Recuerdo con nostalgia a Olaf, el vagabundo del carromato rojo que ofrecía delicias y conocimientos en la plaza, cada quince días, a cambio de unas monedas. La gente hacía cola para probar sus cristales de limón, la espuma de mantequilla, su crema de regaliz, o para que les adivinara el presente en la arquitectura de las nubes o les preparara un bálsamo de clorofila y mostaza para las llagas del alma. Todo a precio de voluntad, que solía ser espléndida porque con aquellos ojos azules enormes, su acento exótico y su sonrisa luminosa cautivaba a cualquiera. Los niños disfrutábamos además, como si fuera fiesta, del placer de acariciar a su enorme perro ruso sin miedo y, si había suerte, de la felicidad de montar por turnos durante unos minutos sobre el burrito zamorano.
Un recuerdo hermoso y emocionante, de esos que dibujan una sonrisa secreta y dejan un regusto a alegría antigua, a orgullo de haber saboreado aquellos tiempos, imposibles ya de recrear, antes de que la civilización decidiera borrar la incómoda existencia de cualquier modo de vida anárquico.
El vagabundo, acusado de insalubre por Sanidad, de defraudador por Hacienda, de competencia desleal por la franquicia de una multinacional de golosinas, de maltratador por las asociaciones animalistas, de estafador por las de consumidores, de maleante indocumentado y sin permisos por la policía, de peligro público, se tenía por amable y encantador antes de que la gente empezara a rechazarle por zarrapastroso, por extranjero, por hippie, por comunista, por ateo, por embaucador, por culpable de cualquier cosa que sucediera, o no, durante sus visitas.
Su carromato, destartalado y descolorido, estuvo parado mucho tiempo en un desguace antes de que alguien lo rescatara para un museo. El burro terminó sus años en algún santuario de animales. El perro ruso acompañó fiel a su amo a pedir limosna y dormir en la calle hasta que murió de viejo. Solo entonces aceptó Olaf pasar las noches en el albergue municipal que no admitía mascotas. Sus ojos, ya sin brillo, se apagaron en pocos meses y nadie reclamó su cuerpo.
Hoy, algún nostálgico como yo ha decidido dedicarle una estatua en la misma plaza donde trataba de ganarse la vida. Los niños la sienten ajena, como de cuento, y miran con curiosidad al asno, al carromato, al perro de bronce y a una figura humana que señala las nubes, con un cucurucho de papel en una mano y una sonrisa en el rostro.