
Mi mayor orgullo es haber heredado de mi padre una maquinilla de afeitar que antes fue de mi abuelo. Tiene un cable en espiral, largo y gastado, que aún funciona. Cuando saco el cabezal del sitio y lo vacío sobre el aseo, me gusta pensar que aún queda, entre esa montaña de polvo, algún resto biológico de la barba de mi abuelo, y —más aún— que éste comparte refugio con filamentos capilares de cuando mi padre tenía la barba cobriza y yo lo miraba afeitarse ante el espejo, con mis enormes ojos de niño. No vuelco el depósito de la maquinilla hasta que está bien lleno y el vello desborda las cuchillas; para entonces, los residuos conforman un bloque sólido y se separan del cabezal como un terruño que amontonase estratos de todas las épocas.
Debéis saber que mi abuelo conoció el arado, los burros y el sexo estacional (pues uno no podía dar salida al celo cuando, al día siguiente, tenía que matarse a trabajar en el campo). Mi padre, en cambio, abandonó muy pronto su aldea y se pasó la vida pensando en lo que supuso para esta estirpe de hombres la entrada en la modernidad, cuando un amplio caudal de instituciones inundó sus tierras y se vieron forzados a abandonar la edad de los metales. Tuvieron vidas largas y productivas, cada uno a su manera.
De ellos heredé esta maquinilla de afeitar, que cuido como si fuese un tesoro. Cada vez que evacuo el cabezal, almaceno los deshechos en cajas de hojalata, como las que mi mujer gastaba hace años para guardar las joyas que generaciones y generaciones de mujeres atesoraron en su familia. Recuerdo cómo mis hijas la miraban mientras se colocaba los pendientes frente al espejo, con su cuello curvo de gacela, llenas de fascinación anticipatoria. Por lo que a mí respecta, estoy prácticamente seguro de que todos los pelos que hay en los cofres son míos, aunque no pierdo la esperanza de que algún fósil valioso aguarde entre esa maraña. Por eso, todos los días ruego al cielo que visite la Tierra una raza de seres capaz de reconstruir el mundo de mi padre y de mi abuelo a partir de este material genético, igual que —como decía el poeta— el pasado emerge a veces intacto del aroma que emana de una taza de té. Sea como fuere, me resulta imposible desechar ese polvillo negro, tirarlo por la ventana, dejarlo correr por el desagüe, echarlo a la basura.
Otros días me pregunto si la verdadera herencia de humanidad no será la maquinilla misma (no lo que hay dentro de ella), ese ejemplo de tecnología proveniente de un tiempo en el que los aparatos nos servían a nosotros. Como el arado que empleaba mi abuelo, se trata de una herramienta que tenía todo un mundo detrás. ¿Qué hombres y mujeres la crearon? ¿Quiénes ensamblaron sus piezas? ¿De qué minas extrajeron el cobre del cable y el hierro de las cuchillas? ¿Qué relaciones comerciales mantenían los países propietarios de estas materias primas? ¿Hubo disputas entre ellos? ¿Desembocaron en guerras? Y, sobre todo, ¿de dónde surgió la idea de que los hombres requerían un instrumento eléctrico para quitarse el vello facial? De niño me parecía imposible que existiera tanta electricidad en el mundo como para cercenar un solo pelo de la barba de mi abuelo, de tan hirsuta y rasposa como era.
Mantengo la maquinilla siempre enchufada. A cualquier hora, me gusta subir el botón de encendido, escuchar los cabezales girando, susurrando, y apagarla con un súbito clic. No hay otro punto de luz activo en toda la casa, y, aun así, no alcanzo a entender de dónde proviene esta energía, pues tiempo hace que cerraron las centrales eléctricas. En este rincón del universo, la corriente subsiste como un milagro que no me alcanza desde el aquí ni el ahora (al contrario, siento que viene del futuro; quizás del pasado). En realidad, ese hilillo de luz es la única relación que mantengo con cualquier cosa; gracias a él me afeito, me mantengo aseado y con vida. Curiosamente, aunque lo conecte al mismo enchufe, ningún otro objeto de la casa funciona.

Así que lo único que crece hoy es mi barba, las cucarachas y las serpientes. Todo lo demás está muerto o muriéndose. Hace años, en este mismo salón, mi hijo crecía feliz y jugaba a que éramos cazadores; teníamos boas, cobras y anacondas de juguete que él colgaba del techo o escondía entre los muebles. Con ayuda de sus hermanas, mi hijo hacía un mapa de la planta de la casa en el que señalizaba su posición. Íbamos después a buscarlas, aunque antes ordenaba sus espadas de madera y elegía la que consideraba más conveniente. Luego me obligaba a bajar un colchón al suelo, que hacía las veces de barca con la que surcábamos los ríos Congo, Nilo, Orinoco y Amazonas. Remábamos; nos atacaban hipopótamos, cocodrilos y pirañas, que combatíamos de forma solvente. De pronto mi hijo escudriñaba el horizonte (que estaba a un par de metros) e identificaba en él un reflejo en el río (que era el suelo) y que traducía la curvatura pétrea y silente de una anaconda verde (que en realidad no existía). De un salto vigoroso, se bajaba de la embarcación perdida, avanzaba hasta la serpiente y la agarraba por la nuca mientras yo le aplastaba la frente con la hoja plana de mi espada, para impedir que se diese la vuelta y lo mordiese. Repetíamos la misma estrategia millones de veces.
Pero ninguna de ellas me preparó para las sierpes con las que hube de encontrarme tras la hecatombe nuclear. Cada vez son más grandes y voraces, al carecer de depredadores naturales. Incluso las cucarachas son ahora gigantescas. Las dos especies quieren comerse mi barba (por eso me afeito), pero yo también me alimento de ellas pese a no ser su depredador natural; no soy más que un engendro, un hombre simiesco que no deja crecer un solo pelo de su cuerpo y que vive agazapado entre la oscuridad, entre puertas y ventanas cerradas, paredes caídas y estanterías repletas de cajitas de hojalata en las que guardo las cenizas de mis hijas y de mi mujer —las mismas cajas en las que antes descansaban sus joyas—. Desde entonces, vivo horrorizado por la idea de que un día, ofuscado, confunda los recipientes en los que ellas reposan con los que uso para guardar los residuos de mi maquinilla. Su depósito se ha convertido en una especie de mausoleo para los hombres de mi familia. Sé que permanecerá incompleto, pues falta en él la barba que mi hijo nunca tendrá. Por si acaso, a veces repaso su cuerpo con la maquinilla, a ver si es cierto que el cabello sigue creciendo después de muerto, en una primavera silenciosa.
En todo caso, no puedo dejar que las barbas se mezclen con las cenizas femeninas.
De mi padre y mi abuelo, envidio la remota posibilidad de que sus átomos se estén abrazando en el interior de la máquina o en alguna de las cajas donde almaceno el contenido que sale del cabezal. Allí dentro, en el cerebro de este artefacto doméstico, los fragmentos pilosos de la barba paterna tal vez convivan con los de mi abuelo. Como dos planetas con vida propia que estén flotando en una nebulosa de polvo, sus núcleos entrelazarán sus estelas. Y en ese vaivén, seguro que se disfrazan unos de otros, se hacen pasar el padre por el hijo y viceversa, según la fantasía que esconde todo hijo de hombre: a saber, la de estar presente en el nacimiento de su propio padre, la de hallarse en el interior de un cuarto de otra época, rodeado de gente que solo conoció en fotos, y verlo emerger de entre las paredes de un vientre ensangrentado, transformado en un bebé, en un crío al que podamos acunar, cuidar, alimentarlo, para asegurarnos así de que, cuando crezca y se convierta en nuestro padre, no dejará de querernos. Educarlo, en fin, para que en el futuro su amor no nos falle.
A eso juegan los fragmentos de la barba de mi abuelo con los de padre. Atrapados entre los confines de mi mente de hojalata, reproducen un juego de escondite que dura y dura porque ambos saben que nunca dejarán de buscarse. A veces, recién convertido en un adulto, el hijo también sueña con que conoce a su padre cuando éste tenía su misma edad, con que se hacen amigos y cooperan en grandes proyectos (como cazar serpientes) para salvar la humanidad. Pues no es sino el apoyo paterno lo que el nuevo hombre anhela para salir adelante; nada más que escuchar el eco de cuando su voz todavía era joven y amable; nada más que contar con su inmensa fuerza otra vez, sentirla ahí al lado, de su parte. Con eso sueña el hombre, hasta que se despierta.
Recuerdo noches en las que mi hijo lloraba y yo me lo traía a la cama y pocas horas después me despertaba con sus manitas tocándome la cara, acariciándome el rostro, como si estuviese aprendiendo a leer la palabra “amor” en mi cordillera facial (cuando era él quien la estaba escribiendo). Me palpaba la frente, seguía por las cejas, bajaba por el tabique nasal y la curvatura de mis labios, y continuaba hasta mi barba, en cuya rugosidad se detenía. Pasaba sus dedos por la línea de mi tensa mandíbula y el ángulo que ésta formaba en el encuentro con el cuello, y allí se quedaba, y allí se dormía, como si mi hijo fuese solamente su mano y ésta, a su vez, un animal que hubiese encontrado al fin su madriguera. Y así también existo yo hoy solamente a través de la mano que sostiene la maquinilla de afeitar por la que me mantengo unido a mi padre, a mi abuelo, a la historia de la humanidad.
Por las mañanas, me despierto pensando que una serpiente está acariciando mi cara. Y durante el resto del día me sorprendo a mí mismo enredando mi cuerpo por el cable largo y desgastado de la maquinilla de afeitar. Despide mucho calor, mas no me atrevo a desconectarlo. La situación me da miedo, menos por el peligro de quemarme que por el riesgo de que algún día abrace por error la cola de una sierpe que salga de un mueble o cuelgue del techo. Me morderá, me abrazará, me engullirá, y sé que entonces acabará todo.
Noviembre de 2024
