Cuando los hermanos Singer -excepto Esther, que se fue a Londres, y Moyshe, rabino, deportado a la Unión Soviética- llegaron a Estados Unidos, había unos trece millones de hablantes de yiddish en el mundo, siete millones de ellos en Europa Central y del Este y tres millones en Norteamérica. En la actualidad, se calcula que quedan unos seiscientos mil hablantes nativos, casi todos en comunidades de Israel y Estados Unidos. La mayor parte de la población de habla yiddish de Europa fue masacrada por el nazismo, y allí donde aún existían comunidades de hablantes, los hijos de aquellas comunidades crecieron hablando lenguas diferentes: hebreo, inglés o ruso. La obra de Israel Yehoshua Singer, escrita en los quince años anteriores a la Shoah, refleja una época en la que la civilización yiddish era más vital y más moderna que nunca. También muestra que, incluso antes de que algo como la Shoah fuera concebible -si es que no es, por añadidura, el más inconcebible de los sucesos posibles-, los judíos de Europa del Este podían ya sentir que su futuro se desvanecía. Desde luego, Kafka, que escribía en alemán, y Agnón, escribiendo en hebreo, tuvieron esa intuición. Isaac Bashevis Singer, empero, produjo casi toda su obra después de que ese futuro desapareciera. Fue el único escritor yiddish que alcanzó la cima del mundo literario estadounidense y también, por ende, en ganar el Premio Nobel de Literatura. Pocos grandes escritores han tenido un destino tan extraño: trabajar durante décadas mientras sus lectores desaparecían lentamente, sabiendo que no tendría sucesores. Sin embargo, y paradójicamente, su escritura se vería liberada por la desaparición de la esperanza.
Aunque, por fortuna, la vida judía continuó después de 1945, la civilización yiddish a la que Singer pertenecía y sobre la que escribía estaba más allá de la salvación y, por tanto, más allá de la desesperación. Las cosas que Israel, el mayor de los hermanos, se sintió obligado a rechazar en nombre de la razón y la modernidad -religión, tradición, superstición, esperanza utópica- podían regresar con una inquietante fuerza animadora en la obra de Isaac. Esto otorgó a la escritura del hermano menor una temeridad y una libertad imaginativa que aún parecen contemporáneas. Isaac ofrecería, por ejemplo, una parábola de su situación en su relato El último demonio, sobre un diablo que vive en las ruinas de una ciudad judía después de la Shoah. «Ya no hay necesidad de demonios. Nosotros también hemos sido aniquilados. Yo soy el último, un refugiado, dice el demonio»[1]BASHEVIS SINGER, Isaac. 2018. Cuentos. Barcelona: Lumen, p. 321. Pasa los días leyendo un libro de cuentos en yiddish que encontró en las ruinas, en pícara comunión con el pasado. Escribe Singer: «Mientras quede una palabra yidis, tengo algo que me sirve de sustento. Mientras las polillas no hayan destruido la última página, tengo con qué jugar. Qué ocurrirá cuando la última letra ya no esté, prefiero no traerlo a mis labios»[2]Ibíd., p. 322.
Entonces habrá de quedar una palabra yiddish, me digo, mientras alguien abra los libros de los Singer. De todas formas, en lo que respecta a Israel, el ascenso de su hermano Isaac significó su propio eclipse. En los años treinta, cuando se publicó Los hermanos Ashkenazi, se le comparó con Tolstoi y se le mencionó como futuro candidato al Nobel[3]GERSHGOREN NOVAK, Estelle, Maximillian Novak. 2015. The writer as exile: Israel Yehoshua Singer. New York: AMS Press, p. 16. Trágicamente, Singer murió en 1944 sin que esa predicción se cumpliera y fue su hermano y discípulo más devoto, Isaac, quien sí se alzó con el galardón. Cuando Israel dejó este mundo, a causa de un fatídico ataque al corazón con apenas cincuenta años, su hermano menor Isaac era casi completamente desconocido. Dos décadas más tarde, Israel se había convertido en el otro Singer, cuya existencia sorprendía a menudo incluso a los admiradores de Isaac. Y así, me temo, seguiría siendo de no ser porque, hace una década, la editorial Acantilado apostó también por las novelas de Israel. De todas formas, la diferencia en la reputación de los hermanos se debe en parte a que el menor de los Singer vivió casi medio siglo más que el mayor. Pero, incluso en vida de ambos hermanos, pertenecían a generaciones literarias diferentes. A fin de cuentas, Israel había surgido como escritor tras la Primera Guerra Mundial y la Revolución Rusa, y utilizaba la ficción para explorar las fuerzas políticas y económicas que estaban desarraigando la vida judía en Europa del Este. Su primera novela, De hierro y acero (1927), aún inédita en nuestro país, narraba la historia de un soldado judío que deserta del ejército zarista durante la Primera Guerra Mundial, devenía comunista y acababa ayudando a asaltar el Palacio de Invierno, episodio decisivo en la toma del poder por los bolcheviques. En libros posteriores, como tantos otros, Singer dramatizaría la traición de las esperanzas comunistas por parte del torvo régimen soviético, así como la imposible situación de los judíos alemanes bajo Hitler.
Los hermanos Ashkenazi (1936), su libro más recordado, es una saga familiar sobre la rivalidad entre dos hermanos gemelos, uno un empresario ferozmente ambicioso y el otro un ocioso encantador. Pero a Singer le interesa menos la dinámica familiar que la evolución de la vida judía en la ciudad polaca de Łódź, centro del comercio textil, en medio de las presiones del capitalismo industrial, el nacionalismo y el comunismo crecientes y la devastación de la Primera Gran Guerra. Su fuerza como novelista reside en describir cómo los destinos de los individuos reflejan el movimiento de la historia, como en este pasaje tan característico, descripción de una burbuja de mercado alimentada por el crédito en Łódź: «Liberada de las cortapisas del dinero, enfervorizada por la perspectiva de un enriquecimiento rápido, temeraria a causa de la feroz competencia, la ciudad de Łódź bullía y trajinaba sin orden ni concierto, y, por supuesto, sin preocuparse por las leyes de la oferta y la demanda. La gente embaucaba, conspiraba y recurría a tejemanejes, arrastrada por la enloquecida vorágine de la ciudad. Era una existencia falsa, construida sobre sueños, artificios y papel. Los únicos que hacían lo que debían […] eran los obreros en las fábricas, los aprendices y los artesanos en sus talleres. […] Todo se vino debajo de golpe, como si un enorme hueso se le hubiese atravesado en la garganta, obligándola a arrojar lo que había tragado a lo largo de años de desmedida glotonería»[4]SINGER, Israel Yehoshua. 2017. Los hermanos Ashkenazi. Barcelona: Acantilado, p. 314.
Pienso que el exhaustivo análisis de la sociedad judía realizado por Israel Yehoshua Singer supuso un gran paso adelante para la literatura yiddish. Los escritores anteriores habían sido cómodamente provincianos, reflejando la vida cotidiana en anécdotas cómicas o fábulas agridulces. Singer, de repente, recordaba a grandes novelistas europeos como Thomas Mann, al interpretar la sociedad como un organismo complejo con vida propia; un destino que sustituye, y a veces anula, la voluntad de sus miembros individuales. Naturalmente, cuando la obra de su hermano Isaac empezó a aparecer en inglés, en la década de los cincuenta, este tipo de realismo social panorámico había pasado de moda y ya no se aspiraba a explicar cómo funcionaba la sociedad y hacia dónde se dirigía la historia, sino que, en lugar de ello, los escritores se volvieron hacia su interior, con la única esperanza de decir algo auténtico sobre lo que habían vivido y conocido. Comunicar este tipo de verdad significaba, a menudo, rechazar la verosimilitud ordinaria en favor de la fábula y la parábola. Pese a las diferencias, uno desearía que la posteridad viese la relación entre los hermanos Singer como un juego de suma cero, aunque ellos jamás lo hicieran. Al contrario, Bashevis aprovechaba cualquier oportunidad para honrar a Israel Yehoshua como su maestro y aliado más importante. Fue Israel quien primero se rebeló contra la estrecha religiosidad de sus padres. Su esencialismo judío coexistió con una aversión absoluta a las supersticiones de la religión, que siguió siendo pronunciada y de por vida. En sus memorias, que llevan por título De un mundo que ya no está, escribió, de esta forma tan reveladora: «El nuestro era un hogar sombrío […]. Culpable de esa tristeza era, en primer lugar, la omnipresencia de la Torá, que llenaba cada rincón y se asentaba con pesadez sobre el ánimo de las personas»[5]SINGER, Isaac Yehoshua. 2020. De un mundo que ya no está. Barcelona: Acantilado, p. 31.
De los dos hermanos, Israel Yehoshua es el racionalista, y sus pasiones intelectuales son testimonio de la urgencia con la que dejó atrás la religión. Fue a través de él que la השכלה, la Haskalá, llegó a Isaac, aunque sus valores nunca se arraigaron tan firmemente en él como en Israel Yehoshua. Para Isaac, la elección entre las viejas costumbres y las nuevas a menudo se presenta crudamente como una elección entre la piedad inocente y el libertinaje. La posición de Israel era, aunque igualmente atormentada, bastante más complicada. Así las cosas, Israel entró en contacto con la literatura y las ideas modernas, abriendo un mundo nuevo a su hermano menor. En los años veinte, fue él quien introdujo a Isaac en los clubes y revistas literarias yiddish de Varsovia. En 1934, Israel consiguió un trabajo en Nueva York y trajo a su hermano con un visado de turista, en una época en la que las fronteras estadounidenses estaban cerradas a los desesperados refugiados judíos. Sin esta intervención, Bashevis Singer habría muerto casi con toda seguridad en la Segunda Guerra Mundial, como su madre y su hermano pequeño, deportados a una remota región de la Unión Soviética. No es de extrañar que la primera publicación en inglés de Bashevis Singer, La familia Moskat, esté dedicada efusivamente a Israel Yehoshua: «Para mí él fue no sólo el hermano mayor, sino también un padre y maestro espiritual. Siempre lo admiré como modelo de intachable moralidad y honradez literaria. Aun siendo un hombre moderno, tuvo todas las grandes virtudes de nuestros piadosos antecesores»[6]SINGER, Isaac Bashevis. 1979. La familia Moskat. Barcelona: Planeta, p. 9. Sin embargo, incluso este elogio puede interpretarse como una especie de provocación, ya que, como Isaac sabía mejor que nadie, Israel Yehoshua tenía una mala opinión de la piedad judía y de los antepasados cuyas vidas fueron moldeadas por ella, empezando por su propio padre, un rabino jasídico.
Yo quisiera servirme de La familia Karnowsky -una novela no tan celebrada, quizá, como Los hermanos Ashkenazi-, para homenajear al otro Singer. Novela de un amor imperfecto, interrumpido y no correspondido, de la pasión y el conflicto, de la llegada de la Primera Guerra Mundial que cambió el viejo mundo, y de la creciente intolerancia hacia los judíos. Su publicación en Acantilado, hace unos años, supone todo un acontecimiento para cualquiera que ame la literatura[7]Por cierto que, cuando escribo estas palabras, tengo sobre la mesa un volumen recién aparecido de los Cuentos de Israel Yehoshua, publicado este mismo año en la editorial aragonesa Xordica.. De todas maneras, debo decir que esto no ha de obrar, en absoluto, en demérito de su hermano menor. Gracias a las lecturas en voz alta de sus cuentos -con las que mi padre, Julio, siendo yo muy pequeño, me deleitaba[8]Me refiero a la antología Cuando Shlemel fue a Varsovia y otros cuentos, que había editado amorosamente Alfaguara, a finales de los setenta.-, comencé a entender, de alguna forma, que existía algo tan valioso y tan inimitable como lo que podríamos llamar literatura judía. En cualquier caso, cuando Israel Yehoshua Singer publica La familia Karnowsky, en 1943, llevaba ya diez años viviendo en Estados Unidos, y cuatro como ciudadano estadounidense, así que, naturalmente, cuando sus personajes, tres generaciones de la familia Karnowsky, se ven obligados a huir de las persecuciones de la Alemania de Hitler en la tercera parte de la novela, Singer los lleva a su hogar adoptivo, Nueva York. Tienen suerte -ahora que conocemos el horrible destino de los que no escaparon de Berlín antes de la guerra-, pero adaptarse al cambio no es fácil. Leemos a Singer: «Como un par de zapatos nuevos que a unos producen deleite por su novedad y belleza mientras que a otros aprietan y provocan sólo sufrimiento y ganas de volver al viejo y roto par al que estaban habituados, así fe el país nuevo para los miembros de la familia Karnowsky»[9]SINGER, Isaac Yehoshua. 2016. La familia Karnowsky. Barcelona: Acantilado, p. 400 (en adelante, todas las referencias a este libro se consignarán entre paréntesis). Los tres libros de la novela siguen a tres generaciones de Karnowskys, cada una de las cuales se aleja más de las raíces de la familia en Europa del Este. David, el patriarca, rechaza la estrechez de miras que ve en su shtetl polaco y se traslada con su joven esposa a Berlín, sede de la Ilustración y la cultura. Su hijo, Georg, supera su falta de rumbo juvenil y, gracias en parte a una atractiva estudiante de medicina, asciende hasta convertirse en uno de los cirujanos más destacados de la ciudad. Aunque muy perseguido por los agentes matrimoniales judíos, Georg se enamora de una cristiana, Teresa; su hijo, Yegor, madura en el Berlín de entreguerras y asimila las repugnantes teorías raciales pregonadas por los nazis y sus lacayos.
Singer da cuerpo a su trama con un reparto secundario que incluye a Solomon Burak, un atractivo magnate de los almacenes de descuento; la doctora Elsa Landau, una incendiaria comunista y miembro del Reichstag; su padre, un médico vegetariano y filántropo; y el doctor Zerba, un poeta místico fracasado y pervertido que se convierte en un espía nazi de bajo nivel con una casa en Long Island. La novela de Singer -increíblemente escrita antes del final de la guerra y, por ende, de la revelación de la barbarie que supone segar la vida de seis millones de personas- ofrece un panorama de las experiencias de estos más de cien mil refugiados de Nueva York, desde los prejuicios que los judíos cultivaban hacia los judíos de otras tierras hasta la inconcebible reticencia que algunos tenían a describir los horrores de las patrias de las que habían huido. Este es, sin duda, un documento imprescindible de su época y una gran saga familiar, por demás valiosa y convincente. Una obra que, como ocurre con Los hermanos Ashkenazi, debería revisarse con premura. Incluso para desechar ciertas interpretaciones, como aquella por la que algunos han afirmado que parece culpar, de forma atroz, a los judíos alemanes del desastre que les sobrevino, esto es, la venganza nazi impuesta como castigo por los excesos asimilacionistas. Se trata de un error de lectura absurdo. Es cierto que fue escrita a principios de la década de los cuarenta, antes de que se conocieran todos los hechos de la Shoah, pero la obra es, en todo caso, una deconstrucción premonitoria del mito de la raza, tal como define el estereotipo del judío.
En una época en las que el entorno de una novela se evoca apenas con un trazo, si es que llega incluso a representarse; un tiempo en el que el oficio del novelista se alaba en proporción directa a la cantidad de cosas que es capaz de mostrar sin contar, libros como los de Israel Yehoshua Singer vienen a recordarnos algo quizá olvidado hace mucho tiempo: que literatura significa también, o significa, a secas, que el genio del novelista está lejos de la economía, de esos hábiles rasgos únicos que definen todo un universo, como si el arte del novelista fuera más bien el de un bailarín. Singer nos permite caer en la cuenta de que lo importante no es lo mucho que se le deje recoger de lo no dicho y de lo no representado, sino, antes bien, lo opuesto. La grandeza de los diseños deterministas de Singer deja a sus personajes poco espacio para la autorreflexión, estrechando sus vidas interiores en espacios sin dimensión. Lo que les derrota no son sus incertidumbres internas y sus dualidades paralizantes -como en tantos de los retratos que de la futilidad humana hiciera su hermano Isaac-, sino la rigidísima unión de sus caracteres innatos con sus circunstancias históricas. La obra de Isaac es tan descarnadamente poco sentimental que corre el riesgo de contraer un mortal escalofrío estético. Una representación magistral de la historia, animada por la indignación ante sus crueldades sin sentido, es necesaria, qué duda cabe, pero un novelista también debe abalanzarse sobre las vulnerabilidades vivas de sus personajes. Por eso pienso que Singer sabía lo que a menudo olvidan los utópicos: que las tragedias humanas, sea cual sea su alcance, se sufren vida a vida y su significado último es irreductiblemente singular. Nada es demasiado extraño para él.
Leer a Israel Yehoshua Singer es reencontrarse con los placeres de una energía novelística inagotable, con un gusto por el detalle amoroso y discursivo que no dista mucho de los grandes novelistas del XIX.
Similar a ellos me resulta este Singer, aunque La familia Karnowsky se publicase en 1943 y se le haya comparado más a menudo con Thomas Mann que con Dickens o Balzac, pese a lo mucho que hay en su literatura de esos dos gigantes, por mor de su insistencia en el significado de los detalles sociales, su significado moral o el alcance realista y épico. El mundo de las novelas de Singer es siempre moralmente fatídico. En La familia Karnowsky, la cuestión social y su valoración moral dependen simplemente de la pregunta: ¿cómo se vive como judío, si es tan difícil ser judío? Y siempre es difícil ser judío, incluso en el instante en el que escribo estas palabras. Pero aún es más difícil teniendo en cuenta que, para el más ferviente asimilacionista, no hay garantía de que el mundo reconozca qué tipo de judío es o, si es parte de uno, qué parte es. Desde luego, no existía tal garantía en el mundo de la ilustración judeoalemana de finales del XIX, época en la que David Karnowsky abandona su shtetl de Melnitz para unirse a una asimilada sociedad judía berlinesa. Esta historia de tres generaciones de judíos, cada una más arraigada en su cultura alemana que la anterior, nos muestra, sin embargo, que la cultura no es sangre, ni carácter, y Singer nunca deja de recordarnos la ascendencia no erradicable de los Karnowsky. El novelista moderno ofrece un minucioso escrutinio psicológico de sus personajes en lugar de una representación de su sociedad -la sociedad crea y el personaje es su producto, el conocimiento de sus individuos nos indica la verdad de una sociedad- y yo me pregunto qué habría hecho Singer con esta visión. Ningún novelista que, como él, creara una gama tan amplia de seres humanos -que respondieran, con todas sus fatídicas diferencias, a los términos de la misma sociedad- podría sacarle mucho partido.
Algo que hace que Georg Karnowsky llegue a decir, del cerebro humano: «¿Qué era en realidad esa pequeña bola formada por un entramado de materia, venas y tejidos? ¿Por qué varía tanto de una persona a otra? ¿Por qué en una es capaz de alcanzar los pensamientos más elevados y en otra se embota como si fuera de una bestia?» (245). Es esa diferencia radical, ese grado entre los hombres, lo que constituye su preocupación novelística. La aborda sin ninguna profundidad de escrutinio psicológico formal, aunque hay cosas que hacen alusión psíquica a la antigua usanza: los dientes desiguales de Georg, el rubor de su mujer, la torpeza desperdiciada de su hijo… esto es todo lo que sabremos, esto y las circunstancias, y de alguna forma es más que suficiente. A partir de una estructura y un entorno complejos, los personajes emergen afectados y poderosos, tanto como decir que, cuando sabemos lo que les ocurrió, sabemos muy bien cómo se sentían. David Karnowsky exhorta a su hijo Georg, que ha nacido en Alemania, a ser judío en casa y hombre en la calle, judío entre los judíos, alemán entre los alemanes. Se niega a permitir que su esposa deshonre a la familia en la nueva sociedad con su yiddish de Melnitz. Él mismo se dedica exclusivamente al alemán y al hebreo y desprecia a los Burak, los orgullosos resistentes yiddish que se niegan a ser alemanes entre los alemanes: «Debían ir de visita juntos, como se acostumbraba en las familias de bien. Ella tenía que habituarse a conversar con las personas y a desenvolverse en compañía de señoras distinguidas. Debía esforzarse en mejorar, en leer, como él mismo había hecho, a fin de no avergonzarlo. Y sobre todo tenía que esforzarse en aprender el idioma, la gramática, hablar siempre en alemán, no seguir atada a la jerga yiddish de Melnitz que contaminaba su pronunciación. Debía aclimatarse al nuevo país, como había hecho él; nadie podría tomarlo por un inmigrante» (28).
Formado así en la ambivalencia, Georg, el hijo, crece como un alemán asimilado, un estudiante indiferente pero brillante, un enérgico hombre de ciencia, médico y, finalmente, amante. La cuestión social es siempre moral, pero la de Singer es también, en todo caso, de un didactismo poco común: sus intenciones son claras y totalmente deliberadas, y están tan bien incorporadas por la trama y las circunstancias y por el alarde de ambigüedad de su novelista, que no es sino un placer aceptar sus persuasiones. Sus triángulos amorosos están siempre al servicio de sus amplias implicaciones sociales y, aun así, crea una poderosa historia de amor en torno a ellos, contándolo todo con una fría, aunque tierna, mirada psicológica para las relaciones. Pero lejos de quedarse ahí, llega a la circunstancia humana más amplia, a la novela basada en la premisa de que las relaciones humanas, ya sean padre e hijo o amante y amado, a menudo están ligadas a la irresolución, a un estado permanente de inconclusión. La vida sigue, en un presente continuo que uno diría, por momentos, de corte agustiniano. En cada uno de los personajes de Singer hay un triste rincón de la memoria que atrapa el presente, pero que no tiene poder para desarmar sus inexorables pretensiones. Viven como pueden. Georg rechaza el amor adorador de la hija de los Burak; su adoración pasiva y falta de excitación representa todo lo que le oprime. En su lugar, se enamora de un nuevo tipo de mujer: una racionalista, una comunista comprometida con su causa, la judía independiente Elsa Landau. Ella le rechaza, pues en su vida solo hay lugar para las causas. En su presencia, el efervescente y seguro de sí mismo Georg se convierte en un torpe incompetente; rechazado, se vuelve hacia una muchacha gentil cuya devoción servil es todo lo que él puede hacer. ¿Hemos llegado hasta aquí sólo para enterarnos de que el Portnoy de Roth se inscribe de lleno en la tradición de un novelista yiddish del siglo XIX? Aparentemente no hay nuevas dinámicas sub sole. Ocurre lo mismo en Berlín que en Newark.
Pero, para Singer, estas viejas dinámicas no valen apenas más que una página, antes de pasar a los asuntos del carácter humano. Georg se resigna a un matrimonio sin pasión con la aria Teresa, cuya devoción no difiere en nada de la ofrecida en primer lugar por la hija de los Burak, salvo en que es una גוי, una gentil. Por lo tanto, habrá problemas. Pero los problemas son asunto de los novelistas, y en esta espesa novela, el asunto es totalmente fascinante, aunque no haya sorpresas. El hijo de la pareja, Yegor, nace a tiempo para confundir las intenciones de dos generaciones. Crece -enfáticamente híbrido de rasgos- destruido por una adolescencia en la Alemania de Hitler. Es decir, destruido por la historia: sin embargo, es inevitable concluir que su destrucción está ligada, en primer lugar, a su nacimiento híbrido. Como símbolo de la asimilación final, este heredero enfermizo y condenado lanza un mensaje de castigo a su padre y al padre de su padre; pero, para entonces, no lo necesitan. Cuando Yegor ha llegado a la adolescencia, los ciudadanos de Berlín ya llevan un tiempo cantando himnos antisemitas y los Karnowskys de todas las generaciones tienen motivos para saber que son judíos. Emigran, emprenden la nueva vida junto con otros judíos alemanes en el Upper West Side de Nueva York. Hay vigor y espíritu dispuesto en estos personajes, pero no hay mayor espíritu emprendedor que el que da el propio Singer al construir el nuevo entorno. Su interpretación de la sociedad de los emigrantes del Upper West Side recién llegados de la patria -hacia la que aún sienten extrañas lealtades-, de sus obstinadas recreaciones de su vida anterior, del inenarrable patetismo de su superación, es el mejor logro de la novela. Las generaciones, aunque la familia esté a punto de ser destruida, se reconcilian en América, padre con hijo, judío con judío, por más que, como recuerda Novak, Singer publicase un ensayo, El error de hace dos mil años, en el que declaraba que la diáspora había sido un fracaso y que los judíos sólo podrían escapar del antisemitismo consiguiendo una patria propia[10]GERSHGOREN NOVAK, The writer as exile…, Op. Cit., p. 112. Este ensayo es, quizá, el telón de fondo filosófico de La familia Karnowsky, escrita por alguien que murió antes de conocer el nacimiento del estado de Israel.
Sea como fuere, años después de los pogromos y la pobreza, de la persecución y la barbarie nazi, debemos presentar nuestros respetos, más que nunca, a la tradicional literatura yiddish. No importa que el sionismo concediese a los judíos no ya un estado propio, sino un sentido de representación y dignidad que habían perdido en el exilio y la Shoah, e incluso que quienes comandan hoy las diez millones de almas de dicho estado se empeñen en destruir los orígenes, abrazando nuevas ideologías que les ofrecen el control sobre su destino. A pesar de todo, o precisamente por ello, no importa. Pienso que no olvidar la literatura yiddish, como es el caso de los Singer y un buen ejemplo La familia Karnowsky -además de traer, a aquellos que aún no saben qué esperar de este otro Singer[11]No debemos olvidar a Esther Kreitman, la mayor de los hermanos, también una magnífica escritora y cuyas obras han ido apareciendo en Xordica., los placeres de la buena novela-, es uno de los mejores tributos que podemos rendirle los lectores. Aquellos a los que sus libros, como los de tantos otros, nos cambiaron la vida, nos enseñaron a construir y a ser construidos. Porque, a pesar de los esfuerzos geopolíticos para lo contrario -pues, como escribiría Montale, «abbiamo fatto del nostro meglio per peggiorare il mondo»-, hay aún más amor que oscuridad.
| Título: La familia Karnowsky |
|---|
|

Referencias
| ↑1 | BASHEVIS SINGER, Isaac. 2018. Cuentos. Barcelona: Lumen, p. 321 |
|---|---|
| ↑2 | Ibíd., p. 322 |
| ↑3 | GERSHGOREN NOVAK, Estelle, Maximillian Novak. 2015. The writer as exile: Israel Yehoshua Singer. New York: AMS Press, p. 16 |
| ↑4 | SINGER, Israel Yehoshua. 2017. Los hermanos Ashkenazi. Barcelona: Acantilado, p. 314 |
| ↑5 | SINGER, Isaac Yehoshua. 2020. De un mundo que ya no está. Barcelona: Acantilado, p. 31 |
| ↑6 | SINGER, Isaac Bashevis. 1979. La familia Moskat. Barcelona: Planeta, p. 9 |
| ↑7 | Por cierto que, cuando escribo estas palabras, tengo sobre la mesa un volumen recién aparecido de los Cuentos de Israel Yehoshua, publicado este mismo año en la editorial aragonesa Xordica. |
| ↑8 | Me refiero a la antología Cuando Shlemel fue a Varsovia y otros cuentos, que había editado amorosamente Alfaguara, a finales de los setenta. |
| ↑9 | SINGER, Isaac Yehoshua. 2016. La familia Karnowsky. Barcelona: Acantilado, p. 400 (en adelante, todas las referencias a este libro se consignarán entre paréntesis) |
| ↑10 | GERSHGOREN NOVAK, The writer as exile…, Op. Cit., p. 112 |
| ↑11 | No debemos olvidar a Esther Kreitman, la mayor de los hermanos, también una magnífica escritora y cuyas obras han ido apareciendo en Xordica. |