel es necesario, aquel para quien la cuestión de la escucha está resuelta, cuando ya la pura pregunta ha dado paso a la pura respuesta y la inmensa ansiedad afirmativa de las Elegías, por su parte, a la alta certeza, ora afirmada, de los Sonetos: la figura de Orfeo significa, en definitiva, una maestría absoluta y segura de sí misma que no es otra, en toda serenidad, que la del Rilke de los Sonetos, donde habremos de buscar, según la felicísima idea de Paul de Man, «la recaída desde una retórica de la figuración a una retórica de la significación»[5]DE MAN, Paul. 1979. Allegories of reading. New Haven & London: Yale University Press, p. 49.
La segunda cosa que diré se refiere también a Orfeo, un Orfeo que sigue siendo mitológico y que, por tanto, ha experimentado el inframundo. Un Orfeo que es a la vez de este mundo y del otro, y que conoce así la vida, pienso, desde sus dos lados, siendo la muerte, según Rilke, el lado de la vida que no está vuelto hacia nosotros: Orfeo es, para el poeta, el cantor, la vida y la muerte, y desde esta figura de Orfeo, de manera definitiva, formulará el Rilke de los Sonetos su poética esencial de la muerte. ¿De qué se trata, pues, todo esto? El poeta ha descubierto que el no-ser es la condición del ser, que la muerte es la condición misma de la vida, que cada momento, para alcanzar su plenitud de ser, debe estar inmediato en relación con el no-ser, que cada momento vivido debe ser total, la más pura relación con la muerte. No hay en ello nada epicúreo, nada de una vida que saborear plenamente ante la muerte, mas tampoco nada de existencial, como lo que se decía en El libro de horas: «la gran muerte que cada uno lleva dentro / es el fruto en torno al cual gira todo» (593). En definitiva, para el Rilke de los Sonetos, el ser humano es un Sein zum Tode. Está, pues, vuelto hacia la muerte. Por eso dirá René Char, en su Indagación de la base y de la cima, que «Rilke nos entrega el trébol de cuatro hojas de la muerte»[6]CHAR, René. 2016. Œuvres complètes. Paris: Gallimard (Bibliothèque de la Pléiade), p. 712.
Utilizaré aquí una comparación: el no-ser, para Rilke, es una suerte de caja de resonancia humana, y lo vivo sólo alcanza su plena intensidad si, en cada momento, la experiencia vivida se oye resonar, por así decirlo, sobre la nada. De ese modo, el diapasón produce un sonido, pero ese sonido sólo se oirá por entero si el diapasón se coloca sobre la caja de resonancia vacía. Por eso, dice Rilke, hay que vivir cada instante como una inmensa alegría, y esta alegría, al mismo tiempo, para que pueda, y sólo así, alcanzar finalmente su plenitud, hay que vivirla también como siendo ya la nada, anticipar cada despedida. Estar vivo como Orfeo y muerto como Eurídice: «Adelántate a toda despedida, como si quedara / atrás, como el invierno que se va. / Pues hay entre inviernos uno tan interminable que, de ser salvado, tu corazón sobrevivirá. // Sé siempre muerto en Eurídice, álzate cantando, / regresa, entre alabanzas, a la pura relación. / Aquí, entre los menguantes, en el reino de lo que declina, / sé un cristal sonoro que se hace añicos al sonar» (983-984).
Rilke pensaba que este soneto era el más cercano a él, quizá el más valioso de todos. Aquí estamos, en efecto, en el corazón de la poética rilkeana. Por tanto, lo que hay que comprender, y es esta la tercera cosa que voy a decir, es que para Rilke el tiempo ya ha sido superado, pues, en palabras de Heidegger, «es tan largo es el tiempo de penuria de la noche del mundo […] En la medianoche de esa noche es donde reina la mayor penuria del tiempo. Entonces, ese tiempo indigente ni siquiera experimenta su propia carencia. Esta incapacidad, por la que hasta la pobreza de la penuria cae en las tinieblas, es la penuria por excelencia del tiempo»[7]HEIDEGGER, Martin. 1977. Holzwege (GA 5). Frankfurt am Main: Vittorio Klostermann, p. 270. Sacra conversazione.
No hay tiempo. O mejor aún, como escribe Ferreiro Alemparte en su extraordinario análisis sobre Rilke y San Agustín, no hay «ninguna obra en la que la idea del tiempo aparezca con más insistencia, y donde, sin embargo, se experimente menos la noción del tiempo que en la obra de Rilke [pues] el tiempo aparece ya superado»[8]FERREIRO, Jaime. 1966. Rilke y San Agustín. Madrid: Taurus, p. 66. La vida está, para él, en relación absoluta con la muerte y no con la vida misma, ni el momento presente con el pasado. Rilke no es un elegíaco de la duración, sino sí del presente mismo en la medida en que este presente está siempre en relación con la nada. Es elegíaco, en cierto sentido, pero sin elegía o bien en otro sentido de ésta: aquel hacia el que, patética y triunfalmente, se elevan las Elegías de Duino. Entonces, para ser más exactos, cabe inferirse que Rilke es el elegíaco absoluto.
Por eso pienso que difiere de esa constelación centroeuropea a la que, sin embargo, pertenece. Este lugar común a todos, que es el de Broch, Musil e incluso Wittgenstein, esta visión de un presente en relación con el pasado, esta certeza en el fondo de que el fin de algo está en vías de realizarse es, en niveles muy profundos, lo que yo llamaría una mentalidad apocalíptica. Y si esta dimensión apocalíptica está más que ausente en Rilke, si es imposible en él, a pesar del juicio que lleva a cabo, en los Sonetos, de la civilización moderna, lo es porque la pura verticalidad y la elegía absoluta lo liberan originariamente de todo lo que pertenece a un modo horizontal. El tiempo, que no existe, encuentra su fórmula en La Princesa Blanca: «und die Zeit ist Raum»[9] RILKE, Rainer Maria. 1996. Werke I. Frankfurt: Insel Verlag, p. 121. Y el tiempo es espacio.
Quizá no sorprenda si dispongo a Rilke y a Brecht juntos, por más que sean antitéticos.
Me explicaré: Brecht es el poeta originario de la conversión del espacio en tiempo y el espacio, para él, es el momento de un proceso transitorio. Todo para él es historia, mientras que Rilke es el poeta de la conversión originaria del tiempo en espacio. Por eso pienso que se podría incluso distinguir entre poetas del tiempo, por una parte, y poetas del espacio, por otra, es decir, aquellos para quienes el ser es un avatar perpetuo en el proceso que debe realizarse. Aquellos para quienes el proceso es el modo aparente de un ser que siempre, y para siempre, ha seguido siendo lo que es. Aquellos para quienes, vuelvo a simplificar, sólo somos lo que llegamos a ser, para quienes sólo llegamos a ser lo que somos. Un día, por supuesto, nosotros los perecederos –e incluso, tal como se dice en las Elegías, los más perecederos- seremos aniquilados: nuestro destino es, en efecto, ser abatidos un día, pero hasta entonces nada cambia. Sólo somos lo que hemos sido desde que nacimos, la infancia está en nosotros por entero, sólo se ha hecho cada vez más fértil y más rica. La infancia en nuestra vida, dice Rilke, no es silenciosa.
¿Existe realmente el tiempo, destructor de todo? / ¿Cuándo, sobre el monte apacible, habrá de abatirse el castillo? / Y este corazón, que pertenece infinitamente a los dioses, ¿cuándo habrá de someterse al Demiurgo? (994). La voz del Soneto XXVII nos reclama: el tiempo no existe, para Rilke, sólo el espacio, ¿pero qué es, entonces, para él, este espacio? Es lo que Rilke llama el Weltinnenraum, literalmente el espacio interior del mundo[10]Me refiero a los versos de cierto poema sin título, fechado en agosto de 1914: «Durch alle Wesen reicht der eine Raum: / Weltinnenraum» [A través de todos los seres pasa el espacio único: / Espacio interior del mundo]
Vid., RILKE, Rainer Maria. 1996. Werke II. Frankfurt: Insel Verlag, p. 113. ¿Y qué significa esto? Para responder, debemos recurrir a este soneto, uno de los más sorprendentes, sencillo y secreto a la vez, que abre la segunda parte de los Sonetos a Orfeo. El poema comienza con atmen [respirar] y en él, Rilke, gracias a su doble ritmo de inspiración –el de los cuartetos- y de exhalación –el de los tercetos- nos cuenta lo que entiende como espacio interior del mundo: «¡Oh, aliento, tú, invisible poema! / Trueque incesante y puro / de nuestro ser y los espacios. Equilibrio / en el que rítmicamente me sucedo. // Única ola de la que / soy mar creciente; / tú, el más rico en reservas de los mares posibles, / ganancia de espacio. // Cuántos de estos lugares de los espacios estaban ya / dentro de mí. Son como hijos míos / algunos vientos. // ¿Me reconoces, aire, tú que estás lleno aún de lugares en otro tiempo míos? / Tú, una vez lisa corteza, / redondez y hoja de mis palabras» (975).
Para comprenderlo, tengo que ponerme en su lugar. Esta inhalación es la absorción en mí, la interiorización de este espacio que, biológicamente incluso antes que nada, me produce a cada instante, este aire sin el cual no podría vivir, que hace de mí el ser que soy, una adquisición perpetua de espacio que yo transformo en ser vivo, pero que, a la inversa, esta exhalación o exteriorización, esta proyección perpetua de lo que me es interior, hace que sea el espacio mismo, el espacio fuera de mí, el que se vuelve como habitado por mí, como acechado por el que soy. Se diría que asistimos, así lo han escrito José Manuel Cuesta Abad y Amador Vega, a «la creación de una topología de la interioridad en la que el espacio habitual –digamos un espacio vulgar, en el que tienen su actividad diaria aquellos tristes personajes- pudiera ser visto de repente como un lugar transformado»[11]CUESTA ABAD, José Manuel, Amador VEGA. 2018. La Novena Elegía. Lo decible y lo indecible en Rilke. Madrid: Siruela, p. 47. Imaginemos, pues, una habitación en la que estamos acostumbrados a vivir, con la que estamos en total intimidad, en la que el aire es a la vez aquello que respiro diariamente y de lo que vivo y aquello en lo que hablo y siento y sueño diariamente, exteriorizando así lo que me es interiormente presente, imaginemos esta habitación, digo, llena de mí: en cuanto entro, dice Rilke, es como si me reconociera por el aire que me rodea.
Repito: «¿Me reconoces, aire, tú que estás lleno aún de lugares en otro tiempo míos? / Tú, una vez lisa corteza, / redondez y hoja de mis palabras». Todo el espacio del mundo es para Rilke, multiplicado ad infinitum, el espacio de la habitación –él mismo dice, en El libro de las imágenes, que su habitación y una extensión inmensa son la misma cosa (645)- y lo que él llama Weltinnenraum no es un espacio mensurable ni geométrico, sino un espacio inmenso, una habitación íntima, plagada de ecos, llena de metamorfosis. El espacio captado no como infinitud exterior, sino como infinitamente vivido desde dentro.
Ningún otro poeta en Occidente es un poeta del espacio más puro quizás que Rilke, y los Sonetos terminan precisamente con lo que también puede entenderse como un manifiesto de una poética pura del espacio: entre el ser y el mundo hay un intercambio perpetuo, metamorfosis, en el que el poeta se convierte a la vez en lo que de la inmensidad se le ha ofrecido íntimamente y en lo que él ofrece, entonces, de sí mismo a esta inmensidad íntima, a la vez dolor y, por último, un brebaje que ya no es amargo. El tiempo en efecto, que no sirve para nada allí donde el espacio es, para el ser, la posibilidad de serlo todo. Oigamos de nuevo a Rilke: «Siente, silencioso amigo de plurales lejanías, / cómo tu aliento acrecienta aún el espacio. / En el adusto yugo de campanas / voltea tu sonido. Eso que de ti vive / te fortalecerá con su mismo alimento. / Cumple la transformación para entrar de nuevo en ella. / ¿Qué es tu dolorosísima experiencia? / Si el trago te es amargo, hazte vino» (995).
Sin embargo, no quisiera terminar en este último soneto, no en la belleza de los Sonetos a Orfeo, sino en el significado de esta belleza misma, de la belleza rilkeana. Para el poeta, el orden de la belleza no tiene nada que ver con el orden estético, sino con el orden ético: para el Rilke de los Sonetos, si la belleza ya no es lo que era en la primera elegía, si ya no es el comienzo de lo terrible en el sentido angélico de este término, sigue siendo, sin embargo, un comienzo, en la medida en que la belleza es todavía y siempre un requerimiento, donde la belleza nos ordena realmente comenzar. Comenzar a vivir de otra manera. Para Rilke, toda valoración puramente estética no es más que lo que podemos llamar un comportamiento defensivo respecto a la exigencia ética esencial a toda belleza.
Wittgenstein dice, más o menos, que los problemas vitales [Lebensproblemen] sólo pueden tener una solución real en otra forma de vida [Lebensform][12] WITTGENSTEIN, Ludwig. 2009. «Tractatus logico-philosophicus», en Obras I. Madrid: Gredos, pp. 136-137: no pueden resolverse dentro de la forma de vida que les ha dado origen, sólo adoptando otra forma podemos resolverlos. Así que, para volver a lo que dije sobre la primera elegía, a lo que podría haber parecido una banal obviedad, y para hacerme entender por fin, espero, en relación con lo que creo que es un requerimiento, diré que, cuando la otra forma de vida, en el sentido wittgensteiniano de la palabra, es imposible y sin embargo sigue siendo necesaria, entonces sí, igual que para el Rilke de Duino, lo bello es el principio de lo terrible.
Pienso en Kafka: «En el mundo de la mentira, ésta no puede ser desalojada ni siquiera por su contraste, sino solamente por un mundo de verdad»[13]KAFKA, Franz. 1976. Obras completas II. Barcelona: Planeta, p. 161. Y de inmediato sé que Rilke dice lo mismo, que la belleza no es lo que constituiría, dentro de nuestra falsa vida, una especie de compensación, una sublimación, un testimonio de dignidad, incluso una prueba paradójica de grandeza, sino que la belleza para él es lo que nos ordena, dentro de esta falsa vida, vivir de otra manera, vivir por fin en la verdad. Baudelaire, como sabemos, decía que la poesía y la música eran ambas una mentira con respecto a esta vida de aquí abajo, pero que eran verdad con respecto, o así lo esperaba, a los esplendores situados detrás de la tumba: para Rilke, si realmente queremos escuchar lo que la belleza nos dice, es aquí donde debemos intentar cambiar la vida. Aquí donde debemos encontrar su secreto.
¿Y es qué consiste este secreto para él? Vivir de otra manera es, por supuesto, vivir poéticamente. Es, en el sentido único y doble, en el sentido rilkeano, también vivir mágicamente: en los Sonetos, la palabra es de hecho una y doble, es canción y lección al mismo tiempo: «Sei – und wisse zugleich» (984). Esto es, sé – y sabe al mismo tiempo. El uso de la segunda persona supone, en los Sonetos, un uso ambivalente. La gramática del tú deviene, al mismo tiempo, gramática del lirismo íntimo y de la intimación ética, y si el último soneto es la profesión de un arte poético –y esta poética es la de la totalidad del espacio puro-, es también un arte de vivir –y esta sabiduría es la de la potencia metamórfica total del ser-, y el Rilke de los Sonetos a Orfeo es el Rilke en y por sí mismo finalmente realizado, a la vez maestro del arte y la vida.
Y este Rilke ya no es el Rilke de las Elegías: lo bello ya no es el principio de lo terrible sino que, para él, lo bello es ahora el principio de la alegría: «O Erfahrung, Fühlung, Freude» (965). ¡Oh, saber y sentir, dicha! Experiencia, conciencia y alegría. La clave es triple, para el Rilke de los Sonetos, ley de la presencia en el espacio puro. Y sin embargo, quiero terminar hablando sobre el Rilke de Duino, angélicamente incontestable, sobre el Rilke del puro mandato ético. Y para ello no me queda más remedio que recordar dos textos. El primero, de los Cuadernos de Malte, es el retrato que Rilke hace de Duse, la gran actriz trágica italiana: «En todos los pueblos a los que llegabas describíase tu gesto; pero no comprendían cómo tú, cada día más desesperanzada, elevabas a diario un poema ante ti para ver si te ocultaba. Mantuviste tu pelo, tus manos o cualquier otro objeto espeso frente a los lugares diáfanos; empañabas con tu aliento los que eran transparentes; te empequeñecías; te escondías como se esconden los niños, y entonces tenías ese suspiro corto, dichoso, y a lo sumo un ángel podría haberte buscado. Pero cuando levantabas la vista con cautela, no había duda de que te habían visto, todo el tiempo, en aquel espacio feo, hondo y con innumerables ojos: a ti, a ti, y nada más que a ti. Y sentías deseos de tender hacia ellos tu brazo, en escorzo, con el signo del dedo que conjura el mal de ojo. Querías arrebatarles el rostro que devoraban. Se te ocurría ser tú misma. Tus compañeros se armaban de valor; como si hubieran estado encerrados con una pantera, se arrastraban a lo largo de los bastidores y hablaban lo justo para no irritarte. Pero tú tirabas de ellos, empujabas y te comportabas con ellos como con seres reales. Las rencas puertas, las cortinas falsas, los objetos sin reverso te instaban a contradecirlos. Sentías que tu corazón se elevaba inexorablemente, hasta una realidad inmensa, y, asustada, tratabas aún una vez más de despegar de ti sus miradas, como los largos hilos de la Virgen. Pero entonces ellos rompían en aplausos por miedo a lo peor: como para separar de ellos, en el último instante, lo que les habría obligado a cambiar su vida» (276-277).
El segundo texto es un soneto, el Torso de Apolo arcaico (797), tomado de los Nuevos poemas, en el que Rilke presenta una escultura, un Apolo, dios del sol y de la belleza, del que no queda nada, ni miembros, ni cabeza. Nada más que un torso. Allí dice Rilke que todo ocurre como si la mirada de esta cabeza ausente se hubiera retirado al interior de este fragmento de cuerpo. Rilke, el poeta subversivo de las palabras inusuales, a menudo equivalentes alemanes de palabras extraídas de sus lecturas francesas, que juguetea con palabras más adecuadas para el habla cotidiana, cuyo fresco literario muestra tanto la atracción que ejerce el culto a la belleza como la trampa espiritual a la que a menudo conduce, como si fuese un juego de la luz entre las distintas superficies que tuviese que darnos la sensación de algo que sigue formándose ante los ojos del espectador.
Lo que primero resplandece en el interior, estalla al fin, nos ciega y hace que todo parezca que ya no está contenido dentro de sus límites. No hay solidez del objeto poético sino, a buen seguro, imaginaria explosividad. Niemand hat je Schönheit gemacht (358) será la clave de su ensayo sobre Rodin. Porque nadie ha hecho nunca belleza, estamos ante lo bello como si lo bello nos mirara. Como si lo bello, dice también Rilke, nos llamara así a su orden ético. La preferencia por la fragmentariedad frente a la totalidad, la fascinación por la paradoja y la disolución de los límites entre sujeto y objeto. Vamos en dirección hacia el modernismo, aunque esta sea ya, sin duda, otra historia.
Título: Sonetos a Orfeo |
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Referencias
↑1 | BENJAMIN, Walter. 1991. «Rainer Maria Rilke und Franz Blei», en Gesammelte Schriften IV (I). Frankfurt am Main: Suhrkamp, p. 453 |
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↑2 | RILKE, Rainer Maria. 2021. Gesammelte Werke. Hamburg: Nikol Verlagsgesellschaft, p. 921 (en adelante, todas las citas, extraídas de este volumen y traducidas por nosotros, serán consignadas entre paréntesis) |
↑3 | ZAGAJEWSKI, Adam. 2017. Releer a Rilke. Barcelona: Impedimenta, p. 64 |
↑4 | CACCIARI, Massimo. 1989. El ángel necesario. Madrid: Visor, p. 77 |
↑5 | DE MAN, Paul. 1979. Allegories of reading. New Haven & London: Yale University Press, p. 49 |
↑6 | CHAR, René. 2016. Œuvres complètes. Paris: Gallimard (Bibliothèque de la Pléiade), p. 712 |
↑7 | HEIDEGGER, Martin. 1977. Holzwege (GA 5). Frankfurt am Main: Vittorio Klostermann, p. 270 |
↑8 | FERREIRO, Jaime. 1966. Rilke y San Agustín. Madrid: Taurus, p. 66 |
↑9 | RILKE, Rainer Maria. 1996. Werke I. Frankfurt: Insel Verlag, p. 121 |
↑10 | Me refiero a los versos de cierto poema sin título, fechado en agosto de 1914: «Durch alle Wesen reicht der eine Raum: / Weltinnenraum» [A través de todos los seres pasa el espacio único: / Espacio interior del mundo]
Vid., RILKE, Rainer Maria. 1996. Werke II. Frankfurt: Insel Verlag, p. 113 |
↑11 | CUESTA ABAD, José Manuel, Amador VEGA. 2018. La Novena Elegía. Lo decible y lo indecible en Rilke. Madrid: Siruela, p. 47 |
↑12 | WITTGENSTEIN, Ludwig. 2009. «Tractatus logico-philosophicus», en Obras I. Madrid: Gredos, pp. 136-137 |
↑13 | KAFKA, Franz. 1976. Obras completas II. Barcelona: Planeta, p. 161 |